La mortificación ordinaria

No hay soledad más profunda que la del samurai, salvo, quizá, la del tigre en la jungla.

EL BUSHIDO

Estamos hablando de un hombre de unos cincuenta años. En otros tiempos solía usar el pelo largo, jeans, zuecos y tenía una nariz ganchuda y ligeramente doblada que lo hacía respirar por la boca. Ahora está sentado en un cuarto despojado, con una sola mesa y dos sillas. Sobre la mesa hay una pequeña jaula donde repiquetea un cardenal. La jaula del pájaro está perfectamente ordenada. Con la comida colocada en un recipiente de plástico, al costado. Un pequeño palo de madera que se curva en u le sirve al cardenal para hamacarse y saltar de un lado a otro de la jaula. La casa está completamente ordenada y limpia. Las paredes son blancas, sin cuadros ni fotos. La comida del hombre está repartida entre la alacena y la heladera que se enciman en la pequeña cocina. El hombre está cambiándole el agua al cardenal. Tiene el pelo muy corto, casi al ras y una cara angelical que hace que parezca más joven. Pero tiene cincuenta años y una nariz nueva, perfecta, que le permite respirar sin dificultad. En vez del piyama, usa el kimono que se compró hace ya casi diez años en una feria americana.

Sonó el teléfono. Habló con alguien. Al rato se sacó el kimono y se metió en el baño para ducharse. Se secó. Buscó el portafolios negro que tenía guardado en la parte alta del ropero. Sacó de su interior lápices, témperas y hojas de ilustración que hibernaban ahí hace millones de años. Se preparó una muda de ropa que fue acomodando en el vientre del portafolios. Después se puso el blazer azul y un pantalón de franela gris, el uniforme que solía utilizar cuando daba clases. Agarró la jaula del cardenal con una mano y el portafolios con la otra. Abrió la puerta, la cerró con llave y tocó el timbre del vecino. Estamos hablando de un edificio viejo, de construcción racionalista, que hace agua por todos lados. Se abrió la puerta negra y apareció la cara de una mujer gorda y vieja, con una red en el pelo. Dijo la mujer: Hola, Carlos. Hola, señora Marta, me tengo que ir varios días porque se murió la mujer que cuidaba a mi mamá. ¿Podría cuidar al cardenal? Faltaba más, dijo la mujer. El cardenal pasó de una mano a otra. Carlos, dijo la mujer mientras apoyaba la jaula en un piso agrietado y sucio, si necesitás a alguien para que cuide a tu mamá yo tengo una en mente. Pobre, está tan viejita Teresita, ¿no? Muchas gracias, dijo Carlos, pero creo que la voy a cuidar yo hasta el final, ahora que tengo tiempo. Sí, el final, dijo la mujer, cuando Dios nos señala con el dedo estamos listos, es inútil rebelarse.

Cada persona vive en una mónada. Es el mismo proceso de vivir la construcción de la mónada blindada. Si uno logra llegar a la mitad de la vida, la mónada apenas tiene —con suerte— una pequeña ventanita, como la de los quioscos de golosinas por donde se suele pasar el dinero y recibir, a cambio, los cigarrillos. El aire en la mónada está viciado por el encierro, y es esto lo que nos aturde lentamente hasta que llega la muerte.

Y a Herminia, la mujer que cuidaba a Teresa, le llegó la muerte de manera súbita, con la precisión del infarto, mientras trataba de subir por una escalera para colgar en la terraza la ropa limpia de la anciana. Herminia tenía 40 años pero aparentaba sesenta. Estaba gorda, demacrada, fuera de control. Teresa acusaba en la balanza de Caronte 91 años y, a pesar de que durante mucho tiempo gozó de una salud de hierro —con una memoria y una vista notables—, en los últimos tramos —ya con los boletos en la mano para subir a la lanchita del griego— su cerebro se había encerrado en una melodía inexplicable. Y la memoria la habitaba de a ráfagas, con la intermitencia de una luz de giro. Teresa había sido una mujer buena que atravesó el siglo trabajando duro y con un único talento: la capacidad de darle amor a los demás por encima de su importancia personal. Carlos era su único hijo. Lo tuvo cuando ya era grande. El padre de Carlos apareció por Boedo de golpe y se puso un consultorio de médico clínico en Maza y Carlos Calvo. Pero no era médico, era estafador. Y ya había practicado —como un buen renacentista— miles de profesiones a lo largo del país. Como todo estafador, era hermoso y muy carismático. En Boedo le decían Pedernera, por el parecido que le encontraban con el jugador de River cuando armaban los picados en la calle Loria los días que no había feria. Pedernera, dicen, la rompía. Cuando Carlos estaba por cumplir un año, Pedernera fue directo a la cárcel denunciado por un paciente moribundo. Carlos y el padre se volvieron a ver muchos años después, cuando Pedernera salió en libertad y puso un bar en la avenida Belgrano con otros amigos del penal. Carlos le fue a pedir plata, el padre le mandó a dos tipos que lo golpearon milimétricamente.

Cuando llegó a la casa lo recibió el hijo de Herminia —un rolinga pelirrojo con una voz finita, a la que trataba de cincelar fumando compulsivamente cigarrillos negros—. El pelirrojo le explicó el estado de las cosas: dónde estaban los remedios, a qué hora y qué cosas comía su madre y dónde estaban los documentos del hospital, por si se los necesitaba. Parecía uno de esos cuidadores de cabañas playeras que esperan que llegue el dueño para darle las llaves y tomárselas. Carlos le dijo al pelirrojo que si no tenía lugar donde ir, podía quedarse en una de las piezas hasta que consiguiera algo. Pero el joven le dijo que se iba a vivir a la casa de la novia y que sólo estaba esperándolo a él para traspasarle el mando de la casa Usher. Cuando el pelirrojo se fue, Carlos recorrió habitación por habitación, ventilándolas, y tratando de recuperar emocionalmente a esa que había sido su casa de la infancia. En una de las piezas estaba sentada su madre en la silla de ruedas. La miró a través de la cortina de la puerta. El pelirrojo le había dicho que a su madre le gustaba —aunque no pudiera distinguir nada— quedarse frente al televisor. De todas formas no había mucho para distinguir en un televisor que emitía toda movida una imagen precaria en un único color rosado. El sonido era un ronroneo monótono en el que de vez en cuando se identificaba una palabra limpia. Con el tiempo, Carlos llegó a pensar que lo que se veía en la pantalla era similar a lo que habitaba el cerebro de su madre.

La despertaba a la mañana. La sacaba de la cama y le lavaba las sábanas y las colgaba en la terraza. Le cambiaba los pañales y la limpiaba meticulosamente. Le cocinaba y le daba de comer en la boca. Le daba las pastillas que el médico le había recetado. Para la circulación, para el estómago, para las articulaciones. A veces la madre le decía: Herminia. Otras veces le decía: Carlos, Carlos, ¿sos vos? Si hacía buen tiempo, la sacaba al patio y la ponía al sol. El invierno avanzaba y los días duraban poco. Cuando llovía, él se ponía a leer bajo la galería las obras completas de Curzio Malaparte. Leía de todo y sin parar: el Ulises de Joyce, una semana; Guerra y Paz, dos; Papini, una. Había redescubierto su vieja biblioteca y pensaba que los libros, como los vinos, eran mejores cuando se añejaban. Una noche sonó el teléfono —recordó en ese momento que tenían uno— y una voz le dijo: Hola, Ruchi. ¿Con quién quiere hablar? ¿No vive Ruchi ahí? ¿No es el 976933? Sí, pero acá no vive nadie llamado así. Cortaron.

A veces, cuando se iba a dormir, le aparecían ráfagas de recuerdos. El flaco Spadaveccia. Cuando era joven le decían El Chanta porque se la pasaba alardeando sobre su talento para jugar al fútbol, para conseguir chicas, para todo. Era el hijo del dueño de la disquería «La Mascota» que quedaba sobre la avenida Boedo llegando a San Juan. Sin embargo, en algún momento, el flaco Spadaveccia tuvo una conversión. Salió de su palacio —una casa hermosa con pileta— y al igual que el Príncipe Siddarta, se dio cuenta de que había pobres en el mundo. Acto seguido, se metió en la JP y llegó a ser el capo de la unidad básica de Maza y Estados Unidos. Ahí se conocieron con Carlos. El flaco Spadaveccia. Que lo hizo entrar en la orga y lo formó. Que lo ayudó a recorrer las villas miserias haciendo trabajo social y que lo felicitó cuando Carlos y su grupo tomaron la Pueyrredón. Una vez le quiso explicar su fascinación por Giacometti, pero el flaco estaba para otras cosas. Una tarde, con todos los muchachos de la JP, se subieron al techo de una fábrica tomada e hicieron la J y la P con sus cuerpos. El flaco Spadaveccia estaba parado en la panza de la J. Alguien tomó esa foto que salió en una revista de actualidad. Esa foto también sirvió para identificarlos cuando las cosas empezaron a pasar de castaño oscuro.

Las figuras de Giacometti vienen de la oscuridad, pasan por la luz y vuelven a la oscuridad. Giacometti las atrapa justo cuando están bajo la luz, en un momento fugaz.

De vez en cuando le llegaban noticias de alguien que había sido él. Le mandaban catálogos de Alemania y Japón donde exponían sus obras. Y el inquilino de la calle Esparza le hacía llegar el alquiler. No recordaba esa casa donde había vivido con su mujer y sus hijos y, aunque se esforzaba, no recordaba haber pintado ningún cuadro. Recordaba, sí, aunque trataba de olvidarlo, que había secuestrado a un tipo, un empresario que se dedicaba a vender grasa de animales. Y también recordaba estar corriendo por los techos de un vecindario, con un revólver en la mano, con el flaco Spadaveccia detrás y Kundari delante de él, a la cabeza, gritando. No le molestaba recordar todo eso porque se arrepintiera de algo. No se arrepentía de nada, sólo que había decidido borrar su historia personal. Había construido una bisagra de acero que separaba su vida en dos.

El pelirrojo entró apurado por la llovizna que percudía los huesos desde ya hacía casi cuatro días enteros. Era, como dicen los mexicanos, chaparrito. Tenía puesto un canguro negro donde, en el pecho, se veía el logo de una banda de rock. Las zapatillas, también negras, estaban rotas. Como Carlos no estaba glosado en las últimas modas de los jóvenes, no distinguió nada especial en la totalidad del muchacho, sólo una mancha negra (su cuerpo) mezclada con una mancha roja (su cabello). Una camiseta de Newell’s Old Boys. El pelirrojo le explicó con su voz de pito exasperante que había tenido problemas con la novia y por eso decidió aceptar su ofrecimiento de pensión. En cuanto resolviera unas cosas que estaban pendientes, se iba a alquilar una pieza en un hotelito que ya tenía visto. Carlos le preparó un nido para que durmiera en la habitación que estaba comunicada, por medio de una puerta, con el baño que daba al patio. Con la llegada del pelirrojo, lo que cambió en la casa fue el aire. Una nube de tabaco negro flotaba por las piezas y a veces se estacionaba en el patio. La primera noche Carlos se durmió pensando a quién le hacía acordar la cara del chico. Y se sonrió cuando descubrió que el pelirrojo era igual al muchacho que aparece dibujado en los alfajores Jorgito.

Kundari. Siempre que su recuerdo lo atosigaba, se le aparecía corriendo a su lado, gritándole algo, mientras escapaban de un tiroteo que había salido mal parido. Kundari era un animal. En palabras de Spadaveccia, un tipo muy corajudo al que hay que tener bien controlado porque no sabe pensar. Kundari era huesudo, con jopo, bigote y ojos negros y grandes. Siempre tenía olor a transpiración. Cuando vino la desbandada se fue a vivir al Sur. Pero no aguantó y volvió a la Capital, donde, gracias a un contacto que había sobrevivido y que después se haría millonario con otros gobiernos, consiguió un humilde puesto de preceptor en un colegio especial para repetidores y chicos con severos problemas de conducta. El colegio era el Carlos Pellegrini, pero todos le decían El Charly. La carrera de Kundari como preceptor terminó cuando le puso un revólver en la frente y le gatilló dos veces a un chico que lo volvía loco. El arma estaba descargada, pero el chico se desmayó y se quebró un brazo. Algunos dicen que su famoso contacto consiguió moverlo a otra parte, sin que lo metieran preso, pero lo cierto es que a la salida del Charly se pierden las huellas de Kundari.

Los recuerdos le generaron curiosidad. Se levantó cuando amanecía y subió a la terraza. Ahí estaba, antaño, su taller de pintura que, cuando llegó Herminia, se convirtió en el lavadero. Entró. Fue directo a unas cajas que estaban contra la pared. Las corrió con esfuerzo. No las recordaba tan pesadas. Detrás de las cajas había un botiquín empotrado en la pared. Lo abrió. Las armas estaban todavía ahí. Hibernaban. Se preguntó si las armas, como los libros, se pondrían mejores con el paso del tiempo.

El pelirrojo le contó que trabajaba de plomo en una banda de rock que estaba en ascenso. Dentro de poco vamos a ser masivos y eso va estar bueno, le dijo. También le contó que su novia se llamaba Rita. Le contó que había intentado estudiar en la escuela técnica pero que se aburría mortalmente. Le leyó una letra que había escrito para la banda de rock y que esperaba que les gustara a los músicos. La letra hablaba de un joven al que le decían el Dragón porque cuando se emborrachaba vomitaba de una manera violenta. El joven también tenía poderes telepáticos y podía adivinar todo lo que pensaba la gente. Por eso se había vuelto un tipo callado. Carlos, por el contrario, no le contó nada de su vida. Se limitaba a hablarle lo necesario. A veces lo mandaba a comprar alimentos o a pagar una cuenta. Un día, en el que se levantó particularmente molesto, le pidió que fumara sólo en el patio. Otra noche se despertó en plena madrugada y sintió algo así como un chillido, como si una rata moribunda se debatiera en la trampera. Se levantó y, cuando salió al patio, percibió que el sonido venía de la pieza del pelirrojo. Pensó en pegar media vuelta y volver a su nido, pero algo lo hizo golpear y abrir la puerta. El muchacho estaba desnudo, arrodillado contra la pared, llorando. En dosis pequeñas, con una voz risible, el pelirrojo le contó que su novia lo había dejado por culpa del hermano. ¿Por culpa de tu hermano? No, no, dijo el muchacho. Por su hermano. Y se explicó: el hermano era el capo de una banda que robaba autos y los revendía. También vendían drogas. Según el pelirrojo, el hermano creía que él lo había querido escalar. ¿Escalar?, preguntó Carlos. Sí, cree que yo le saqué droga y la vendí por mi cuenta. ¿Tenés drogas acá en la casa?, preguntó Carlos. No, no, yo no tomo nada, en serio. Pero él no me cree. Y la capturó a Rita sólo para él. La guardó, la guardó, la guardó, repitió el muchacho como un mantra.

Estaba contento porque había conseguido que su madre apoyara la planta de los pies contra la cama y se elevara, apoyándose en la espalda, unos centímetros, para que él le pudiera sacar el pañal y lavarla tranquilamente.

Poniéndole mucha atención, se podía aislar en la pantalla del televisor a dos figuras que hablaban sentadas una frente a otra. Debería ser un programa de entrevistas. Las siluetas se alargaban o se contraían a espasmos regulares. Apagó el televisor. Detrás de él, su madre dormía babeando la almohada. Apagó la luz de la pieza y salió al patio. Lloviznaba otra vez y hacía frío. Sonó el teléfono. Ruchi, decía la voz cuando él se llevó el auricular al oído, dice el Gran Danés que si no traés todo te va a mandar el brazo de Rita por correo. Colgó. En la penumbra de la pieza vio que el pelirrojo se había levantado y venía hacia él desde el patio. ¿Quién era?, preguntó, nervioso. Estaba en calzoncillos y tenía un aspecto ridículo. Alguien que busca a un tal Ruchi, ya llamaron otra vez equivocados, dijo Carlos esquivando al pelirrojo para entrar a la cocina y hacerse un café. Carlos y el pelirrojo se sentaron a cada lado de la mesa. La luz lunar del tubo de neón parpadeaba. En la tulipa que recubría a la lámpara había un montón de insectos muertos. Yo soy Ruchi, le dijo el pelirrojo. Hubo un largo silencio interrumpido por la cafetera que borboteaba. El hombre se paró y se sirvió un café y le pasó otro al pelirrojo. Yo soy Carlos Apaolaza, le dijo, ofreciéndole la mano.

Era curioso. El flaco Spadaveccia decía que Kundari era peligroso porque no pensaba, pero cuando iban a un enfrentamiento, le aconsejaba a Carlos moverse sin pensar. Ya habían planeado todo milimétricamente, entonces, había que, en vez de respirar, ser respirado por la acción.

Sus viejos llegaron de Dinamarca para trabajar en el campo, junto con otros colonos. Al tiempo, se mudaron a las afueras de la capital, viviendo de manera muy precaria. El padre murió porque se le perforó una úlcera, y su madre se volvió a casar con un tipo que terminó haciendo películas eróticas para Centroamérica. Su madre era una rubia alta, hermosa. Cosa que la salvó de la miseria. Él terminó a las piñas con su padrastro y tuvo que irse de la casa. En un bar donde iba a jugar al pool, conoció al Halcón, este hombre sería como un padre para él. Rápidamente el Halcón lo puso a la cabeza de una banda que se encargaba de reciclar autos robados para volver a venderlos. Gracias a una conexión policial, consiguió armar su cuartel general en una fábrica abandonada de la periferia entre Parque Patricios y Pompeya. Las cosas le iban más que bien. Tenía plata en el bolsillo, había conseguido que su hermana dejara a su madre y se viniera a trabajar para él. Y sus empleados le decían, con respeto, El Gran Danés. Escuchar eso le ponía la piel de gallina. Porque, aunque lo ocultaba, era un sentimental. Y eso fue lo que lo mató. Porque nunca iba a mandar el brazo de su hermana por correo, como le gustaba cacarear delante de sus muchachos. Ni tampoco iba a tener a su hermana mucho más tiempo en penitencia bajo la vigilancia de los hermanos Arizona. Quería que aprendiera que las cosas costaban mucho y que se había enredado con un pelirrojo idiota de voz ridícula. Ya iba a pasar, se decía mientras jugaba, esa tarde, en la play station con el Turco, su hombre de máxima confianza. Estaban en el piso alto de la fábrica, donde se subía por una escalera que nacía en el inmenso garage al aire libre por donde, en las buenas épocas, los camiones descargaban mercadería. Ahora estaba repleto de autos que eran maquillados por expertos. Al lado del sillón donde ellos estaban sentados moviendo a los jugadores en la pantalla, estaba Luque, un pequeño ratero que se la pasaba escuchando música en un walkman. Movía las piernas siguiendo el ritmo, tirado en un sillón destruido. Pappo cantaba «El tren de las 16». Yo sólo quiero hacerte el amor. E ir caminando juntos bajo el sol. Y justo ahí. Entre medio de esos dos versos, se escuchó la primera detonación. Luque la escuchó apagada, como si sucediera a kilómetros del lugar. Pero vio que el Gran Danés y el Turco se pararon de golpe. Pero estaremos juntos hasta el amanecer, decía Pappo cuando entró a la habitación, jadeando y sangrando, el pibe que cuidaba el garage. ¡Hay un loco de mierda ahí abajo! ¡Tiró una molotov!, gritó mientras caía a los pies del Gran Danés. Fue increíblemente rápido, recordaría Luque años después, una y otra vez. El Gran Danés y el Turco intentaron agarrar las armas que estaban sobre el escritorio, pero el tipo que estaba parado ahora en la puerta —Luque siempre recordaba el pelo engominado, peinado hacia atrás, brilloso— tenía dos putos revólveres y tiraba como Trinity, el cow boy de las pelis. ¡Pim! ¡Pum!, y el Turco en el piso. ¡Pum! y el Gran Danés de rodillas, con dos tiros en las piernas. ¡Pum!, y uno en exclusiva para él, ¡con los walkman puestos!

Los hermanos Arizona murieron haciendo la digestión, durmiendo la mona sobre los restos de la mesa. El Gran Danés, con las piernas heridas, los llevó hasta el lugar en un auto reciclado. Dos por tres, miraba de soslayo al tipo ese que le apuntaba mientras el pelirrojo manejaba. Tenía el pelo brilloso, con gomina. No lo había visto en la puta vida.

El pelirrojo se acomodó en el asiento del micro. A su lado Rita dormía de cara a la ventana. Pero él no podía dormir en esos asientos de mierda que apenas se reclinaban. Habían apagado las luces y todo estaba iluminado por el televisor, que pasaba una película estúpida. Lejos de ahí, una mujer le cambiaba el agua al cardenal. El microcerebro del pájaro era perturbado por imágenes que no podía decodificar ya que no estaban glosadas dentro de su mundo pajaril. Estas imágenes lo hacían saltar de un lado a otro. Él no podía saber que en otra vida, antes de reencarnar en esa jaula, se llamaba Kundari.