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En un capítulo anterior, incluí un poema que Vicente Aleixandre escribió sobre el mar. Otro poeta, Carlos Bousoño, cuenta algo sobre los perros de Aleixandre:

“Vicente Aleixandre tuvo tres perros en su vida, y a los tres los llamó con el mismo nombre: Sirio. Sirio I, Sirio II y Sirio III. A Sirio I, el propio Aleixandre le escribió un poema, por cierto uno de los mejores suyos, a mi entender. Sirio II fue favorecido, a su vez, por otro excelente poema, éste de Claudio Rodríguez. Yo canté, finalmente, a Sirio III, pese al temor que me inspiraba tener tan insignes antecedentes. Mi pieza se denomina “Perro ladrador”, pues Sirio III lo era. De estirpe plebeya y callejeril, a diferencia de los otros dos Sirios anteriores (el primero de ellos pertenecía a la estirpe de los braco azul de Auvernia), el Sirio que me tocó en suerte lucía pelo negro y no resultaba excesivamente bello, aunque yo le quería mucho porque era muy cariñoso; le quería, y al mismo tiempo me resultaba insoportable, pues cuando estábamos charlando en el jardín de Aleixandre (que todos los poetas conocen), debajo de un cedro o de una acacia que allí hay, el perro, en cuanto veía moverse la sombra de un pájaro o de una rama, empezaba a ladrar y no dejaba hablar a nadie. A veces pienso si no serían las sombras, sino otra cosa, lo que le incitaba. Tal vez le molestasen las conversaciones sobre poesía, pues se ponía especialmente frenético en cuanto se iniciaban”.

Última parte del poema “Perro ladrador”:

“Pero otras veces, sin saber yo cómo

te me quedas mirando con tus ojos

cariñosos, atentos

a un regresar de algo que no llega, y de pronto

me aúllas, aúllas a mi vida, al enorme vivir que [de mí esperas,

río que fluye y no da lo que pides, lo que sin duda [necesitas

ver venir desde lejos

para mí, junto a ti.

Ladras desesperadamente a las cuatro esquinas,

a las cuatro estaciones,

a la luz, a la sombra, a la distancia,

ladras contra los árboles

del río, contra la peña gris y el remolino

que hacen allí las aguas,

las dulces aguas grises de tu amo,

el turbio y peligroso gris del hombre.

Y vuelves a ladrar contra la realidad entera de [esas aguas,

acaso desbordadas, siempre inciertas,

pantanosas tal vez, oscuras, tenebrosas.

Ladras interminable

y te parece que el riesgo se disipa

si cubres incansable con tus ladridos protectores

el firmamento entero, el total mundo,

sin que ningún resquicio abra al silencio

peligroso una entrada

sutil,

por donde pase,

con delicadeza,

el puro hilo,

el soplo imperceptible de lo que no se nombra”.