El relator

Únete a mí, hijo, y juntos seremos los amos del universo.

DARTH VADER

Primer día

Apurados por los plazos, los obreros trabajan día y noche para demoler la construcción. Como está hecha con materiales de una época mejor, les resulta difícil desmontar determinadas partes. Algunos sugieren, si se complica el tiempo pedido por el arquitecto, lisa y llanamente volarla con explosivos. Pero de a poco van derribando la sala de estar, los pasillos que comunicaban con el baño y la escalera que llevaba a la terraza donde, antaño, la familia se sentaba a comer bajo un toldo improvisado. Y finalmente los esfuerzos confluyen contra la puerta cerrada del dormitorio. No la pueden abrir ni pegándole con las masas más pesadas. Llegado a este punto, los obreros se reúnen para decidir qué hacer. Vuelve la idea de volarla con dinamita, pero les parece un gasto excesivo. Falta solamente esa bendita pieza y van a poder volver a sus casas, cobrar la paga, dejar de una vez ese lugar envuelto en polvo de escombros. La ansiedad empieza a trabajar en sus cuerpos, les sudan las manos, se sacan los cascos y se rascan la cabeza. Quieren encontrar una forma rápida de derribar esa puerta y demoler el dormitorio. Cruzan ideas y empiezan a discutir opciones hasta que todo termina en un griterío frente a la puerta de madera. Entonces él se despierta. De a poco, porque tiene sordera —que para sus hijos es funcional porque le sirve para escuchar sólo lo que le conviene—, los sonidos van identificándose. El ronroneo del ventilador que estuvo yugándola toda la noche. La luz que dejó prendida cuando se durmió por knock out emite un cono débil sobre la mesita donde hay unos lentes, un vaso con una dentadura y una pila de diarios desordenados. De la pelela azul, de plástico, que sobresale debajo de la cama, sube el olor del pis, ahora un poco más intenso por las pastillas que el doctor Lavena le está haciendo tomar para la próstata. Así que en algún momento de la noche, sonámbulo, se levantó, o tal vez sólo se sentó en la cama, e hizo fuerzas para mear como lo viene haciendo religiosamente, desde tiempos inmemoriales, desde cuando vivía acompañado por toda la familia que él, de manera no muy consciente, se ocupó de crear. Su mujer, su compadre (el padrino de sus hijos) y su hermana mayor: muertos. Sus hijos, a los que llamaremos A, B y C por orden de nacimiento, vivos, pero viviendo en otros territorios.

Alguien en el cerebro trata de juntar los cables como cuando se intenta robar un auto. Sí, hace puente y arranca: la primera imagen es la cara de su mujer. Hoy hace 24 años, dice, y después piensa en su compadre y en su hermana. Sobrevienen escenas al tuntún de la vida familiar. Hasta que un recuerdo madre, el que lo activa y lo impulsa en estos días de calor sofocante ocupa el lugar privilegiado en su mente: faltan tres días para la final. Un shock de adrenalina recorre el cuerpo de este mamífero macho de 75 años. Y sentándose en la cama, piensa la formación que le parece ideal: Robledo, Casak, Graña, Corsini, Igal, El Peque. ¿Estará en buena forma El Peque? ¿No se saldrá del partido como suele hacerlo? Se para, agarra la pelela y camina hacia el baño. Está desnudo. Abre la ducha. Mientras está bajo el agua suena el teléfono, pero no lo escucha. Ahora, con el agua fría, le vienen los recuerdos de la noche anterior. Estuvo bailando tango en un local de Pompeya con varias señoras. Había una que prácticamente era una momia. Se ríe al recordarla. Después está la otra, ¿cómo era su nombre? Vive en Banfield y le dijo que era parapsicóloga. Ya van varias noches que baila con ella. ¿Le parecerá él demasiado viejo? Tal vez tendría que sacarse los lentes para bailar. Él ya baila el tango como un samurai pelea. No necesita pensar ni mirar. Aunque si alguien le dijera que baila el tango como un samurai, simplemente no sabría qué decir. No le traería casi ninguna imagen a la mente. Sale de la ducha. Se seca. No son las dos de la tarde porque todavía no llegó la señora que contrataron sus hijos para que le cocine y le limpie. Sus hijos. Rápidamente piensa en llamar al hijo B, para decirle que lo acompañe a hacerse el tatuaje. El hijo C ya le dijo que eso era una idea estúpida y que no pensaba gastar plata para algo que no sirve para nada. Para él, aunque no lo pueda expresar en palabras, cada uno de sus hijos es como una tonalidad musical. Más grave, más agudo, más armónico. Como solía llamar por teléfono a diestra y siniestra, los hijos le pusieron un control al teléfono y ahora sólo puede hablar de manera medida y no puede llamar a celulares. El hijo B no está en su casa. Y para que esté en el trabajo —donde sí lo puede llamar— todavía falta un rato. El tatuaje se lo vio al hijo de Corrado, su amigo del club, con el que pasa los sábados mirando el fútbol infantil. Quiere un escudo CASLA grande sobre el corazón porque sabe que falta poco, que esta vez la Libertadores va a ser de ellos, que no se puede escapar, que los uruguayos por más equipo que formaron comprando figuras no van a poder ganar en Boedo. ¿Se meterá El Peque en el partido?

Prende la radio y sube el volumen hasta que las palabras que salen del artefacto son claras para él. Se acomoda en la mesa del patio y empieza a leer los diarios que le han dejado por debajo de la puerta. ¿No me tendría que haber sacado los lentes para bailar con ella? El Peque, Igal, Graña. Vuelve a sonar el teléfono largamente pero, como la radio formó una barrera protectora, no lo escucha. El presidente de Huracán Buceo, un productor televisivo y posible —en un futuro no muy lejano— presidente del Uruguay, dice que las figuras que contrató lograron armar un gran equipo y que van a llevarse la Libertadores a casa. Esa frase le produce un pequeño estremecimiento. No pensó que iba a vivir para ver a su club alzando la Libertadores. Pero si El Peque se enchufa y no se deja llevar fuera del partido como con Rosario Central... Puta madre. Son profesionales, querido. Ahora en la radio suena el tango «Tres Amigos», uno que le gusta mucho a su hijo A. Así que se para y llama a la casa de su hijo A. Ni bien atiende, le dice lo del tatuaje. Cada vez pierde menos tiempo en formalidades, como los bebés, sólo pide lo que desea. El hijo A le dice que ese tatuaje sale carísimo y que le va a doler mucho. Y que, por la edad, le puede traer consecuencias. Papá, me tengo que ir al trabajo, te llamo más tarde, le dice el hijo A. Corta y llama a su amigo. Tiene un amigo íntimo un poco menor que él y, a diferencia suya, un solitario por convicción de toda la vida, no un solitario —como él— por muerte general en la familia. Suelen pelearse por temas inverosímiles. En realidad, se muestran agresivos mutuamente, pero se siguen llamando. El amigo le dice que está cocinando. Le dice lo del tatuaje. Negro, le dice el amigo, para qué un tatuaje, van a perder y te vas a querer matar. Aparte ésa es una moda de boludos. Cuándo íbamos a andar con tatuajes nosotros. Eso es para los indios. Empiezan a discutir. Corta abruptamente. Vuelve a la mesa del patio. Se pone los lentes. Me los tendría que haber sacado. Por la radio al mango, y su atención puesta ahora en un reportaje a El Peque, el armador de su equipo, no puede percibir que a través de las rendijas del techo metálico del patio empieza a correr un viento caliente que presagia tormenta. Le duele la pierna derecha, se le duerme la mano izquierda, donde tiene una cadenita de cobre; siente el vientre hinchado. Sé lo que siente la gente de Boedo y vamos a dejar todo en la cancha, dice El Peque en el diario.

Segundo día

El dolor que queda después de que se recibe un balazo con el chaleco antibalas puesto. Un dolor sobre el pecho, que arde y no lo deja respirar. No le dolió tanto cuando lo tatuaban, pero ahora le duele como la puta madre. Y tiene ese papel pegado sobre el tatuaje y después la camiseta blanca de dormir. Y encima hace un calor agobiante. Se levantó hace un rato y caminó hacia la cocina, buscó en los cajones el espiral y lo puso sobre la mesita de luz. Hay mosquitos, lo pican, pero no los siente cuando lo merodean. Cuando era joven, recuerda, sentía el violín del mosquito aunque estuviera profundamente dormido. Su mujer le decía: ¿cómo lo escuchaste? Y también tenía buen ojo. Le bajaba los pantalones, por ejemplo, al hijo A, y le buscaba en el calzoncillo la pulga que le estaba produciendo las ronchas. ¡Ahí está! Y la agarraba y la aplastaba con las uñas de los pulgares. Y hoy, antes de que lo aplasten a él, espera por el día D, mañana, cuando salgan a la cancha va a estar ahí, en su platea de vitalicio. Corsini, Robledo, Graña, Casak, El Peque... Los que no pueden fallar.

Temprano, se acordó de Linda. Una media vedette que trabajó con él en el teatro —aunque tiene veinte años menos— y que después tuvo cierta fama cuando la llamaron para hacer un bolo en una película de acción. Media vedette. Es decir, no llegó a ser completa, pero el cuerpo era extraordinario. Aunque no cantaba bien y caminaba mal las tablas. Pero supo engrupir viejos: media vedette, casa completa, auto completo. Aún hoy los hombres la miran cuando entra a algún lugar con sus tapados en invierno y sus musculosas en verano. Y el último viejo, el arquitecto, se lo presentó él. Un conocido de la comisión del club. Seis meses en Miami. Linda lo llamaba dos por tres y le decía: Negro, ¡tu amigo es muy calentón pero después se duerme enseguida! Y él le decía: trátemelo bien al arquitecto, ¡eh! Entonces la llamó y le dijo lo del tatuaje. Y Linda lo pasó a buscar con su auto 0 kilómetro y lo llevó a lo de su amigo Michel en una galería. Y le dijo: te lo merecés, te lo regalo. Pero te va a doler. Vos sos un chico, le dijo mientras lo ayudaba a sacarse la ropa para que Michel trabajara sobre el pecho. Entonces sonó el celular y Linda salió del negocio donde lo estaban tatuando y se paseaba por el lado de afuera de la vidriera hablando con alguien que la hacía reír. ¿Duele, don?, le preguntaba Michel, un rubio musculoso con cara de actor porno.

El mundo es la historia que cuenta un idiota, hecha de sonido y de furia, escribió Shakespeare. Pero no, mejor Chespirito. No Shakespeare, Chespirito. Sonidos, en la casa, desde que todos murieron, casi no hay. Sólo él es un productor de inquietud para las cosas que lo rodean. Ahora, sale del dormitorio con el dolor en el pecho a cuestas y pasa al baño, donde enciende la luz y abre el grifo de agua fría. Se lava los sobacos y la cara y se pone desodorante y colonia. Después vuelve a su pieza, abre el ropero y se viste para bailar. Los zapatos negros, puntudos, que le regalaron los hijos para la milonga, lo esperan en un costado de la pieza. Se los pone con un calzador que fue de su padre. Se pone una camisa blanca y, al abrochársela, siente la presión de la tela sobre el tatuaje. Tiene un pantalón negro, de verano, y un saco del mismo color. Cuando finalmente abre la puerta de calle, ve que el cielo está encapotado. A punto de largar el agua sobre la ciudad. Pero el paraguas no, dice, no más cosas encima. Y los lentes me los saco apenas llegue, dice. Camina rápido para su edad. Muy ligero, hasta la parada del colectivo. Masca un chicle de menta que le había quedado rezagado en el bolsillo del saco. Hay relámpagos mientras espera en la parada. De golpe, ráfagas pequeñas de aire caliente inclinan las cabelleras de los árboles de la calle. Está solo con las manos en los bolsillos y las piernas ligeramente chuecas. Piensa en la parapsicóloga. Vendrá, vendrá, se repite mientras masca el chicle.

Tercer día

Cuando era muy chiquitín, ¡y que chiquitín era!, el padre lo sentó encima de sus piernas y le contó la historia de los comienzos. Antes, mucho antes de que llegara el hombre a estas tierras, en lo que hoy son los terrenos de Boedo, habitaban unos seres cóncavos, hechos de barro y viento puro y que sonaban de manera musical cuando hablaban. No necesitaban comer y se reproducían con sólo soplarse los unos a los otros. Vivían en comunidades que representaban notas musicales de diferentes tonos. Pero de golpe, el clima cambió bruscamente, un ciclón poderoso arrasó con la comarca y el viento excesivo, metabolizado por los cuerpos de los más duros, produjo un cambio de carácter en estos seres, otrora sólo guiados por la armonía y los chistes que se contaban unos a otros. Así, nació una segunda casta de seres más taciturnos y melancólicos. Muchos de ellos, incluso, llegaron a darse muerte por su propia idea. Lo cierto es que, con el tiempo, ambos grupos se cruzaron y dieron inicio a una tercera casta, hecha de ambas tonalidades. Hasta que llegó la glaciación y quedaron borrados de la faz de Boedo. Cuando era muy chiquitín, ¡y qué chiquitín era!, lo mandaron a jugar en el oratorio de la iglesia San Antonio, en la calle Independencia, donde el padre Lorenzo Maza había fundado el que sería el club de sus amores. Y cuando él tenía 20 años murió su madre, una mujer que conservaba cierto carácter taciturno, melancólico. Cuando él se estaba por casar murió su padre, un hombre extraño, huraño y divertido, jugador compulsivo de póker. Así que a los 30 años se había quedado sin familia y, por ende, decidió construir otra con lo que tenía a mano. Entonces trajo al mundo a sus hijos A, B y C. De golpe, era un hombre maduro. Trabajó como actor independiente recorriendo teatros de las provincias. Y así llegó al pico del mediodía para después sólo empezar —como está escrito— a declinar. Murió su mujer, su hermana, su compadre —con quienes vivía cuando eran una familia— y él se dedicó a ver series en blanco y negro por televisión.

Lo llama al hijo A y le dice: anoche, para bailar con una señorita que me gusta, me saqué los lentes y bailamos toda la noche, vos vieras, querido, qué linda mujer y muy preparada, es parapsicóloga y tiene el consultorio en Banfield. Pero, para eso te llamo, cuando me senté porque me empezó a doler la pierna, bueno, cuando me senté me di cuenta de que había puesto los lentes en el bolsillo de atrás del pantalón, ¡no me di cuenta, querido! ¡Los hice mierda y hoy es el partido, querido! ¡Y no veo nada de lejos y encima esta mierda se juega de noche! No sé cuándo van a entender que el fútbol se ve mejor de día. Bueno, acompañame, no, no, los lentes los compramos después ¡nadie me va a hacer lentes en un minuto! ¡Y el partido es esta noche! Quiero que vengas a la cancha conmigo para ayudarme a ver cómo juegan. ¿Entendés? Sin lentes yo veo muy poco pero si vos me vas diciendo quién la agarra, quién la pasa, como una radio, ¿entendés, querido? ¡Y no puedo escuchar radio porque los auriculares me irritan los oídos! ¡Si no, no te molesto, querido!

Cuando dobla, lo ve esperándolo en la puerta. Tiene puesto el equipo de gimnasia con los colores del club. Detiene el auto lentamente y el equipo de gimnasia —de tonalidades azulgranas que relampaguea en la última luz de la tarde— viene hacia él. Se estira y le abre la puerta del auto. Moviéndose con dificultad —como si un mono inmenso intentara entrar en un cajón de manzanas— se acomoda en el asiento. Tiene el olor a colonia que lo acompañó toda su vida. Y lleva debajo del brazo los diarios del día. Cuando están por arrancar él le dice que espere, que hay que esperar que llegue Linda, su amiga, que también viene a la cancha. Es la novia del arquitecto, le dice. Esperan un rato largo. Se hace de noche y se prenden las luces de la calle. Le muestra las fotos de un actor que es entrevistado por el suplemento de espectáculos del diario. Éste era un garca bárbaro, le dice. Entonces unas luces largas, detrás del auto, le avisan que llegó Linda en su auto último modelo. Él le grita algo por fuera de la ventana. Ella le contesta también a los gritos. Tiene una voz gruesa, de mandona. Arrancá, arrancá, querido, que nos sigue. Arranca. Así, uno atrás de otro, cruzan la avenida Boedo y doblan por Chiclana y agarran Cruz. A su paso, se nota la agitación en la calle. La gente va caminando, en autos o en camiones, todos con banderas, cantando, gritando. Se alientan mutuamente. En la parrilla de una esquina hay un alboroto especial. Es la hinchada, o parte de ella, que apura unos sánguches antes de marchar hacia el estadio. Ahora, a la derecha se alza, a unos cien metros, la masa negra del estadio con las luces poderosas que pegan en el cielo encapotado. El último tramo lo hacen casi a paso de hombre hasta llegar al estacionamiento. Salen de los autos y se saludan con Linda, que está vestida como para debutar en la nueva temporada de revista haciendo sadomasoquismo. Ropa negra ajustada, brillosa, y la camiseta del club por debajo. Atraviesan la ciudad deportiva hacia la entrada a las plateas. Cada vez más gente, cada vez el volumen más arriba. Se escucha música también en los parlantes de la cancha. Entran a la platea después de subir escaleras atestadas de gente que se cruzan sin ton ni son, apurados por conseguir un lugar. Sus asientos están en el medio de la platea, por lo cual deben pasar esquivando a las personas que ya están sentadas. El arquitecto irrumpe desde uno de los costados y se acerca al grupo.

Saluda a todos y se sienta, después, en la fila de adelante. Es un hombre inmenso, colorado. Tiene manos gruesas. El hijo A barrena, con la mirada, la cancha: está casi repleta y en una de las tribunas la gente está abriendo una bandera inmensa que los recubre casi por completo. El padre le pone, mecánicamente, la mano sobre su brazo mientras habla y se saluda con todo el mundo. Como un defensor que, en el envío del córner, no quiere que el delantero se le vaya solo. De golpe le dice: mirá, el Mono Irusta. Y el hijo A ve a un hombre alto, canoso, que habla con una mujer cincuentona. Y se acuerda de las figuritas súper chapitas. Donde tenía el rostro del Mono Irusta, joven, con un buzo celeste. Por un momento siente el roce metálico de esas figuritas que le cortaban todos los dedos cuando jugaba al punto o al espejito. El Mono Irusta, piensa. Un mono, en un tiempo infinito, juntando palabras al azar, tiene que llegar a escribir El Quijote, piensa o recuerda que alguien lo dijo. No sabe bien. El Mono Irusta, en un tiempo infinito. Todo puede pasar. Entonces estalla el estadio porque salen los equipos a la cancha. Explotan petardos y vuelan cohetes por el aire y la gente grita de manera desaforada. Su padre, a su lado, pega saltos cortitos, mientras le tira del brazo. ¡Hijo, hijo!, le dice. Sí, papá, le responde el hijo A. ¡Tenés que mirar bien y contarme todo, eh!, le dice mientras pega pequeños brincos. ¿Qué pasa, qué pasa?, le pregunta. Se están sacando la foto en el medio de la cancha. ¿Y ahora? Están sorteando con los árbitros quién saca. Ojalá que El Peque esté bien, que no se vaya del partido, dice el padre. Hijo, hijo, dice el padre. Sí, papá, dice el hijo. Quiero un camión de bomberos de verdad, con luces y con sirena, con pilas. Sí, papá, con luces y con sirenas. Bien grande, hijo, para que paseemos los dos por el barrio, mientras la gente sale a alentarnos por la calle. Padre e hijo, hijo y padre, el mundo está dividido así y no se puede escapar, ¿no? Sí, papá. Un camión de bomberos de verdad. ¿Y ahora qué pasa, hijo? Acaba de mover nuestro equipo y El Peque se escapaba solo y lo voltearon, dice el hijo. Y tras escuchar tales palabras el padre se excita aún más: ¡Quiero un camión de bomberos de verdad! ¡Hijo, prometeme que me vas a comprar un camión de bomberos de verdad! Sí, sí, papá, lo que vos quieras. Un camión de bomberos de verdad. Camión de bomberos de verdad. Un camión de bomberos de verdad.