2.
El día en que lo vieron en la tele
Para mi hermanito Gaby
Uno/
Yo estaba en el balcón del departamento. Vivo con mi mujer en un ambiente sobre la avenida La Plata, casi esquina San Juan. Desde ahí veo la iglesia donde se casó mi vieja, San José de Calasanz, y donde después me casé yo. Lo recuerdo bien porque mi mujer se había tirado en el sofá —que después se hace cama— y estaba viendo el noticiero. Yo todavía estaba con la ropa del banco, con la camisa celeste y la corbata oscura y tenía la espalda transpirada por el calor y por eso estaba en el balcón, para tomar un poco de aire. No es usual que yo tuviera la ropa del trabajo puesta, porque no bien entro a casa me pongo en bolas y ando en calzones sin problemas. Me gusta mi cuerpo. Cero panza. Y eso que no hago nada de nada. Cuando era chico era gordo y en la colimba, a los dieciocho, me desinflé a puro baile. Y desde entonces me dejaron de llamar el gordo Noriega, como me decían los boludos de Boedo. Bueno, decía, mi mujer, que es una santa, me llama y me dice que vaya a mirar el noticiero. Con voz urgente, como si hubiera visto al demonio. El televisor es grande, color. Se lo compré al turco de la galería de Boedo y San Juan. Una ganga. Fue unos de los primeros televisores color traídos de Finlandia, me dijo el Turco. Y tengo su garantía. Si se rompe, viene el Turco —que es de fierro— y lo deja pipí cucú. Al lado del local del Turco hay una veterinaria. Me acuerdo de que el día que fui a señar el televisor me quedé hipnotizado mirando una tarántula negra que se movía dentro de una pecera, en la vidriera. Entonces, decía, me siento al lado de mi mujer, que está en bolas, limándose las uñas, y lo veo. Y no lo puedo creer. Decían que estaba muerto, que cuando le fue a zarpar con Chamorro la bandera de San Lorenzo a la hinchada de Ferro lo habían púado mal. Decían que se había ido a Brasil a comer hongos y se había vuelto loco. Otros lo habían visto como Hare Krishna en Cuzco. Y hasta estuvo quien dijo que estaba preso en Caseros, por asalto a mano armada. Pero era él. Flaco, chupado, con un buzo azul que nunca se hubiera puesto. Y la periodista —una rubia pelotuda— le dice ¿te arrepentís de haber tomado drogas? Y Máximo dice, con una voz finita desconocida para mí, sí, sí, me arrepiento. Y debajo de la pantalla, en letras grandes, ponen el nombre de una institución donde curan a drogadictos. Y remarcan: una historia verídica, investigación especial. Mi mujer me mira hasta el alma. Sí, le digo, es él (ella no lo conoció, pero escuchó la cantinela sobre Máximo Disfrute en cada asado, casamiento o cumpleaños que festejamos los pibes del barrio). Y entonces salto como un resorte y agarro el teléfono mientras Máximo le cuenta a la rubia pelotuda cómo prendió fuego su moto en la puerta de su casa porque, le dice, estaba hastiado de la vida. ¿Hola, Andrés?, digo. Sí, me contesta. ¿Tenés un televisor cerca? ¿Para qué, gordo?, me dice y eso que ya no soy gordo, pero el hijo de puta me sigue diciendo gordo. Prendé el televisor, boludo, y buscá el noticiero, le grito. ¿Qué pasa, gordo? Pasa que está Máximo en la tele. ¿Máximo? Sí, él mismo, Máximo Disfrute. ¡Andá a la concha de tu madre, gordo! Seguro está fumando porro. Desde que volvió de ese viaje lo único que hace es rascarse las bolas y fumar porro en la pieza que tiene en la casa de los viejos. Andrés, lo están entrevistando a Máximo que es un drogadicto recuperado, ¡acá lo estoy viendo, boludo! ¡Metele! Esperá, gordo, esperá. Del otro lado se escuchan ruidos, como si moviera muebles. La rubia pelotuda le acaricia la cabeza a Máximo. Gordo... Gordo..., balbucea Andrés, y yo pienso: tocado y hundido. Ahora me cree el logi. Después te llamo, me dice y me corta. La pelotuda dice que van a un corte y que en el próximo bloque Máximo (no dice Máximo, le dice Alfredito) nos va a contar su paseo por el infierno. Tanda. Al final no estaba muerto, dice mi mujer. Parece que no, le digo. No me lo imaginaba así, dice. Está muy cambiado, digo. ¿Pero cómo te diste cuenta de que era él si no lo conocías?, le digo. ¡No te diste cuenta de que estaba el nombre y el alias escrito al pie!, me dice. Está hecho mierda, digo. Mi mujer se para. Es un poco rellena pero tiene buenas formas. En otro momento me hubiera picado el pito al verla en bolas, así. Pero ahora estoy para atrás. Cruza el cuarto esquivando la mesa de vidrio y se mete en la cocina. Desde ahí me dice ¿pongo el ventilador? Como no le contesto nada, lo trae —es de plástico, berreta y blanco— y lo pone sobre la mesa. El ruido del ventilador, el viento caliente, asmático, sobre mi cuerpo. El cuarto sólo iluminado por el televisor, esperando que la tanda ceda y aparezca Máximo otra vez. Con mis amigas nunca nos dejamos de ver desde que íbamos a la escuela, dice mi mujer, mientras prende un cigarrillo y se deja caer en el sillón. No tengo nada para decirle. Pero ustedes, desde que yo te conozco, cada vez se ven menos, remata. Tiene razón. Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Quisiera poder recordar cuál fue el momento en que estuvimos todos juntos por última vez. No puedo. Pero veo a la tarántula contra el vidrio, moviéndose lentamente, casi consciente de que inspira terror.
Dos/
Rápido me presento. Me llamo Nancy Costas. Y en todo el barrio donde reiné durante mi adolescencia, me llamaban Pan Dulce. Por la figura que formaba mi cintura engarzada en mi culo. Tenía el pavo más hermoso de todo Boedo. Lo digo yo, lo dicen todos. Y después, cuando me hice punk (y fui una de las primeras) los chicos me pusieron Punk Dulce. Vivamos rápido y a la marchanta, era nuestro lema. Pero después me tranquilicé. El líquido efervescente dejó de repiquetear en mi cabeza. Ahora tengo una hija y un ex marido. Y mi propia peluquería en la galería de Boedo y San Juan. En el piso de abajo, junto al caballito de madera que fue el rodeo de todos mis amiguitos desde los años setenta y al ladito de la veterinaria de Ángel. Si entrás por San Juan, me encontrás en seguida. Si entrás por Boedo, tenés que bajar las escaleras y doblar. Ahí estoy, casi siempre con mi delantal blanco, impecable. Y con mi amiga Cecilia Fantasía (alias la gorda Fantasía) mujer de Chumpitaz, quien se encarga de la manicura y demás. Me puse a escribir en este cuadernito Gloria la gloria de mis días. Porque así me lo aconsejó mi casi hermana Cholele, quien siempre me dijo que yo sabía contar las cosas como nadie y que aprovechara el Don. Que si no me enfermo. Que lo que se tiene y no se usa vuelve como enfermedad. Ella es sicóloga y sabe. Soy toda estilo y del mejor. Cuando la nena duerme, después de cenar y antes de lavar los platos, prendo un Colorado y manos a la obra. Las mujeres cuchichean de lo lindo en la pelu y sólo hay que parar la oreja para transcribir esas historias. Y cuando no me ocurren cosas transcribo mis días. Que para eso vivimos, para dejar en claro lo que pasó resbalando. Y que después la nena cuando tenga edad sepa que su madre fue la reina del barrio y la primera punk del país, casi. De la misma manera en que mi tía Susana me contó que fue vestida para matar a los carnavales de San Lorenzo para escuchar a Santana. De esa forma pasa el Conocimiento. Ayer, cuando lo vi en la tele, me vino un relámpago en la cabeza. De golpe y porrazo todos en la vereda de la parroquia San Antonio, antes de entrar a un baile (de esos que hacían los curas con la luz prendida y que empezaban cuando el Disc Jockey ponía «Un ladrillo más en la pared» de Floyd), en el invierno, con las camperas inflables y la ropa Little Stone que se compraba en la Galería del Este. Y él usaba un enterito de jean y una camisa toda floreada, resicodélica. Pero en el televisor, blanco y negro, estaba ojeroso, con buzo oscuro y apenas balbuceaba lo que le preguntaba una mina. Entonces le dije a la gorda Fantasía que parara de barrer (justo habíamos terminado una permanente y estábamos sin gente) y que mirara lo que yo estaba viendo, que me pellizcara si eso era cierto. Y ella pegó un grito y se llevó la mano a la boca y después fue hasta el teléfono público que está al lado de la pileta artificial del pasillo y llamó a Chumpitaz a la remisería, para que ponga la tele. Hija, cuando yo era chica, los barrios se dividían en bandas. Estaba la barra de Flores, la de la placita Martín Fierro (que era feroz y temida), la de San Telmo (que infectaba los bailes), la del Parque Rivadavia y muchas más. Yo paraba en la de Boedo. Ya que en Boedo nació tu abuelo y también yo y tu tío Ariel. Y aunque tu abuelo dirigió y jugó en Huracán, todos éramos del Ciclón al mango. Y mi barra, que era la unión de los chicos que iban a las escuelas Del Carril, San Francisco, Gurruchaga y San Antonio, tenía un solo jefe indiscutido, hija: Máximo Disfrute. El que estaba en la tele que te cuento. Cuando veo esas bandadas de pájaros hacer la V en el cielo, pienso que cómo saben dónde tiene que estar cada uno, ¿no? Quién le dice al otro, che, vos ponete ahí y vos allá. Pero desde la tierra se ven majestuosos. Y así éramos nosotros. Hasta que este país de porquería nos cagó a sopapos. Por ejemplo la tragedia de los Dulces. El Dulce grande chupado por la Policía, el Dulce chico asesinado en la cortada San Ignacio después de que intentó robar un auto. O el gordo Noriega que volvió de las islas sin transistores en el bocho. Y todo esto sin contar la muerte natural, como el tano Fuzzaro dándose el super palo en la Costanera, con la moto. Y por todo esto me pegó verlo en la tele, porque pensábamos que estaba muerto, o más bien queríamos que estuviera muerto antes que así, tartamudeando que la droga lo mató, que su vida era un infierno, contestándole preguntas a una boluda profunda. Cholele dice que debe haber estado en una secta de esas que te lavan la cabeza y que por eso desapareció tanto tiempo. La gorda Fantasía empezó a rapear que una noche Chumpitaz llegó excitado con la idea en la cabeza de que había visto a Máximo sentado en un tren que iba para Claypole. Y que cuando le empezó a gritar desde el andén, Máximo giró la cabeza, lo miró y se sonrió. Después se cerraron las puertas y el tren arrancó con el misterio hacia la noche del sur. Y que ella no le creyó, que le peleó que Máximo estaba muerto después del quilombo de las banderas robadas. Yo me acuerdo de un día en que estábamos todos esperando que se largara el baile en el Hogar Asturiano y de golpe empezó a sonar el helicóptero que anticipa el tema de Floyd y que todos gritamos y saltamos hacia la pista y que Máximo me agarró de la mano y la tenía húmeda pero a mí me gustó. Y a mi lado estaban Andrés y Patricia Alejandra Fraga (mi terrible rival en el podio del barrio) y los Dulces y Uzu y el gordo, ¡todos! Y que esa misma noche los chicos fueron a la casa de Uzu y le robaron la llave del auto al viejo de Japón y lo estrellaron contra un camión de sidra La Victoria que estaba estacionado en la puerta de la fábrica, en Estados Unidos. Todavía escuchábamos con las chicas a Bonnie Tyler y a esa que cantaba «Los Ríos de Babilonia». Y que después, cuando Armando trajo el punk (Armando, que antes había sido cheto y después stone y que fue el que trajo de afuera el disco Queen Live Killer) yo me pasé y Máximo un día me retó en la calle desde su moto. De esto me recontra acuerdo, amor. Máximo y Andrés y Uzu eran rockeros y se la pasaban escuchando a Zeppelin y Spinetta. Una noche, estábamos todos sentados en el zaguán de la casa del gordo Noriega y cayó Andrés con un disco de Spinetta y la caja no era cuadrada, era demencial, y los chicos se lo empezaron a pasar y Andrés tarareaba las canciones con unas letras rarísimas. Para mí era siome. Entonces me crucé de vereda y empecé a estudiar inglés en la Cultural de la avenida San Juan. Quería saber qué decían las letras de las canciones de los Sex Pistols y los Clash. Y cuando las comprendí me di cuenta de que había acertado. Hablaban de lo que yo pensaba en ese momento sobre las cosas. Pero bueno, ahora no veo todo tan negro. Por eso quiero que leas esto que te voy a decir con mucho cuidado: tu madre dice que todas las personas tendrían que poner sobre papel sus pensamientos. Y que estos pensamientos deben salir de las cosas que le sucedieron en la vida. Tu madre dice que cada persona tendría que construir, al final de su vida, su propio pensamiento y vivir en él. Que esto es más necesario que casa y comida. Te pongo un ejemplo: si yo no hubiera ejercido este vicio de escribir y sacar pensamiento, me hubiera quedado con la mente en blanco cuando lo vi a Máximo en la tele. Como quedaron muchos. Pero no, yo le dije a la gorda Fantasía que se tranquilizara —es decir, tomé las riendas de la situación— y que no se puede vivir con el pasado a cuestas. Que Máximo ya había hecho lo que tenía que hacer cuando fue necesario. Y que sobre lo que no se puede hablar, mejor quedarse musa. ¿Estamos?