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Ese día hacía un viento muy fuerte en la playa. Era frecuente tanto viento en El Algarve, sobre todo en la costa oeste, desde Lagos al Cabo de San Vicente. Volaban las sombrillas arrancadas del suelo, dando vueltas, abiertas, hasta llegar al agua. Y algunas se perdían mar adentro. Había que sujetarlas con cuerdas, cuyo extremo tenso se ataba a las piedras mayores del suelo.

Un hombre joven estaba tumbado con su perro, cuando el viento le arrebató la sombrilla. Se levantó deprisa y corrió a alcanzarla. El perrito también se levantó sobresaltado y se quedó esperándole en la toalla. El hombre volvía ya con la sombrilla al hombro, pero sin cerrarla, de manera que el viento no le dejaba avanzar, más bien retrocedía, sin poder llegar a su sitio. El perro empezó a ladrar, como advirtiéndole que cerrase la sombrilla, y el hombre no le hacía caso y seguía forcejeando contra el aire, penosamente, hasta que consiguió llegar. Una vez en su sitio, trataba de volver a clavarla en la arena, toda entera y abierta. El perro ladraba cada vez más fuerte, muy alterado e impaciente. Decía:

—Pero ciérrala y clava primero la mitad de abajo, como hacemos todas las mañanas.

Luchaba con ímpetu, de modo que la punta metálica afilada iba acercándose al suelo junto al perro, que seguía ladrando sin apartarse, y pensaba:

—Como amaine el viento de pronto, con la fuerza que está haciendo este hombre, va a salir disparado hacia delante y me va a atravesar con la varilla de la sombrilla. Debo ladrar un poco más lejos.

Y se alejaba un poco.

Mirábamos la escena divertidos, al ver que el perro era más inteligente que su amo.

Don Fidelino de Figueiredo también miraba, interrumpiendo la lectura de su periódico.