En mi casa, lleva una vida muy tranquila. Hacemos las salidas a la calle puntualmente, tres al día, pero el resto del tiempo anda por los cuartos, curioseándolo todo. Se tumba cerca para dormitar, con un sueño tan ligero que, con cualquier movimiento mío o con el sonido de una hoja de papel, se despierta, se pone de pie como un resorte, y me mira. Al momento vuelve a tumbarse, tras haber comprobado que todo está en orden.
O se viene a mi butaca y levanta sus bracitos para que le aúpe:
—Ven conmigo, pequeñajete.
Le cojo en el aire y me lo pongo encima. Está a gusto formando una bola peluda.
Le hago caricias suaves, largas, espaciadas, simétricas, hasta que cierra los ojos complacido y se duerme un buen rato.
—Botón, qué buena siestecita. Hasta has roncado un poco.
Si mira al suelo entre mis rodillas, es que ya quiere bajarse.
Mientras me afeito en el cuarto de baño, va a buscar su pelotita. Siempre hace lo mismo: la trae, se asoma a la bañera vacía y la suelta dentro. Le divierte verla rodar sin control hasta que se para. Permanece quieto, observándola.
—Botón, ¿has tirado tu pelotita?
Él espera, porque sabe que la cogeré y se la echaré al pasillo. Va a buscarla con prisa, y la trae para volverla a soltar en la bañera. Y así sucesivamente, juega sin cansarse. Si tarda en traerla, es que no la encuentra o no puede alcanzarla. Le veo mirar debajo de los muebles. Se tumba en el suelo y alarga una pata debajo del armario, hasta tocarla. Si logra moverla y que ruede fuera, la coge con la boca. Me enorgullezco de lo inteligente que es.
—Muy bien, Botonete.