Asterix, el encargado
Para Alejandro Lingenti
Teníamos un gato al que llamábamos Carlitos Carlitosh.
RODOLFO HINOSTROZA
Voy a contar cómo tuve mi único satori. Estaba en la casa de mi amigo Quique Fogwill, un publicista aficionado a la literatura. Era un día de semana cualquiera de un verano tardío. En pleno otoño las ventanas abiertas, la humedad al mango. Fogwill y yo en mangas de camisa, ojotas, sandalias. Tomábamos té frío. Si un fisgón nos hubiera espiado desde el balcón de enfrente, podría haber creído que tomábamos whisky, ya que el líquido estaba servido en vasos de vidrio gordos y enanos.
Fiel a su costumbre, Quique me recomendaba las lecturas de cabecera de los últimos meses. En medio de ese pajar de autores sobresalió uno que se encontraba en el podio de su gusto, al menos esa semana. Cuando me pasó el libro y me susurró una breve reseña, se enruló con el dedo índice los pelos enmarañados. Este gesto, tan propio de él, significaba que el autor lo había perturbado: Austerlitz, de un tal Sebald, novelista alemán.
Me lo llevé a casa, prestado, en una edición española. Lo empecé a leer y, a las cuarenta páginas, me demolió. Lo confieso. Era otro libro de un alemán hiperculto que se encuentra con un tal Austerlitz que es más culto aún que él. No puede pasar una mosca sin que este Austerlitz la rodee de todo el pensamiento occidental. Y, para colmo, Austerlitz se parece físicamente ¡a Wittgenstein! ¡Los novelistas en lengua alemana están enamorados de la leyenda de Ludwig! El sobrino de Wittgenstein, el primo de Wittgenstein, el cuñado de Wittgenstein, etcétera... Así que dejé el libro humeando sobre la mesa. Los ojos me ardían como si fueran dos velas en las últimas. Me serví un whisky. Y de golpe, como le pasa a Kevin Costner en «El campo de los sueños», empecé a escuchar una voz que repiqueteaba en mi cabeza: primero decía, claramente, ¡Austerlitz!, ¡Austerlitz!, pero después iba declinando a ¡Asterix!, ¡Asterix!... Era una voz familiar, pero no lograba identificarla... me serví otro whisky. Asterix, claro. El portero del edificio amarillo donde viví a lo largo de tres años cuando empezaba mi dorada veintena... Una historia complicada, con dos asesinatos...
Les voy a contar la historia de Asterix, el encargado del edificio amarillo y de cómo tuve satori.
El verdadero nombre de Asterix era Rodolfo, pero todos lo llamábamos como el galo del cómic francés porque se le parecía mucho. Había nacido en Entre Ríos, de padre alemán, del cual había heredado su piel rosada y los pelos amarillos que le crecían, largos y desprolijos, contrastando con la incipiente calvicie que le coronaba la testa. De su madre, una entrerriana enteca y, según su recuerdo, nerviosa mujer, le había tocado la baja estatura, la panza prominente y las piernas chuecas. A diferencia de Austerlitz, Asterix no había estudiado nada, reflexionaba muy poco (o lo hacía mucho pero no lo contaba) y sólo soltaba unos pequeños monólogos que se solían alargar si estaba bajo los efectos etílicos de la cerveza, bebida que ingería, en sus ratos libres, en cantidad. Por lo demás, su vida era tan simple como la vestimenta que usaba: camisa y pantalón de trabajo Grafa azules, botas náuticas amarillas para baldear la vereda y, en invierno, una campera de cuero negra que le había quedado de un anterior trabajo en una estación de servicio de la avenida Nazca. Le gustaba ir a las veladas de boxeo —lo acompañé a una pelea entre dos paraguayos en el club Yupanqui— o a gastar la noche que tenía libre en los bailes de Constitución. Vivía en un pequeño cuartucho que le tocaba por ser el encargado del edificio. Un rectángulo con una cocinita kitchenet, iluminado por una bombita pelada. El único lujo con el que contaba era un ventanal que daba a un patio interno. Asterix casi nunca lo usaba, ya que siempre estaba lleno de basura que los inquilinos arrojaban sin darle importancia: paquetes de cigarrillos, preservativos, a veces hasta algún corpiño. En una repisa pequeña que estaba contra una de las paredes, guardaba latas de comida, yerba, azúcar y, como si fuera una biblioteca improvisada, dos libros de poemas que yo había publicado y que él me había pedido como un cumplido. Estaban insertados entre las lentejas y el café. Esos delgados volúmenes, más una instantánea donde nos abrazábamos en la vereda del edificio, llevó a la Policía a golpearme la puerta.
Asterix se había ganado la titularidad de la portería después de una pelea palmo a palmo contra Ray Ban, el anterior super encargado. Llamado así por llevar siempre esos típicos lentes oscuros de policía, los cuales combinaba con un jopo tupido y engominado que brillaba al sol. Ray Ban se acostaba con varias de las mujeres casadas del edificio amarillo. Y fue este vicio, más su haraganería crónica, lo que terminó por dejarlo en la calle después de una tumultuosa reunión de consorcio presidida por el señor Crusciani; uno de los grandes alces producidos por las inquietudes sexuales de Ray Ban.
Asterix, hasta el día del juicio final a Ray Ban, era su ayudante, y en las vacaciones, su virtual suplente. Los quince días de verano en que Ray Ban se las tomaba, Asterix no dejaba pasar su oportunidad. Silencioso y trabajador como una hormiga, se preocupaba por que todo estuviera funcionando a la perfección: los ascensores aceitados, el hall de la entrada refulgiendo de limpieza. Cualquier desperfecto menor en los departamentos era solucionado al instante por él. Las mujeres se la pasaban elogiándolo. Si este muchacho hubiera estudiado sería Einstein, decía la Cuca del segundo «A» después de que Asterix le recuperara el lavarropas que boqueaba aceite.
Ahora les tengo que hablar de mí. De cómo llegué al edificio amarillo y esas cosas. Yo tenía 22 o 23 años y también me hallaba en lo más profundo del hecho consumado. En una fiesta donde se presentaba una revista de poesía, conocí a una chica que me intrigó rápidamente porque estaba dormida en un sillón en el medio de un gran estrépito general. La chica parecía una Pizarnik de bolsillo. Toda vestida de negro, con zapatones inmensos similares a esos teléfonos viejos de Entel. En un escenario improvisado, Rodolfo Lamadrid, el crédito local, recitaba sus poemas con el tono de un presentador de boxeo. La gente aplaudía y se reía a rabiar porque los poemas eran muy graciosos. Después empezó a tocar una banda heavy. Pero la bella durmiente ni se inmutó. ¿Por dónde andarás?, me pregunté, y como si este pensamiento me activara un resorte, agarré un volante que habían estado repartiendo unos melenudos y en el dorso escribí «Basta que miremos demasiado fijo una cosa, para que empiece a resultarnos interesante» y le agregué el teléfono de la casa de mis viejos. La cita era del enfermo de Flaubert y la elegí porque no era del todo elogiosa. Hice un sobre con el papel y, despacio, me acerqué hasta ella y se lo puse entre el brazo derecho y el estómago. Ni se mosqueó. Una semana después, mi hermano me despertó y me pasó el teléfono. Soy la cosa, me dijo una voz ronca. Empezamos a salir. Y yo terminé viviendo en el departamento de un ambiente que ella alquilaba en la calle Yerbal, frente a las vías por donde pasa el tren del Oeste. Era el edificio amarillo. Me acuerdo de que Ray Ban me miraba desconfiado la tarde en que yo entraba mis pocas pertenencias. Creo que nunca en mi vida he estado tan cerca de vivir de acuerdo a lo que los japoneses llaman Wabi. Es decir, pobreza elegida: sólo una mochila con mi ropa, unos libros y unos discos.
La chica en cuestión se llamaba Susana Marcela Corrado. Y toda su estrategia vital estaba puesta en aniquilar la larga trivialidad de su nombre. Su pelo cortado en flecos, a lo punk, a veces estaba teñido de un rojo sanguíneo. Así como otros toman café, fuman o comen caramelos, ella chupaba, a cucharadas, pasta dental. A veces, cuando la besaba, me ardía la lengua. Una noche terminé en la guardia de Santa Lucía porque me lamió un ojo y me lo dejó irritado. También era aficionada a la marihuana.
Susi trabajaba con su amigo Nick —cuyo nombre real era Juan Salvador— en una peluquería que éste había heredado de su padre en una galería de Palermo Viejo. A la galería iba gente moderna a hacerse cortes extravagantes en el local de Susi, a tatuarse en el local del gordo Arizona o a comprar discos en la mini disquería de Salomón. Susi y Nick habían sido algo así como novios en la ya remota secundaria y ahora se propagandeaban como «los mejores amigos del mundo».
El departamento bonsai del edificio amarillo donde vivíamos con Susi era un ambiente rectangular, con cocina, baño y lavadero. Teníamos un colchón en el piso, apoyado sobre esterillas que Susi había comprado en la feria de El Tigre, una mesa de vidrio apoyada sobre caballetes arriba de la cual caía una lámpara de techo, un televisor que guardábamos en el ropero cuando no lo usábamos. Y un gato.
El gato merece unas breves palabras.
La gata que tenía un ex novio de Susi tuvo familia. Unos seis o siete gatitos. De todos ellos, quién sabe por qué, había uno que ella no alimentaba. Era raro, porque parecía sano. Las gatas dejan de alimentar, en su costumbre espartana, a los que tienen problemas para vivir. Pero este gatito parecía tener una maldición que sólo su madre veía. La cosa es que Susi se lo pidió a su novio y se lo llevó con ella. Y dándole inyecciones lo convirtió en ese cabezón blanco y gris, peludo, que se paseaba por el monoambiente. Tal vez fue ese abandono materno lo que lo convirtió en un gato agresivo. No le gustaba la gente extraña y había intentado atacar a varios amigos nuestros. Pero con nosotros era otra cosa. Solía dormir apoyado sobre mi pecho, ronroneando, mientras yo leía tirado en la cama. Como yo no hacía nada, y el gato tampoco, nos hicimos íntimos amigos.
Y ahora que pasó el tiempo y lo pienso bien, él cumplía una función metabolizadora en nuestra pareja. Como la de esos tomates de plástico que contienen un carbón para que se le adhieran todos los olores de la heladera.
La semana en que estuvo perdido —esos días en que este suceso inició mi amistad con Asterix— nuestra pareja anduvo al garete, rumbo al témpano.
Lo cierto es que una noche abro la puerta del departamento y me encuentro con el gato, con los ojos desorbitados, arañando el aire y rugiendo parado sobre la mesa de vidrio, bajo el cono de luz de la lámpara. A un costado, Susi, con la cara desencajada y una frazada en las manos. ¿Qué pasa?, le digo. El gato está en celo y se volvió loco, me quiso atacar, me dice. Lo rodeamos. Yo trato de calmarlo pero no me reconoce. Ruge más fuerte y se pone en clara posición de ataque. Se ve musculoso bajo la lámpara. Es el karate cat. Entonces Susi consigue tirarle la frazada y cae el telón sobre nuestro nervioso amigo. Lo sujetamos como podemos y lo llevamos al veterinario metido en un canasto. El veterinario es un tipo joven, amable. Le da una inyección y el gato palma. Los gatos tienen celos muy fuertes, chicos, nos dice. Y aconseja que lo castremos. Porque puede ser peligroso, los puede atacar en cualquier momento mientras le dure el celo. Y tampoco es cuestión de estar dopándolo todo el tiempo. Pero con Susi no queríamos castrarlo. Le dijimos al veterinario que lo íbamos a pensar y nos tomamos un taxi con el gato dopado en el canasto. Mientras viajábamos el animal se hizo pis y un olor poderoso se instaló en el aire. El tachero nos miraba por el espejito retrovisor. Finalmente, cuando llegamos al edificio, nos encontramos con Asterix, que por algún motivo estaba a las doce de la noche en la puerta, tomando fresco. Yo nunca había hablado hasta entonces mucho con él, salvo algunos saludos ocasionales. Pero cuando nos preguntó, con tono amigable, de dónde veníamos, le contamos la historia del celo del gato. Me acuerdo que me llamó la atención, y después se lo hice notar a Susi, que Asterix tenía dos curitas en la cara y magullones en un costado de la frente. Sin embargo, no le pregunté nada acerca de esto y sí le conté con lujo de detalles cómo hicimos para neutralizar al animal y meterlo en el canasto donde ahora dormía meado. Susi se disculpó y subió con el gato y yo me quedé un rato más fumando un cigarrillo y relajándome en la puerta. Entonces fue cuando Asterix sugirió que, para no tener que castrarlo, podíamos bajarlo al garage mientras le durara el celo y así podía salir de parranda. Sí, eso es, dijo exactamente «de parranda». Le ponemos su plato de comida en un costado del garage, para que se ubique y cuando se le pasa el celo, lo subís de nuevo, me dijo. Y me afirmó que él ya había hecho este experimento con otros gatos y que no pasaba nada, que los gatos eran independientes, no como los perros. Yo te lo miro, me dijo, vos lo bajás todas las noches, cuando se prende fuego, y por la mañana lo volvés a subir y listo, me tranquilizó. Le dije a Asterix que lo iba a pensar y seguí fumando el cigarrillo. Se produjo un silencio largo entre los dos. Y no me sentí incómodo. A veces la gente cree que se entra en confianza hablando con alguien, pero en realidad es en el silencio cuando uno se conoce realmente con otro. Tiré el cigarrillo, me despedí y antes de acostarme ya la había convencido a Susi de que lo mejor era el plan de Asterix. Antes de tener que cortarle los huevos a alguien, hay que agotar todas las posibilidades.
Y después todo pasó más rápido que un día de franco. Temprano, me despertó la voz de Asterix en el portero eléctrico. Susi estaba desmayada en la cama y balbuceaba algo que no entendí. La noche anterior habíamos empezado el experimento para combatir la calentura del gato. Me vestí a los tumbos y bajé en el ascensor con el cerebro todavía dormido. En el garage del edificio estaba Asterix hablando con un tipo que parecía muy nervioso. Detrás de ellos se abría la boca de una camioneta donde había explotado una bomba de pelos. La camioneta era del tipo, los pelos, sin dudas, del gato, que durante la noche, para buscar calor, se había metido adentro del motor. Cuando el tipo lo encendió, el gato giró en la correa, rompiéndola y rebanándose pelos y piel. Lo raro es que no había sangre. Y el gato no estaba por ningún lado. O estaba muerto y lo habían tirado a la basura y no me lo querían decir. No, no, me juró el tipo, que vivía en el octavo «B»; él había visto cómo el gato salió disparado por debajo del motor y se perdió detrás de los otros coches que estaban estacionados. Así que empezamos los tres, con Asterix y el tipo, a golpear los autos para ver si el gato se había metido en otro motor. Pero no aparecía. Recorrimos palmo a palmo el garage hasta que llegamos a la conclusión de que el gato había salido hacia la calle a través de las rejas. Los gatos se encogen y pasan sin problemas entre los fierros, me dijo Asterix. Me pareció que si el gato estaba en la calle, por primera vez, y encima con ese frío y herido, estaría desesperado. Y me embargó un poderoso terror animal.
Esa noche me puse el sobretodo y salí a buscar al gato. Hacía un frío mortal. Recorrí Yerbal mirando atentamente entre los autos. Del otro lado de unas rejas, paralelas a la calle, estaban las vías por donde pasaba el tren de carga y, un poco más allá, las del tren con pasajeros que aún sale de la estación de Once. En esos lugares suele haber gatos y linyeras. Pero como todo estaba iluminado por unas pocas luces de neón, no podía ver bien. Entre medio de las vías, había unas casillas que, imaginé, serían los depósitos del ferrocarril. Yo veía unas sombras ahí, pequeños bultos que se movían al ras del piso. Pero para estar más seguro de que se trataba de gatos tenía que saltar el alambrado y acercarme mucho. Cuando volvía de la ronda nocturna, me encontré con Asterix, que fumaba refregándose las manos y moviendo los pies para calentarse, en la puerta del edificio. Le conté lo que había hecho y que no me animé a saltar porque estaba muy oscuro. Vení, me dijo, y abrió la puerta del edificio. Lo seguí. Bajamos una pequeña escalera y abrió una puerta lateral, que daba al sótano. Había unos caños inmensos que se perdían por un pasillo. Los caños venían desde el techo, muy alto. Y se conectaban con la caldera. El piso estaba húmedo y el olor era similar al que hay en las tintorerías. Colgados de los caños y por todos lados, como si fueran la vegetación del lugar, se amontonaban trapos de piso, baldes de plástico, secadores y otros instrumentos de limpieza. Me resulta difícil describir el lugar por donde Asterix me llevaba. De golpe, los caños se acercaban a nosotros y las paredes se encogían y estábamos atravesando un túnel con el techo casi tocando nuestras cabezas. El olor se hacía más intenso y una luz poderosa latía en el final de nuestro camino. Yo veía el resplandor que formaba un aura en torno a la espalda de Asterix. Terminamos el túnel y nos encontramos con un rectángulo que parecía un depósito de objetos. Éstas son las cositas que fui apilando todos estos años, me dijo Asterix. Era como un mercado de pulgas subterráneo. Y acá hay algo que nos puede servir, dijo. Y levantó de entre un montón de hierros unos cascos que tenían una luz en la frente. Eran cascos de mineros. Andan con pilas grandes, me dijo. Lo que tienen es que gastan mucha batería, pero se defienden bien, me dijo. Y después me pasó uno. Me lo probé. Él se probó otro. Había un par más, así que nos fuimos pasando los cascos hasta que elegimos los que nos quedaban más cómodos. Asterix tomó de nuevo la delantera y recorrimos el camino de vuelta. Ahora, no sé por qué, no me resultaba tan extraño. Era sólo el sótano del edificio, donde están las calderas y el motor del ascensor que, de a ratos, pegaba su guillotinazo.
Recuerdo que me sacudió ver a través de la mirilla la figura de Ray Ban. ¿De dónde lo habían sacado? Abrí la puerta y era él, sin dudas. Con los anteojos negros, el mismo jopo engominado. Y su voz grave. Por algún motivo que no llegaba a comprender, alguien lo había rescatado de su exilio. Y ahora estaba parado a mi puerta. Hay unos tipos abajo que quieren hablar con usted, me dijo. Y me pareció que miraba por sobre mi hombro, para echar un vistazo al departamento. Así que agarré las llaves y bajé enseguida. Si dejaba la puerta abierta y me ponía una campera, Ray Ban iba a poder pasar revista de cada pedazo del departamento. En el hall del edificio me esperaban dos tipos de unos cuarenta años —o eso me pareció—. Uno estaba vestido con una campera inflable y una remera berreta. El otro tenía un traje marrón de corderoy. Me dieron la mano y me hicieron señas para que me sentara (en el hall había un escritorio y una silla comprados en un remate de oficinas). Creo que le traemos malas noticias, me dijo el de la campera. Cuando el tipo dijo estas palabras, Ray Ban abrió la puerta y salió a la calle, para dejarnos solos. Yo no entendía nada. Primero resucitaba el repudiado Ray Ban. Después aparecían estos dos tipos que, sin duda, no venían a pedirme que me postulara a una beca en Londres. No, eran canas. Usted debe estar al tanto de esto, me dijo el de campera y sacó de debajo del brazo unos diarios ajados. Cuando hablaba, largaba olor a vino. En la tapa de uno de los diarios —que yo extendí sobre el escritorio— decía en letras grandes: ESTÁ POR CAER EL DOBLE ASESINO DE BOEDO. En otra había una foto de dos mujeres. Eran fotos carnet en blanco y negro. Encima de ellas titulaba el diario: DOS VÍCTIMAS DEL ASESINO DE BOEDO QUE ESTÁ PRÓFUGO. Bueno, me dijo el de traje marrón quien tenía una voz extrañamente infantil, parece que usted era un buen amigo del doble asesino de Boedo. Y sacó de un sobre unos libros míos (los que yo le había regalado a Asterix) y una foto donde estábamos abrazados en la puerta de calle. El de la campera me preguntó: ¿Cuánto hace que no ve a Rodolfo Kalinger? Me vino a la mente la última vez que lo había visto, casi de mañana, cuando volvíamos de ese lugar infernal del Bajo Flores. Una semana atrás, dije. ¿Quién lo golpeó a usted?, me preguntó el de traje marrón. Ya había olvidado que tenía un moretón en el ojo izquierdo y un chichón en la frente y la mano recalcada. De donde había venido, la había sacado barata. Me golpeé jugando al fútbol en las canchitas de la autopista, les dije. A Rodolfo no lo veo desde hace una semana, les repetí. Lo que pasa es que me dejó mi novia y se llevó mi gato y caí en una depresión y desde entonces bajé poco a la calle porque no tengo trabajo y trato de mantenerme con la poca plata que me queda, les dije, como si se tratara de dos psicólogos y no ratis. El de traje marrón largó una sonrisa y se sentó sobre el escritorio. Cruzó sus brazos y me dijo: Rodolfo Kalinger está detenido e incomunicado en la Comisaría Décima. Se lo acusa de matar y violar a dos mujeres. Y el de campera completó la escena: acá, en su departamento, encontramos un grabador que era de las mujeres y que él les robó el día que las mató. Ahora el departamento está precintado por nosotros. Y él dice que usted es la única persona que conoce. No tiene padres ni mujer ni otros amigos. Hablamos con varios inquilinos y todos coinciden en que era una persona extraña. Venimos para avisarle que se lo va a citar a declarar y que sería bueno que se presente de inmediato, ¿entiende? Sí, les dije. Creo que soy su único amigo, les dije. ¿Usted estaba al tanto de que él salía con estas mujeres? La mente se me puso en blanco, un blanco lechoso. No, les dije, no sabía nada. Nunca lo vi con una mujer ni me habló de ninguna chica. Entonces el de campera se me acercó con su aliento a vino y, cuando esperaba una pregunta incisiva, me dijo: ¿Por acá queda una sucursal de Banchero, no? Sí, le dije, en Primera Junta. Lo miró al de traje marrón y le dijo: ¿Vamos a hacer unas porciones con un moscato? Dale, dijo el de corderoy, y, mirándome, me largó: quedamos en contacto, ¿eh? Asentí con la cabeza. El de campera agarró los diarios y con la foto y mis libros los puso en un sobre de nylon. Después le golpearon el vidrio a Ray Ban que se dio vuelta para abrirles la puerta. Antes de tomar el ascensor caminé unos pasos más hasta la puerta de Asterix. Era cierto: estaba precintada por la Policía.
El gato estuvo perdido a lo largo de una semana que se volvió interminable. Con Asterix lo fuimos a buscar por las vías del tren —saltando los alambrados que separaban los depósitos del ferrocarril de la calle e iluminados por nuestros cascos de minero— pero sólo cruzamos ratas, linyeras, gatos salvajes, un perro rengo y una pareja curtiendo. Recorrimos palmo a palmo las vías de ventilación del edificio y la zona de calderas, ya que también se podía entrar a ese lugar desde el garage. Nada. Se lo había tragado la tierra. El veterinario me dijo que, posiblemente, cuando se le pasara el celo iba a volver al garage, que esperáramos un poco. Pero a veces, cuando hacía mucho frío, la idea de que el gato estuviera ahí afuera, a la intemperie, me atormentaba.
Susi fumaba porros y me los pasaba como si fueran mates. Los dos nos poníamos a llorar, invariablemente, a moco tendido. Después, cuando nos tranquilizábamos, empezaba de su parte una tarea de hostigamiento. Me culpaba de haber perdido al gato haciéndole caso a Asterix. Decía que tendríamos que haberlo castrado. Y acto seguido, recriminaba mi forma de vida: que no trabajaba ni pensaba en hacerlo, que dependía económicamente de ella, etc. Como tenía razón en todo, yo me quedaba callado. Y eso la ponía más nerviosa.
Susi, si por casualidad cae esto en tus manos y lo leés, te pido disculpas, pero realmente no tenía ganas de trabajar. Cuando pienso en esa época ya remota, me sorprende mi tranquilidad para tomarme las cosas, la manera en que me movía sintiéndome inmortal. Todos mis trabajos esporádicos de aquella época caben en una cabeza de alfiler. Después, poco a poco me fui convirtiendo en una persona nerviosa y responsable, trabajando de manera obsesiva. Realmente no me reconocerías.
El gato volvió una mañana de la misma manera en la que se fue. Entró en la misma camioneta en la que casi se mata, pero esta vez el tipo lo percibió y no encendió el motor. Asterix me avisó por el portero y yo bajé a buscarlo. Estaba igual que el Coyote cuando le explotaba la bomba Acme. En vez de blanco gris y peludo, como era, se veía negro, flaco, cubierto de grasa y, a la altura del cuello, sobre el lomo, tenía un tajo inmenso que parecía infectado.
También le faltaban tres dientes. Le tuvimos que dar inyecciones y ponerle miel donde le faltaban los dientes para que no sufriera una septicemia. Dormía sobre una cama hecha con un pulóver viejo mío. Yo me quedaba casi todo el tiempo cuidándolo, leyendo al lado suyo y poniéndole, cada ocho horas, las inyecciones. En lo que tardé en leer Guerra y Paz, de Tolstoi, el gato se recuperó y empezó a lavarse con su lengua de lija —síntoma inequívoco en los gatos de que están bien—. Asterix pasaba por las tardes a visitarlo y tomábamos mate. Recuerdo que yo me quedaba mirando cómo de los techos de los edificios de enfrente salía el humo blanco de las calderas. Estábamos en pleno invierno. El gato se salvó, pero mi pareja con Susi, no. Fundió biela. Y un día me dijo que se iba con el gato a otra parte. Creo que trataba de dejarme al garete con el alquiler para ver si me ponía las pilas y salía a buscar trabajo e intentaba reconquistarla y esas cosas. Estaba probando conmigo una terapia de choque. Así que chocamos.
Cuando me quedé solo, empecé a recorrer el departamento como si fuera un animal enjaulado. Pasé varios días sin salir ni bañarme y comiéndome lo que quedaba en las alacenas. Creo que de ahí me viene el asco por las galletitas con picadillo de carne. Una tarde, me llamó Roli, un amigo, y me dijo que tenía un laburito para hacer. Él coordinaba un grupo de gente que se utilizaba para testear productos. Ibas, te mostraban un corpiño o te daban para leer una revista y después vos dabas tu opinión. Detrás de una cámara Gesell estaban los sociólogos que tomaban nota. La primera charla que me tocó fue sobre ropa interior femenina. Éramos seis tipos y creo que yo era el más joven. Un pelado, muy elegante, y que sin duda disfrutaba teniendo un público cautivo para largar sus opiniones, habló sin parar hasta que el coordinador de la mesa lo salió a taclear. Me acuerdo que el pelado dijo: me gusta comprarle la ropa interior a mi mujer. Nos dieron veinte pesos a cada uno por decir boludeces en ese lugar. Una parte de esa plata la gasté en una librería de viejos del Parque Centenario. La mayoría de las mesas estaban infectadas con esas novelas de mierda del boom latinoamericano, pero rescaté Las Sirenas de Titán, de Vonnegut, una obra maestra. Y la estaba leyendo tirado sobre la cama y comiendo unas galletitas de miel cuando me tocó la puerta Asterix y me dijo si a la noche no lo quería acompañar al club Yupanqui a ver una pelea de box. Le dije que sí. La televisión le quita violencia al box. Lo aplana. Cuando estás ahí, al lado de los tipos que se están dando, sentís los golpes y su respiración entrecortada con nitidez. Es horrible. Un paraguayo teñido de rubio le rompió la cara a otro paraguayo semicalvo y cabezón. Cuando esto terminó, Asterix me invitó unas hamburguesas y una cerveza. Comimos en silencio y a mí me pareció que él intentaba, a su manera, ayudarme en el trance del abandono. No habíamos hablado ni una palabra, pero estaba tácito que sabía que Susi y el gato se las habían tomado.
De ahí en adelante, cada dos por tres, me golpeaba la puerta para que tomáramos unos mates a la tarde. Y una noche lo acompañé a un baile en Constitución. Yo bailé con una santiagueña muy linda y Asterix se fue con una boliviana que se llamaba Adela y que causaba impresión porque parecía una fisicoculturista vieja y teñida.
Así anduvimos, de acá para allá, de allá para acá, durante días. Sin hablar nunca nada personal, pero haciéndonos el aguante.
Llegamos al día en que tuve satori. Quiero contarlo de a poco, milimétricamente, como hacía mi mamá cuando me curaba el empacho haciéndome sostener una cinta en la boca del estómago, para recorrerla mediante una posta de sus antebrazos.
Estaba claro que si seguía encerrado en el departamento, comiéndome lo que quedaba y durmiendo todo el día, iban a terminar reconociéndome por la dentadura. Entonces una mañana, presa de un entusiasmo inesperado, salí a correr por el Parque Centenario. Volví, me duché, abrí una lata de arvejas y las mezclé con dos huevos fritos y comí eso. Me tiré en la cama a leer lo que me quedaba del libro de Vonnegut. Sonó el teléfono y era Roli. Me dijo que a la tardecita se iba a encontrar con unos amigos en el bar Astral, en Corrientes. Le dije que nos veíamos ahí. Saqué el televisor que estaba guardado en el placar y me puse a ver un poco de tele en blanco y negro. Daban una película extraña, llamada «La noche del cazador», con Robert Mitchum en un papel genial. Me adormilé y cuando me desperté tenía la boca pastosa y había babeado la almohada. Estaba oscuro. Me pegué otra ducha. Y salí para el Astral. En el fondo, a pasos de los baños, Roli hablaba con Rodolfo Lamadrid y Daniel Dragón, unos amigos que en esa época estaban haciendo una revista de poesía llamada Dieciocho Buitres. De esto ya pasó largo tiempo y las cosas cambiaron mucho. El bar Astral sigue estando en Corrientes pero completamente cambiado. Cuando íbamos nosotros era un lugar gris, con poca luz, donde los borrachos que quedaban rezagados en la madrugada se despatarraban en las sillas o discutían hasta que amanecía. Tito, el mozo, parecía un cantante negro de blues calvo. Con una habilidad extraordinaria para traerte lo que él quería y no lo que uno pedía. Hombre de pocas palabras, hay quien dice que actualmente trabaja en un bar de tacheros por Constitución. Casi sobre la entrada al baño estaba la fonola con los éxitos melódicos de los setenta: Camilo Sesto, Sandro, Quique Villanueva, etcétera.
La historia de los que hacían la Dieciocho Buitres también es interesante. Una revista de poesía que sólo duró dos números pero que causó gran impresión en lo que se podría llamar «la joven poesía argentina». A mí, particularmente, nunca me entusiasmaron como grupo. Me resultaban pedantes y agrandados y casi unos analfabetos. Y digo esto a pesar de que llegué a publicar unos poemas en el número dos y de que me gustaba mucho cómo escribían algunos de ellos. Rodolfo Lamadrid, con el tiempo, y como se sabe, se hizo conocido no por sus poemas sino por su programa de radio «La hora del bastardo». Pero yo nunca lo escuché. Lo de Daniel Dragón fue trágico. Era probablemente el poeta más dotado de su generación. Hasta que en algún momento cayó en sus manos una biografía de Mishima. Se identificó tanto con el japonés que empezó a dejar de ver a sus amigos íntimos y con fans jóvenes de su taller literario armó un ejército privado. Se entrenaban —dicen— en una quinta que uno de ellos tenía en El Tigre. A partir de ahí no frecuentó más los recitales de poesía, las presentaciones de libros, y no le abrió la puerta de su casa a nadie. Salvo que uno fuera descalzo, se arrodillara y le pidiera ser iniciado en lo que él llamó Mi Legión. En esa época sacó en una edición casera lo último que publicó en vida: Resentimientos completos, un panfleto en contra de toda la poesía argentina de una virulencia casi genial. Actualmente, en un puesto de libros viejos de Parque Centenario, aún se encuentran algunos (yo me compré varios y suelo regalarlos como souvenir).
El final es historia conocida por la opinión pública, pero, como suele pasar, no como realmente sucedió. Dragón y sus muchachos organizaron un encuentro de poesía en un hangar que se alquilaba para fiestas en el barrio de Colegiales. Sorpresivamente, parecían decididos a hacer las paces con todo el ambiente poético local e invitaron cuidadosamente, como se comprobó después, a varias revistas y grupos literarios de los cuales tenían la peor opinión. El lugar estaba repleto y los poetas invitados leyendo sus poemas y sus ponencias de acuerdo al cronograma de la jornada cuando los discípulos de Dragón, vestidos teatralmente de negro, cerraron las puertas del hangar, sacaron sus armas y esperaron a que su Jefe subiera al escenario donde se estaban desarrollando las actividades. Amigos, dicen que dijo, ustedes son muy malos y no se pierde nada. Ésta es la verdadera forma de hacer crítica literaria: poniendo el cuerpo. Me ha costado encontrar cuál era mi misión. Ahora lo sé: cambiar la poesía argentina para siempre. Ésta es una tarea de la que no se sale vivo. Después se hizo un silencio donde imagino que cada uno de los presentes se vio encadenado a una performance letal, hasta que, como si todo hubiese estado matemáticamente ensayado, empezó la balacera que terminó en la masacre por todos conocida. Salvo cinco que no se animaron (y entre ellos también hay que contar a los que se les trabó la pistola porque eran armas berretas, compradas de segunda mano), casi toda la Legión de Dragón se suicidó, incluyendo al Gran Jefe. Al otro día los diarios hablaron de una secta extraña, con brasileños implicados y ritos satánicos; les costaba entender que era sólo un problema poético. No me llama la atención: el periodismo nunca entendió a la Poesía.
Pero estábamos en el Astral y todavía faltaba mucho para esos sucesos. Daniel Dragón hablaba lentamente del financiamiento del número dos de La Dieciocho, como le decían, y Lamadrid se bajaba una ginebra tras otra. Roli iba y venía del baño, duro de merca como esos pajaritos que salen para decir cucú y se vuelven a meter; y yo me dediqué a rapearles mi desgracia con Susi. El bar se llenó y se vació varias veces y se hicieron las once de la noche. Entonces me paré, los saludé y decidí volver a casa caminando por Rivadavia. Había en el aire un anticipo de la primavera y esto daba ganas de estirar las piernas. No sé cuánto le puse (yo camino bastante rápido y a un paso regular) pero me pareció que debería ser ya la medianoche cuando llegué a la esquina de mi casa y divisé desde ahí a Asterix, parado en la puerta del edificio. Me paré en seco. De golpe noté que, para ser un portero que tiene que levantarse muy temprano a baldear la vereda, Asterix tenía hábitos bastantes nocturnos. De hecho, lo habíamos encontrado con Susi cuando volvíamos aquella vez de la veterinaria con el gato dopado, bien tarde, y yo también lo volví a encontrar cuando regresaba frustrado de buscar al gato por la vías del tren del Oeste. Ahora, desde donde yo estaba en la esquina —detrás de un auto y un árbol pequeño pero frondoso— Asterix no me podía ver. Me quedé un rato observándolo. Esperando que se metiera adentro. Por nada especial, simplemente no quería hablar con nadie. A los quince minutos de esperar contra el auto, se levantó un viento arremolinado que parecía presagiar tormenta. Podía escuchar el murmullo del agua en las alcantarillas. Asterix seguía firme como un granadero. Entonces, repentinamente, contra mi voluntad, crucé la calle y empecé a caminar hacia el edificio amarillo. No bien me vio, levantó la mano y se sonrió. Me estaba esperando. Te toqué timbre dos veces, me dijo. Me fui con unos amigos, le dije. Te quiero llevar a un lugar que voy siempre, me dijo, expectante. Era extraño. Había algo en la voz que me tranquilizaba, que daba la sensación de que era lo más lógico del mundo que me estuviera esperando a esa hora. De hecho, con él habíamos ido a ver boxeo varias veces, a bailar a Constitución y a tomar cervezas en los barcitos de Primera Junta. Al rato, estábamos arriba del último colectivo de la noche rumbo a quién sabe dónde.
Nos bajamos en la calle Cruz y empezamos a los trancos —Asterix caminaba rápido y yo lo seguía—. El viento había parado y la noche estaba calma. Íbamos por la avenida Cruz hacia el Bajo Flores. En la calle, sólo algún auto que pasaba, raleado, no había un alma. Las casas (en esa calle no hay edificios y se puede ver el cielo nítidamente) estaban a oscuras, salvo por una ráfaga de televisor que denunciaba a algún nocturno empedernido. Los faroles de neón nos golpeaban con sus conos de luz a intervalos cada vez más aislados. En un momento estábamos cruzando por debajo de un puente del ferrocarril, y me pegué un susto que me dejó seco: a un paso nuestro, y devorado por la oscuridad, yacía un caballo muerto. Si no lo hubiéramos visto, posiblemente me lo hubiera llevado por delante y tal vez, hasta me hubiese caído encima de él. Pero Asterix se orientaba como un murciélago y me tocó la mano para avisarme. Después me dijo: metele que a éste se lo van a morfar los de la villa. Esquivamos al caballo y aceleramos todavía más el paso. Llegamos a los terrenos donde el club San Lorenzo construyó su ciudad deportiva y, posteriormente, la cancha. Cruzamos la avenida y tomamos una calle lateral, muy oscura. Parecía la entrada a una barriada muy precaria, con las casas a medio construir. Era el imperio del porlan. Se me vino a la mente un inodoro gris, hecho de ese material, un inodoro raspador de nalgas. A nuestro alrededor crecía un laberinto de casas, con pasadizos pequeños que se abrían a izquierda y derecha. Cruzados por cables y sogas de lavar ropa. En unos tachos de basura de hierro, desperdigados al tuntún, algo se quemaba. Y ésa era nuestra única iluminación. Es el barrio boliviano, me dijo Asterix, viendo que yo miraba intranquilo para todos lados. Tenés que venir un día a la fiesta de la procesión de la virgen, dijo, se pone bárbaro. Un murmullo, acompañado por una música lejana, empezó a habitar el aire. Seguimos caminando y me percaté de que las casas estaban vacías o abandonadas. Todo el barrio se las había tomado a otra parte. Caminamos y caminamos y el murmullo se volvió cada vez más intenso. Hasta que atravesamos un callejón que nos dejó cara a cara con algo que me pareció extraordinario. A nuestras espaldas estaba la barriada que acabábamos de cruzar, y frente a nosotros, un descampado inmenso, similar a un cráter, donde se podían divisar dos arcos de fútbol mal puestos y semihundidos. Y encajada en el cráter a presión, se alzaba algo similar a una kermés de la Edad de Piedra. Todo iluminado por lo que se quemaba en los tachos de basura. Una multitud se movía ahí abajo, como un hormiguero en plena labor. Vamos, me dijo Asterix, y casi nos caemos por el terraplén empinado que tuvimos que bajar para llegar a las puertas de la muchedumbre. Mujeres y hombres de todas las edades. Tomando en vasos de plástico algo que sacaban de unos toneles azules. Hablaban en voz alta, soñaban despiertos, cada uno en su propio rollo. Otros estaban tirados por el piso, riéndose. Y había quien lloraba y le hablaba al cielo. Asterix y yo caminamos lentamente, esquivándolos. Parecía que apenas nos percibían. Estaban todos puestos y nosotros éramos los caretas que llegábamos tarde para ver qué onda. Me salieron al paso unos tipos vestidos con trajes blancos, muy elegantes y con el pelo engominado. Llevaban en sus espaldas unas serpientes inmensas, con la misma naturalidad con que el organillero lleva en la plaza al mono tití. Los tipos ofrecían anillos que mostraban en unos paños negros. Claramente no formaban parte del rito. Cumplían, a lo sumo, el rol del cafetero en la cancha. Entonces Asterix, que iba delante mío, me pasó el primer vaso de la noche. Lo tomé de a sorbos, temeroso. Sabía a licor de mandarina. Al rato ya tenía otro vaso más en la mano, y otro y otro. Sentí un hormigueo agradable en las piernas a medida que caminaba. Asterix hablaba con una gorda... En realidad discutía. Sí, algo pasaba, como si el guionista hubiera decidido darle una vuelta densa a la cosa. Muchos se cruzaban miradas duras y otros empezaban a insultar y empujar. Me dio miedo. Ahora los que antes rezaban o se reían estaban arengándose como para ir a la guerra o patear un penal. El primero que me pegó fue un viejito que tenía una mano inmensa repleta de anillos dorados. Sentí un calor que me anestesió la cara. Le metí una plancha a la altura del pecho y el viejo cayó de espaldas. A mi izquierda, la gorda le largaba un derechazo a Asterix y éste la esquivaba y le metía un cross a la mandíbula, impecable. La mujer se le tiró encima, aullando. Era todos contra todos, palo y palo, mujeres y hombres sin distinción. Sólo a los que caían no se les pegaba más. Ésa parecía ser la única regla. Uno de los tipos de las víboras se me acercó y me dijo que le comprara anillos, para pegar más fuerte. No le llegué a contestar porque una mujer me agarró del pelo y me empezó a sacudir la cara. Era muy flaca, huesuda, y pegaba duro. Caí al piso. Se me cayó encima un gordo con olor a pis. Me paré como pude. Un enano musculoso, con un buzo Adidas, me estaba mirando con ganas. Empecé a correr atropellando gente, muerto de miedo. El enano me seguía. Me di de bruces con unos que estaban haciendo algo similar a un scrum de rugby, aunque algo más violento y desordenado. Alguien me agarró de atrás y me metió en el scrum, chocamos, chocamos, empecé a sangrar. Otra vez de cara al piso. Una mujer se me acercó gritándome algo en un idioma extraño. Me dio un vaso de plástico y tomé un poco y otro poco me lo tiré en la cara. Ardía como la puta madre. Entonces algo me sucedió. Me paré de golpe. Por algún motivo inexplicable, en un abrir y cerrar de ojos, ya no sentía ningún miedo físico. Fuera lo que fuera, estaba claro que yo era un miembro de esa tribu. Un verdadero veterano del pánico. Sentí que además del licor, tenía lágrimas en los ojos. Un morochón con la camiseta de un club de fútbol se me vino encima. Era un hermano enloquecido. Nos empezamos a pegar de lo lindo. No me dolían los golpes, no sentía el cuerpo. Yo era Asterix, era yo, era nadie. Y comprendí que en esa noche extraña bajo las estrellas de una barriada remota se me había otorgado el don de la invisibilidad. Y tuve satori.
Por si le puede ser de utilidad a alguien, hago el siguiente racconto: nunca más volví a ver a Susana Marcela Corrado. Pero por un amigo en común supe que se casó con un hombre mucho más grande que ella con quien tuvo un hijo. Asterix fue detenido y acusado de violar y matar a dos mujeres a quienes había conocido en un baile de Constitución. Se ahorcó con su camisa en la cárcel mientras esperaba la condena. Muchos años después, en la redacción de un diario donde yo trabajaba, el especialista en policiales (que también está muerto) me dijo que él pensaba que el caso del doble asesino de Boedo era todo un bluff armado por la policía para montarle a alguien dos crímenes que ellos habían cometido. Asterix, me dijo, daba el perfil exacto para engramparle los muertos porque no tenía familia, era pobre y casi nadie iba a salir a defenderlo. Tenían razón. Para que todo cerrara, lo hicieron suicidar en la celda de la comisaría donde estaba detenido. Susi vino una tarde al departamento, mientras yo no estaba, y, como dije, se llevó al gato. Se fueron a vivir a una casa chorizo de la calle Pedro Goyena. A los meses el animal se escapó. Los gatos son así.