Los perritos que acompañan a los mendigos no llevan collar y correa, sino una simple cuerda. A veces, ni siquiera llevan cuerda. Duermen con ellos sobre cartones en la calle, y su alimentación diaria depende del azar. Veo revolver a mendigos en las sobras de un supermercado, buscan entre los productos envasados pasados de fecha, y entre las frutas blandas, feas para exponerlas en las cajas, a punto ya de deshacerse. El perro espera o colabora en la pesquisa, contento de esa pequeña abundancia del final de la tarde. Anda junto a un amo cargado con bolsas, confiando en alguien sin ninguna posibilidad de mejorar.
Son perritos sucios y canijos, fieles como todos, buenos conocedores de la música del acordeón en el que están subidos, tangos de nuestro acabado “tiempo viejo, caravana fugitiva, ¿dónde estás?”, sonando en el rincón de una plaza de una pequeña ciudad costera. Perros que ayudan al acordeonista con el vasito de plástico para las limosnas, las escasas monedas que les damos por sus canciones tristes.