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He aprendido a distinguir muchas expresiones en los ojos de los perros, gracias a Botón. Ahora los veo por la calle, y me paro hasta que encuentro su mirada; el afán por ir cerca de sus amos, superando su cansancio o forzando el paso, también está en sus ojos. Ya no me parecen todos iguales. Ponen siempre buena voluntad en lo que hacen, son amables, intentan adaptarse y agradar.

“Junio, aquí estás, como un perro

cálido de suaves ojos”

Dice Antonio Gamoneda, al comenzar un poema.

Botón entró, una vez como tantas, en un macizo de plantas de la plaza, más altas que él, y permaneció allí un rato no muy largo. Pero al salir por los aros de hierro que lo delimitan, lo hizo por un agujero distinto, y se desorientó al no vernos. Creyó que nos habíamos ido y le habíamos dejado solo. Abrió los ojos aterrado, miraba alrededor buscándonos, y echó a correr sin saber dónde, hasta que le llamamos. Vino muy alterado, jadeando.

—Pero Botón, que estamos aquí.

No olvido su expresión de pánico y de desamparo, la misma que ponemos los humanos cuando se nos viene el mundo encima, cuando nos quedamos solos porque nos han abandonado.

Si hay fiestas en el barrio, y tiran cohetes o hay fuegos artificiales, también tiene miedo. Se pega a las fachadas de la acera por la que vamos, hasta pararse sin gana de andar, sobrecogido por las explosiones. No las entiende (y yo tampoco). ¿Dónde está la gracia de esos ruidos tan fuertes, secos, arrítmicos? ¿Qué puede celebrarse así? Son lo primitivo y brutal. Ni siquiera las vistosas chispas de colores, que forman figuras geométricas en el cielo, compensan del estruendo.

—Botón, pequeñín, no te asustes, nos vamos a casa.