Cuando yo era pequeño, los perros me daban miedo, pensaba que iban a morderme, como si no tuviesen otras cosas que hacer. De niño, corrí angustiado delante de uno que me persiguió un rato, sólo para jugar; oía su jadeo detrás, y me producía pánico que me atrapase. Era de escaso tamaño, pero corría más que yo. Hubiera podido alcanzarme y morderme, y no lo hizo. Aun así, les seguí teniendo miedo. De mayor, he cambiado, y es frecuente que me agache en la calle a acariciar a alguno y a charlar un rato con él. Quiero recuperar su amistad, siento haber pasado gran parte de mi vida lejos de ellos. El pequeño Botón me ha introducido en ese mundo nuevo.
En uno de sus muchos libros, tan divertidos, cuenta Wenceslao Fernández Flórez su visita a un refugio para acogida de animales abandonados:
“Cuando me invitaron a visitarlo fui alegremente, llevando conmigo al periodista portugués señor Ferreira (...). Apenas llamé, un coro atronador de furiosos ladridos anunció mi presencia. El señor Ferreira me abandonó con prisa mal disimulada y con todos los síntomas de querer encerrarse en el taxi.
—¿Están sueltos? — inquirió, con un pie en el estribo.
—No lo creo –afirmé con repentino sobresalto. Por si acaso, hágame el favor de no cerrar la portezuela.
Porque yo –ya he dicho– amo a los perros, pero tengo, asimismo, una acendrada pasión por mis pantorrillas (...). Ya acudía a recibirnos la señora a quién debíamos la invitación. Guiados por ella, pasamos a un patio en el que varios pequeños pabellones guardan a los canes. Los ladridos aumentaban en violencia y en número.
—Tenemos ahora –nos explicó la dama– diecinueve perros y cinco gatos recogidos. En alguna ocasión hubo más de cuarenta. Este local no es suficiente, pero necesitaríamos más dinero para dar mayor amplitud a nuestra obra (...). Voy a mostrarles a nuestros acogidos.
(...) Un chucho pequeño y delgado, arreció en su hostilidad. Tirante la cuerda, incorporado sobre las patas de atrás, enrojecidos los ojos, producía diez ladridos por segundo y estimulaba visiblemente a sus compañeros a que perseverasen en el escándalo.
—¡Calla, Pintado! –ordenaba frecuentemente la dama.
(...)
—¡Ese Pintado...! – exclamó la señora–. Ha roto la cuerda.
Aún no había acabado de pronunciar estas palabras y ya estaba yo colocado detrás del señor Ferreira. No dudo que el señor Ferreira hubiese deseado una posición parecida, pero se limitó a dirigir una mirada angustiosa al árbol más próximo. Entonces fue cuando Pintado consiguió abrir la puerta y salió apocalíptico y tonante contra nosotros.
—¡Fuxe! –le gritó el señor Ferreira, olvidándose súbitamente del castellano.
—¡Fuxe!–repetí yo con mi mejor acento gallego.
El perro avanzaba.
—¡Serenidad, querido Ferreira! –supliqué temiendo que, si escapaba, me dejase al descubierto–. ¡Serenidad!
La señora corría detrás del perro, intentando en vano coger la cuerda que arrastraba.
—No hay cuidado – nos advirtió–; no muerde.
— Ya lo oye usted: no muerde –insistí, sujetando a mi amigo por un brazo, y, bien seguro, a pesar de todo, de que el perro mordía.
—¡Claro que no muerde!–coreó el señor Ferreira, completamente convencido de que pronto se vería el color de su sangre–. Pero, dígame, al menos:¿está rabioso?
Nuestra amable guía apresó en este punto al can. Entonces yo salí heroicamente de detrás de mi buen camarada. Nos reímos un poco nerviosamente.
—¡Qué genio tiene ese gozquecillo, eh! –comentó con tono de superioridad el señor Ferreira.
—Sí –concedí con aire de desdén–; no está mal de bravura para sus años.
Comprobamos con el rabillo del ojo si había quedado bien cerrada la puerta tras el feroz Pintado. Cuando la señora regresó, inquirimos:
—¿No la muerden a usted?
—Alguna vez –respondió sonriendo–, antes de conocernos... suele ocurrir...”