CAPÍTULO 2

Las calles eran un caos, un desorden absoluto similar a unos dados que alguien hubiera agitado y desparramado por la zona.

Pero esa no era la parte que daba miedo. La parte que daba miedo era lo normal que parecía todo, como si el mundo se hubiera estado arqueando hacia ese momento desde el día en que su rocosa superficie se enfrió por primera vez y los océanos dejaron de bullir. Los restos de los barrios periféricos estaban hechos escombros. Había edificios y hogares con las ventanas rotas y la pintura descascarillada; basura por todas partes, esparcida como los pedazos de un cielo hecho añicos; vehículos de todo tipo, abollados, sucios; árboles y vegetación creciendo en lugares no destinados para ellos. Y lo peor de todo eran los raros que deambulaban por las calles, los jardines y los patios como comerciantes que estuvieran a punto de empezar un enorme mercadillo navideño: ¡TODOS LOS ARTÍCULOS A MITAD DE PRECIO!

La vieja lesión de Newt estaba molestándolo, le hacía cojear más de lo habitual. Fue tambaleándose hasta la esquina de una calle y se sentó con dificultad, apoyado contra un poste caído cuyo propósito original ya sería para siempre un misterio. En un extraño y azaroso giro de los acontecimientos, las palabras «mercadillo navideño» habían removido algo en su interior. No entendía muy bien por qué. Aunque hacía mucho tiempo que le habían borrado la memoria, siempre había notado algo extraño. Él y los demás recordaban innumerables cosas que nunca habían visto ni experimentado: aviones, el fútbol, reyes y reinas, la tele… El Golpe había sido como una máquina minúscula que se había abierto camino por sus cerebros y había cortado recuerdos específicos que los convertían en quienes eran.

Pero, por alguna razón, ese mercadillo navideño —ese raro pensamiento que se había colado en sus reflexiones sobre las escenas apocalípticas que le rodeaban— era diferente. No era una reliquia del viejo mundo que conociese por una mera asociación de ideas o información general. No. Era…

«Maldita sea», pensó. Era un recuerdo real.

Miró a su alrededor mientras intentaba procesarlo. Vio a raros en distintas fases arrastrando los pies por las calles, los aparcamientos y los patios atestados. Suponía que aquellas personas estaban infectadas, todas y cada una de ellas con independencia de sus actos o movimientos; de lo contrario, ¿por qué iban a estar fuera, ahí en medio? Algunos tenían conciencia y se movían con normalidad, como él todavía, en las primeras fases de la enfermedad y con la mente casi intacta. Había una familia acurrucada, todos juntos en el césped seco, comiendo lo que habían encontrado en la basura. La madre sostenía una escopeta para protegerse. Había una mujer apoyada en una pared de cemento, de brazos cruzados y llorando… Sus ojos revelaban la desesperación de sus circunstancias, pero no reflejaban locura, aún no. Varios grupos pequeños de personas hablaban en susurros mientras contemplaban el caos que los rodeaba, probablemente tratando de idear algún plan para una vida que ya no ofrecía planes deseables.

Otros de la zona aparentaban estar entre la primera y la última fase de la enfermedad: se comportaban de manera imprevisible y se mostraban enfadados, indecisos, tristes. Vio a un hombre cruzar una intersección con su joven hija detrás, de la mano, como si fueran al parque o a comprar caramelos. Pero se detuvo en mitad de la calle, le soltó la mano a la niña, la miró como si no la conociera, soltó un gemido y se echó a llorar como si él mismo fuese un niño. Newt vio a una mujer comiéndose un plátano —¿de dónde había sacado un puñetero plátano?— que se paró de pronto, lo tiró al suelo y empezó a pisotearlo con ambos pies como si acabara de descubrir una rata mordiendo a su bebé en el cochecito volcado.

Y luego también estaban, por supuesto, los que sin duda habían traspasado desde hacía tiempo el Ido, esa línea que separaba a los humanos de los animales, a las personas de las bestias. Una chica, que no tendría más de quince o dieciséis años, estaba tumbada en mitad de la carretera más cercana balbuceando incoherencias, mordiéndose los dedos con la suficiente fuerza como para que le goteara sangre en la cara. Soltaba una risita cada vez que lo hacía. No muy lejos de ella, había un hombre agachado junto a lo que parecía un trozo de pollo crudo, pálido y rosa. No se lo comió, aún no, pero movía los ojos a izquierda y derecha, arriba y abajo, carente de cordura y dispuesto a atacar a cualquier idiota que se atreviera a quitarle la carne. Un poco más abajo en la misma calle, unos cuantos raros se peleaban como una manada de lobos, mordiendo, arañando y desgarrando como si los hubieran echado a un coliseo de gladiadores y sólo pudiera salir uno con vida.

Newt bajó la vista y se dejó caer en el pavimento. Se quitó la mochila de los hombros y, al sostenerla en los brazos, notó el borde afilado del lanzagranadas que se había llevado de las armas que Jorge tenía guardadas en el iceberg. No sabía cuánto duraría sin energía el aparato que disparaba proyectiles eléctricos, pero se figuró que no le vendría mal contar con él. La navaja la tenía en el bolsillo de los vaqueros, plegada y lo bastante sólida, por si alguna vez tenía que usarla en un combate cuerpo a cuerpo.

Pero esa era la cuestión. Como había pensado antes, todo lo que veía a su alrededor se había convertido de algún modo en la «nueva normalidad» y, por más que lo intentaba, no acertaba a comprender por qué no estaba aterrado. No tenía miedo ni inquietud ni angustia, ni el deseo innato de correr, correr, correr. ¿Cuántas veces se había topado con los raros desde que habían escapado del laberinto? ¿Cuántas veces casi había mojado los pantalones por puro terror? Quizá se debía al hecho de que ahora era uno de ellos, de que rápidamente descendía a su nivel de locura, que mantenía a raya el miedo. O quizás era la locura en sí misma, que destruía sus instintos más humanos.

Y ¿qué era eso del mercadillo navideño? ¿Acaso el Destello estaba liberándolo del Golpe al que CRUEL le había sometido? ¿Sería ese el billete a su viaje final más allá del Ido? Ya sentía la mayor desesperación que había experimentado en su vida al abandonar a sus amigos para siempre. Si los recuerdos de su vida anterior, de su familia, empezaban a invadirle sin piedad, no sabía cómo podría tomárselo.

Por suerte, el estruendo de los motores le sacó finalmente de aquellos pensamientos cada vez más deprimentes. Tres furgonetas habían doblado la esquina de una calle que salía de la ciudad, aunque llamarlas furgonetas era como llamar gato a un tigre. Eran enormes, de unos catorce o quince metros de largo y la mitad de alto y ancho; estaban totalmente blindadas, con las ventanas tintadas de negro y protegidas de ataques mediante barras de acero. Ya sólo los neumáticos eran más altos que el propio Newt, que se quedó mirándolas fijamente mientras se preguntaba, asombrado, qué iba a presenciar de primera mano.

Sonó un bocinazo de los tres vehículos al mismo tiempo, un ruido ensordecedor que le agitó los tímpanos. Era el mismo que había oído dentro del iceberg. Algunos de los raros a su alrededor corrieron al ver los monstruos sobre ruedas, todavía lo bastante inteligentes para saber que el peligro se acercaba por el horizonte. Pero la mayoría no se daba cuenta y se quedaba mirando igual que él, tan curiosos como un bebé recién nacido al ver luces y oír voces por primera vez. Newt tenía la ventaja de la distancia y muchas hordas entre él y los que acababan de llegar. Sintiéndose seguro en el lugar menos seguro posible, Newt observó cómo se desarrollaban los acontecimientos; aunque sí abrió la cremallera de la mochila y colocó una mano sobre la fría superficie metálica del lanzagranadas robado.

Las furgonetas pararon y el demoledor ruido de sus bocinas cesó como un eco destrozado. Hombres y mujeres salieron en tropel de las cabinas, vestidos de negro y gris, algunos con unas camisas rojas sobre el torso, con el pecho protegido y la cabeza cubierta por un casco tan brillante como un cristal oscuro. Todos ellos alzaban armas de mango largo que hacían que, en comparación, el lanzagranadas de Newt pareciera una pistola de juguete, y al menos doce de los soldados se pusieron a disparar indiscriminadamente, apuntando a cualquiera que se moviese. Newt no sabía nada de las armas que usaban, pero de los cañones salía una luz con un sonido que le recordaba a Fritanga cuando golpeaba con un palo un trozo combado de metal, que habían encontrado por algún rincón del Claro, para avisar a la gente de que su último banquete estaba listo para ser devorado.

No iban a matar a los raros. Sólo a aturdirlos, a provocarles una parálisis temporal. Muchos aún gritaban o soltaban quejidos tras caer al suelo, y continuaban haciéndolo mientras los soldados los arrastraban con la menor delicadeza posible hacia las enormes puertas en la parte trasera de los vehículos. Alguien las había abierto mientras Newt observaba el ataque, y al otro lado de las puertas había una celda cavernosa para los cautivos. Los soldados debían de haber comido un montón de carne y bebido un montón de leche, pues levantaban los cuerpos inertes y los lanzaban dentro de la oscuridad como si no fueran más que balas de heno.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Newt oyó una voz, un tenso rasgueo de palabras, justo en su oído y soltó un chillido tan fuerte que supo que los soldados dejarían todo lo que estuvieran haciendo para ir a por él. Se dio la vuelta y vio a una mujer agachada a su lado, protegida por el poste caído, con un niño pequeño en brazos. Un niño de unos tres años.

Le había dado un vuelco el corazón al oír la voz. Era la primera vez que se asustaba desde que había ido al exterior, a pesar de todos los horrores que se producían a su alrededor. No le salieron las palabras para responder.

—Tienes que correr —insistió ella—. Hoy están haciendo un barrido de toda la maldita zona. ¿Te has quedado dormido o qué?

Newt negó con la cabeza, preguntándose por qué aquella señora se molestaba en decirle nada si tan importante creía que era salir de allí. Intentó pronunciar palabra, pero estaba sumido en ese aturdimiento que se apoderaba de él últimamente.

—¿Adónde los llevan? Creo que he visto un sitio desde el ice… Bueno, he oído hablar de un sitio donde tienen a los raros. Donde viven los raros. ¿Los llevan allí?

Ella gritó para que se la oyera por encima del alboroto:

—Quizá. Probablemente. Lo llaman el Palacio de los Raros. —La mujer tenía el pelo oscuro, la piel oscura y los ojos oscuros. Parecía tan brusca como Newt se sentía, pero al menos esos ojos mostraban cordura con una pizca de amabilidad añadida. El niño estaba más asustado que cualquier otra persona que él hubiera visto: cerraba los ojos con fuerza y rodeaba el cuello de su madre con los brazos como si fueran barras retorcidas de acero—. Por lo visto, hay personas inmunes al Destello. —Newt sintió que se enfurecía al oír la palabra «inmune», se puso de los nervios, pero guardó silencio mientras la mujer continuaba hablando—. Son lo bastante amables o lo bastante estúpidas, o simplemente cobran un montón de dinero de mierda por cuidarlos de alguna forma en el Palacio hasta que… ya sabes. Ya no se les puede cuidar más. Aunque he oído que ese sitio se está llenando y tal vez abandonen la idea. No me sorprendería lo más mínimo que esta redada terminase en las fosas del Destello.

Dijo las dos últimas palabras como si fuera algo que tuviera que conocer alguien con al menos la mitad del cerebro, una imagen que parecía apropiada para aquel nuevo mundo.

—¿Las fosas del Destello? —preguntó.

—¿Qué crees que es ese humo constante que sale en la parte este de la ciudad? —Su respuesta lo decía todo, aunque Newt no había advertido tal cosa—. Bueno, ¿vienes con nosotros o no?

—Voy con vosotros —contestó, pronunciando cada palabra sin pararse a pensar.

—Bien. El resto de la familia ha muerto y me vendrá bien ayuda.

Pese a la impresión que producían aquellas palabras, reconoció el motivo interesado por el que la mujer se había acercado a él; de lo contrario, habría sospechado que era una trampa. Iba a hacer una pregunta —no sabía aún exactamente qué, algo sobre quiénes eran y adónde iban—, pero ella ya se había dado la vuelta y se alejaba corriendo de donde los soldados todavía lanzaban cuerpos inmóviles con vida al interior de las furgonetas. Los lamentos y gritos de angustia se asemejaban a un campo lleno de niños moribundos.

Newt se cargó la mochila a los hombros, se ciñó las correas y notó cómo se le clavaba el lanzagranadas en la columna vertebral. Después emprendió la marcha tras su nueva amiga y el pequeño que llevaba aferrado al pecho.