3

Cuando voy a casa de Ángela, se pone muy contento; oye el timbre, ladra varias veces muy excitado, da saltos y se alza en dos patas, apoyándose en mí para recibirme. Me siento en el suelo del pasillo, y él se tumba boca arriba para que le acaricie la tripa, y cierra los ojos, sabe que no tengo prisa y vamos a estar así mucho rato.

Suelo llevarle algún regalo: pelotitas pequeñas blandas o muñecos que pitan, con colores chillones. Lo pongo siempre en una bolsa de plástico blanco, para que él la reconozca y sepa que será otro juguete. Salta al verla, para alcanzarla, y se asoma dentro, muy obcecado, para coger lo que contenga. Ya no lo suelta, porque es suyo. Y gruñe si alguien se lo intenta quitar. Al poco rato, me lo da para que se lo tire por el pasillo, corre a buscarlo y lo trae. A veces, es tan rápido que lo coge en el aire antes de que caiga. Cuando se fatiga de repetirlo, se tumba a descansar, sujetando el nuevo juguete entre las patas, y lamiéndolo para sentirlo propio.

Si tengo que hacer allí algún trabajo casero, como colgar un espejo, un estante o ensamblar un armarito, viene a ayudarme. Está muy atento a todo lo que hago, me mira desde su poca altura hasta donde yo esté subido; dentro de poco le pediré que me acerque la herramienta adecuada; es muy listo y las va a distinguir enseguida. Al bajarme, apoyo el pie con cuidado en el suelo, para no pisarle, porque se cambia de sitio a cada momento para ver mejor. Le agradezco la buena voluntad que pone en su ayuda:

—Botón, ya hemos terminado este trabajo.

Ve que volvemos a las caricias, y dejamos los martillazos y el taladro, tan molestos.