Ese perro pequeño, que va en la proa de la lancha, sabe mantener el equilibrio; parece habituado a navegar a diario por Venecia, donde lo vi acercarse una mañana. Hay en esta ciudad muchos animales, tanto en la calle como en pinturas o esculturas: perros, gatos, representaciones muy repetidas de leones (el león, símbolo de San Marcos, patrón de Venecia), palomas, gaviotas, peces, caballos...
Que la motora iba rápida, se notaba en el agua que levantaba el casco (“el empellón del agua en las amuras”, como dice en el poema José Manuel Caballero Bonald). El perrito estaba firme, erguido, mirando la otra orilla con sus pelos al viento; le divertía atravesar a menudo la laguna junto a su amo, que conduce la barca para transportar mercancías; barca cuidada y muy pintada, con sus correspondientes cabos y sus neumáticos protectores.
“Siento pasar los barcos por dentro
de la noche. Vienen de un taciturno
distrito del invierno y van a otra interina
estación de argonautas,
esas rutas
quiméricas que rondan
los fascinantes puertos de la imaginación.
Invisibles a veces, surcan
las cóncavas comarcas de la niebla,
pertenecen a un mundo despoblado,
a alguna procelosa tradición
de vidrieras marchitas, se parecen
a la emoción que queda detrás de algunos sueños.
Llega hasta aquí el empuje
respiratorio de las máquinas, el empellón
del agua en las amuras,
y a veces
una sirena desenrosca
la disonante cinta de su melancolía
por los opacos círculos del aire.
La cifra de esos barcos es la mía.
Con ellos cada noche se va también mi alma”.