Los Lemmings
Un rebaño de Puercoespines se apretujaba estrechamente en un frío día de invierno, para protegerse de la congelación con el calor mutuo. Pronto empezaron, sin embargo, a sentir las púas de los demás; lo cual hizo que se alejasen de nuevo. Cuando la necesidad de calor los aproximaba otra vez, se repetía este segundo mal; de modo que se movían entre ambos sufrimientos, hasta que encontraron una distancia conveniente dentro de la cual podían soportarse de la mejor manera.
ARTHUR SCHOPENHAUER
La dictadura fue la música disco. Estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y si no, mírenme: en mi pieza. Acabo de volver del cine Lara, de avenida de Mayo. Vengo de ver La canción es la misma, de Led Zeppelin. Todos los sábados íbamos con mis amigos a ver esa misma película. En la trasnoche. Ni bien terminaba yo me tomaba el colectivo para llegar rápido a casa y cambiarme de ropa. Ahora las toppers negras, el pañuelo que usaba en el cuello, los jeans y el saco negro caen desordenados sobre la cama. En el cielo está la señal de ella. Hay que apurarse. Me pongo los pinzados azules, las botas negras con taco, una camisa de seda blanca, el saco blanco con hombreras. Me aliso los rulos con glostora, me perfumo. Ya está, soy un Travolta de chocolatín Jack. Antes de salir me miro en el espejo del ropero. Perfecto. Quiero poder ir caminando con la tranquilidad de que la discoteca es mi segunda casa. No está mal, me digo, llevar esta doble vida por amor.
Para que se entienda cuál era la señal que estaba tatuada en aquel cielo gris de fines de los setenta (si de veras quieren escuchar otra historia de amor con final mortal), ahí va. Empieza durante ese período de nuestra vida llamado Escuela Primaria. Estoy en el patio del colegio Martina Silva de Gurruchaga. Hace un frío letal. Es el segundo recreo, el más largo. Quinto grado. Me costó mucho llegar hasta ahí. A mi lado está Mariano Gatto, mi mejor amigo de ese año. Durante la primaria tuve un mejor amigo por año. En las hornallas de la cocina del colegio se calentaba el mate cocido que nos daban todos los días acompañado con un pan miserable, en el tercer recreo. De golpe, Gatto me dice que mire a esa chica que se está inclinando en el bebedero para tomar agua. Con las manos se sujetaba el cabello castaño, para que no se le interpusiera entre el chorro de agua y la boca. Y, al inclinarse, el guardapolvo tableado hasta las rodillas se le iba levantando dejando al descubierto unos muslos tensos. Todo esto aderezado con unas medias marrones, tres cuartos, que penetraban en los mocasines negros. Sentí por primera vez, sin ninguna duda, que me gustaban las mujeres.
Enseguida me puse a investigar... Tenía un hermanito en tercer grado, su padre era taxista y su madre era gorda, ¡como la mía! Vivía en el piso nueve del edificio de la esquina del colegio, en Independencia y Boedo. Yo vivía en Estados Unidos y Boedo, a una cuadra y media. Desde la esquina de mi casa podía ver el techo metálico de su balcón. A veces, durante la noche, estaba iluminado. Veía sombras que se movían en ese recinto bendito. Meses mirando ese punto como si fuera un faro. Y cuando volvía de las vacaciones corría hasta la esquina para ver si seguía estando ahí... Tenía miedo de que a alguien se le ocurriera demolerlo.
Por otra parte... Durante un año no avancé mucho... En realidad nada. Supongo que inconscientemente esperaba que el destino pusiera una ficha a mi favor y que de golpe yo me encontrara con ella en brazos, salvándola de un incendio en el colegio. Y aunque no avanzara ni un milímetro en mi tarea de conquistarla, y aunque ella pusiera sobre mí la misma expectativa que debería sentir frente a cualquier objeto insignificante, mi atención no cedía ni un minuto. Yo la seguía con la mirada en los recreos y clasificaba su conducta como si el FBI me hubiese encargado un trabajo minucioso. Llevaba un fichero mental. Patricia Alejandra Fraga. Sexto grado. Amigas en el colegio: dos. Una japonesa de nombre por ahora desconocido. La otra es gorda, usa medias blancas enrolladas y, como tiene piernas musculosas, los chicos la llaman Pinino Más. Las tres caminan del brazo en los recreos.
Cuando nos juntábamos con Gatto para hacer los deberes, intercambiábamos información sobre nuestra chica. Si la habían visto sola comprando en el mercado de Independencia, si iba al cine y a cuál de todos los que había en Boedo, qué película había visto, etcétera... Es raro, cuando lo pienso ahora, pero seguramente la sensación de que ella era imposible de conquistar nos hermanaba en vez de enfrentarnos. «El año que viene va a estar en séptimo y se nos va a ir», me decía Gatto, mientras pulsaba el Ludomatic. «El año que viene», rumiaba yo en mi cama antes de dormirme.
Terminaron las clases. Mis viejos me llevaron a Mar del Plata para pasar unas vacaciones en el corazón del bronceador. Terminó el verano. Entré a sexto. Ella entró a séptimo. Estábamos en la rampa final. Entonces decidí hacer saque y volea. Un día, frente al combinado de mi vieja, con un vascolet en la mano, repasé mi archivo mental lentamente, como esas personas que caminan mirando la vereda porque perdieron la billetera. Entre mis pertenencias de tantos meses de investigaciones obsesivas apareció un nenito rubión con corte taza, quien estaba en tercer grado. El hermanito de Fraga. Tenía que conseguirlo a él para acercarme a ella. Lo veía clarísimo. Una alegría inmensa empezó a saltar en mi pecho. Era la Gran Idea, superior aún a la IDEA de Hegel o de cualquier otro alemán trasnochado... Sin dudas mis pensamientos se potenciaban frente al combinado. Siempre había sido ése mi lugar de reflexión. Abría sus puertas y tenía —a la derecha— la bandeja de discos, la radio inmensa; y —a la izquierda— las botellas de diferentes colores de las bebidas finas que tomaban mis viejos cuando venían visitas. Me gustaba escuchar los discos de mi vieja. Los Plateros, Nicola Di Bari, Roberto Carlos... Escuchaba la voz aguardentosa de Di Bari cantando: «Es la historia de un amor como no hay otro igual/que me hizo comprender, todo el bien todo el mal/que le dio luz a mi vida/apagándola después...» Ese tema me ponía fichas. Imaginaba, mientras lo escuchaba, que me daban un premio por meter goles en el torneo del colegio. Patricia estaba en la tribuna y le preguntaba a la japonesa cuál era mi nombre... Yo soy el héroe del turno mañana, hermosa, el megagoleador de todos los tiempos... Tomaba un sorbo de vascolet...
Ángel era el nombre de la criatura. El chanchito que me había propuesto adobar para llegar a Fraga. Cuando lo veía correr por el patio del colegio, me trastornaba pensando en la intimidad que él tenía con ella... Seguramente dormía en la pieza de al lado... La veía cuando ella salía del baño y cuando se levantaba... La escuchaba hablar por teléfono... Me empecé a acercar de a poco. Le regalé figuritas que yo le robaba a mi hermanito. Y una vez que me habló, lo invité a jugar al fútbol en el baldío de la calle Agrelo. Era un lugar mítico donde íbamos los más grandes del colegio. Antes había habido ahí una calesita horrenda que por suerte fue demolida. Y al lado se alzaba la masa negra de la fábrica de cigarrillos abandonada. Solíamos treparnos por los techos para inspeccionarla... El tano Fuzzaro conocía ese lugar a la perfección... Era nuestro Stalker organizando tours por las piezas vacías, repletas de la basura más disparatada: preservativos, mangueras, corbatas, gatos muertos, sillas... Un día encontramos una revista pornográfica, se llamaba «Noche de bodas»... No me dejó dormir por una semana... La buena fama que el baldío tenía entre los chicos de Boedo era inversamente proporcional a la que tenía entre los padres. Nadie quería ver a su hijo trepando la pared inmensa de ese lugar abandonado. Así que Angelito me dijo que la madre no lo iba a dejar venir. Le dije que si era necesario yo podía tratar de convencerla. ¡Hasta le ofrecí que mi mamá podía llamar a su mamá para darle garantías! ¡Yo era un egresado de ese baldío y todavía estaba vivo! ¡Nada me iba a detener en mi plan de llegar a Patricia Alejandra Fraga! El tiburón tigre anda siempre nadando a ras del fondo... No puede dejar de nadar ni un segundo porque se ahoga... ¡Palabra!
Un día, la mamá de Angelito y arquitecta de la primera maravilla del mundo, me estaba esperando a la salida del colegio. En esa época no existía el rap, así que debe haber sido una de las precursoras. Me rapeó un largo monólogo: «¿Así que sos el famoso Andrés Stella? Angelito se la pasa hablando de vos. Me dijo que lo querés llevar al baldío... Yo no tengo ningún problema, pero mi marido es muy recto con esas cosas, a él no le gusta que Angelito se junte con chicos más grandes... Pero éste insistió tanto que a mí me parte el corazón no dejarlo ir». Era una mujer gorda, pero linda, como si a alguien se le hubiera ido la mano inflándola. El rap siguió con una sarta de peroratas sobre lo difícil que era cuidar a un nenito, de lo peligrosa que era la calle después de determinada hora: «Pero si vos lo pasás a buscar, también tenés que comprometerte a traerlo en un horario que va a estipular mi marido...». Con esto último, dijo, ellos eran muy estrictos... Un segundo de demora y se acabó. Seguramente ella pensaba que yo tenía alma de seminarista o algo similar... Que la razón de mi vida era cuidar chicos...
No sé... Al final me terminó agradeciendo la preocupación que mostraba por Angelito y me dijo que sí, que lo iba a dejar ir al baldío. Lo podía pasar a buscar a «determinada hora» todas las tardes... Ventaja Stella, dirían en el tenis...
Angelito se la pasa hablando de vos... Esa frase me aceleraba el corazón. El nenito tal vez hablaba de mí delante de ella... Tal vez a ella mi nombre le intrigaba... Imaginaba la mesa familiar: el padre, la madre, los niños enfrentados y de pronto... ¡Mi nombre!... Corriendo por la mesa... Rebotando en la piel de ella... Andrés Stella, Andrés Stella, Andresssestella... ¡Fácil de memorizar! Yo repetía mi nombre una y otra vez mientras hacía el camino para buscar al nenito. Y cuando tocaba el portero temblaba, y mi nombre, de tanto repetirlo, me resultaba extraño. Y aunque esperaba que fuera la voz de ella la que saliera por ese colador eléctrico, siempre me atendía la madre: «Ah, sí, ya baja Angelito».
¿Cuántos años tendrás ahora, Angelito? ¿Seguirás cultivando el corte taza de aquella época? ¿Visitan tu memoria esas tardes de humo del baldío de la calle Agrelo? ¿Te habrás reproducido ya? ¿Te diste cuenta en algún momento de que a mí sólo me interesaba tu hermana? Yo le pido prestado el resaltador a Marcel y trato de que quedemos fosforescentes en las páginas de aquel invierno. El tano Fuzzaro, el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen, los chicos del pasaje Pérez, los hermanos Dulce... Muchos borrados antes de tiempo con el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida...
El nenito caminaba a mi lado como si fuera un perro hiperdomesticado. Seguíamos la rutina palmo a palmo. Lo pasaba a buscar, nos íbamos para el baldío, armábamos los equipos con los que caían por ahí. Angelito jugaba siempre para el que tenía los mejores jugadores... Al tano Fuzzaro y a los demás enfermos no les gustaba que el nenito viniera a jugar... «¡Mirá si lo quebramos!», me decían. O: «¡Qué se te dio por traer a este enano!»... El tano sospechaba algo... El japonés Uzu también... Lo cierto es que se armaban partidos increíbles. Había un jugador letal, se llamaba Cháplin —no Chaplín—. Era un genio desgarbado que hacía con la pelota lo que quería... Como esos domadores que consiguen que el tigre haga cualquier boludez. A veces, en pleno invierno, jugaba casi desnudo... El que lo tenía en su equipo estaba salvado. También estaba Tucho. Un enano que la amasaba de lo lindo. Jugaba mascando chicle.
Y era absolutamente horrible. La cara llena de granos, los labios leporinos. Pero en la cancha era como el albatros en el cielo. Tendría que haber vivido toda su vida en un potrero, poniendo esos pases milimétricos, algebraicos, que eran su marca de fábrica. Había dos Tuchos porque eran gemelos. Tucho el feo y Tucho el lindo. Al lindo los padres le habían operado los labios leporinos. El lindo a veces pasaba por el baldío, pero te la devolvía cuadrada...
Lo mío era meter goles. Había días en que me levantaba con unas ganas locas de hacer goles. Me ayudaba mucho que en los baldíos no existía la ley del offside. Me paraba al lado del arquero y no dejaba pasar una. Después, cuando llegaba a mi casa, agarraba un cuaderno Gloria y anotaba los goles que había hecho esa tarde. Los describía a la perfección. Ni bien terminábamos de jugar, nos cruzábamos al almacén del Colorado para tomar cocacolas. También fumábamos... Me acuerdo del paquete rojo de Jockey Club en la mano del tano Fuzzaro. El nenito miraba cada gesto nuestro con un asombro indescriptible. Y cuando lo llevaba de regreso a su casa, él me pagaba con creces todos mis esfuerzos. Me hablaba, al pasar, de su hermana. «Patricia discutió ayer con mamá mientras comíamos», «Patricia tiene insomnio y no puede dormir. Se pone a caminar por la casa y mamá se enoja». Nunca antes había escuchado la palabra insomnio... Eso me liquidó. A veces, cuando yo no podía dormir, me gustaba pensar que ella también estaba despierta, caminando por la casa. Éramos de la misma raza... Tarde o temprano yo iba a poder explicarle mis puntos de vista sobre todas las cosas, los frutos de mis reflexiones frente al combinado de mi vieja...
Eduardo Canale llegó al colegio cuando estábamos en quinto grado. Venía de otro súper exótico del barrio de Palermo. Un colegio que permitía que los alumnos se expresaran en las artes... Como la paideia de Platón... Pero era pago y, por alguna desgracia personal de sus padres, el muñeco terminó recalando en nuestro Gurruchaga, un colegio de clase media para abajo, con aulas descascaradas y baños impresentables...
Me parece estar ahora viéndolo caminar por el patio... El tipo ni nos miraba, nos despreciaba a full. Llevaba su guardapolvo siempre impecable. Y una corbata azul, pantalones de franela gris y zapatones negros, brillosos. Ojos verdes, pelo rubio, corte taza, petiso. ¡Una pinturita! Y encima el hijo de puta vivía en el mismo edificio que Fraga. Él en el segundo «A» y ella en el noveno «A». Cuando salíamos del colegio, él, ella y el nenito subían juntos en el mismo ascensor. ¡Dos pisos enteros con ella! La imagen me taladraba la cabeza. Empecé a pensar en cómo acercármele, pero el tipo era inexpugnable. Hasta que sucedió el incidente, la crónica de una paliza anunciada... La cosa se podía oler en el aire... Canale era demasiado engreído y se había armado una gran lista de espera para surtirlo. El tano Fuzzaro lo quería pasar a valores por algún motivo que ahora no recuerdo, pero que seguramente estaba tirado de los pelos... Entonces en un recreo se armó la de San Quintín... En esa época había una forma de bailar los lentos (con el brazo derecho, recto, como tomando distancia, sobre el hombro izquierdo de la chica) y una forma de empezar las peleas (empujándose). Así que el tano lo empieza a empujar... Los de sexto y séptimo los rodean... Los de quinto también nos acercamos... Después de todo los gladiadores son de nuestro curso y merecemos un lugar privilegiado... El tano tiene la cara roja de odio, va a construir antimateria con el cuerpo de Canale... Saca tres latigazos, la cara de Canale se mueve al compás percusivo de los puños del tano... ¡Todas dan en el blanco! Cuatro, cinco, seis, insert coin, again... La sangre de Canale no podrá ser negociada ni envasada, cae a chorros sobre su corbata azul, su guardapolvo impecable... Encima, para su desgracia, los maestros están en la cocina, charlando, tomando su té... Una raza bien domesticada... ¡El griterío es infernal! Yo empiezo a sentir esa mierda de la compasión... Y de pronto estoy bajo las luces del ring «basta, tano, basta», le grito. Y lo agarro a Canale de las solapas y lo arrastro entre la multitud de guardapolvos que gritan: «Muerte, muerte, muerte». Lo meto al baño. Hay un olor a mierda terrible. Le lavo la cara. Canale se la mira en el espejo y se pone a llorar. «¡Mi cara, mi cara!», dice. De fondo, se escucha que el griterío del patio viene caminando hacia nosotros... Miro a través de las puertas del baño, que son similares a las de las cantinas del Lejano Oeste... El tano viene a la cabeza de la jauría... Quiere rematar al pobre Canale... Cuando uno empieza a ganar es difícil ponerse límites... Me imagino que el tano comanda un trineo de perros fabulosos y hambrientos. Canale presiente la hora de su muerte y se pone blanco Canson... Le grito «¡tirate al piso, conchudo!» Cuando el tano irrumpe pateando las puertas, yo lo estoy levantando como puedo... Se sabe, Atila se preparaba para pasar por la piedra a toda Roma cuando se le cruzó el Papa... Eso estaba escrito en los oráculos y el bárbaro era supersticioso... Se espantó... Dio marcha atrás...
La cara de Canale tardó en recuperar su forma normal. Y su engreimiento también había llegado a su techo. Era una simple cuestión económica, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Para sobrevivir en este colegio infernal, debe haber calculado, mejor el perfil bajo. Entonces me empezó a saludar, se notaba que trataba de agradecerme el salvataje del recreo mortal... Era un tipo supersofisticado. Venía con unos libros amarillos y se los ponía a leer en el recreo. La colección Robin Hood: Bomba, el hijo de Tarzán en la catarata salvaje, La cabaña del Tío Tom, El Príncipe Valiente... Los libros traían ilustraciones. Me las mostraba. Un día me prestó El Príncipe Valiente. Lo leí de un saque. Después lo comentamos... El tipo siempre tenía una interpretación extraña de esas aventuras tan simples... Le gustaba complicar las cosas... Odiaba el éxito fácil. A mí eso me volvía loco. También leía en inglés... Y hasta escribía y dibujaba historietas. Las firmaba con el seudónimo de Michael Dumanis. ¿De dónde mierda habría sacado ese nombre? Y su cuaderno de clase era la locura: impecable, sin tachaduras ni borrones. Los títulos subrayados con dos rayas de marcador, una roja y otra verde. Las ilustraciones que le sacaba al Simulcop eran extraordinarias... Y cuando le tocaba pasar al frente daba cátedra. Michael Dumanis contestaba todo lo que le tiraban. Hasta sabía perfectamente lo que habían hablado San Martín y Bolívar en aquella reunión famosa... A la maestra se le caía la baba... Pero Dumanis no daba la sensación de ser un traga típico; más bien parecía como si desarrollara un trámite para que lo dejaran tranquilo... Era Paul Valery conviviendo con la hinchada de Boca...
Yo seguía atado a mi idea. Y un día lo encaré. Le dije que sabía que él vivía en el edificio de los Fraga. Y que quería que él me invitara a subir los dos pisos hasta su departamento, con los hermanitos, al salir del colegio. Fingiríamos, le expliqué, que yo lo acompañaba a su casa. Canale pareció desubicado por mi proposición. «Quiero subir los dos pisos con esa chica», le repetí lentamente apretándole un brazo. «¿La chica Fraga?», me preguntó. «Sí», le dije. «¿Te gusta esa chica?». «Estoy enamorado de esa chica», le repliqué. Realmente me importaba un carajo contarle todo. No se lo había contado ni al japonés Uzu, ni al gordo Noriega, ni a los hermanos Dulce ni al tano Fuzzaro. Porque no me servía contárselo. Dumanis me miró fijo, creo que se le pasó por la cabeza que tal vez yo fuera un serial killer.
Salimos del colegio uno al lado del otro, Canale caminaba como si yo lo estuviera apuntando con un arma. Después salió Patricia y se quedó en la vereda esperando al nenito. Nosotros estábamos en la puerta del edificio, fingiendo una conversación. Cuando salió Angelito, ella lo agarró de la mano y caminaron hacia nosotros. Yo empecé a sudar. Sentía electricidad en el pecho y me faltaba el aire. «Hola, Eduardo», le dijo ella. Tenía una voz increíble. Canale se adelantó, le abrió la puerta y le dio un beso en la mejilla. A mí me saludó el nenito. Ella ni siquiera me miró. El tano Fuzzaro pasó por la vereda con una bandada de pibes que se dipersaban... Me echó una mirada lapidaria... No le daban las cuentas... ¡Yo estaba entrando con el imbécil de Canale a su casa! El ascensor era muy chiquito... Todo rojo... Tenía un espejo... Nunca había estado tan cerca de ella. Usaba una colonia hermosa. ¡Íbamos ascendiendo lentamente en silencio! ¡Segundo piso! Bajamos con Canale. Estaba impregnado por esa colonia. Me entrené en ese olor... Lo distinguiría aunque estuviera en el corazón del Riachuelo...
Para nosotros, un lugar de reflexión era la casa del tano Fuzzaro, en Maza y Estados Unidos. Los viejos del tano eran médicos y tenían una casa increíble, con jardín, cuartos inmensos, chimeneas, era una locura... Sólo rivalizaba con la casa de Yapur, nuestro arquero, quien tenía un piletita —que parecía casi una fuente de adorno de esas que están en las galerías— donde nos metíamos todos a presión en el verano. Era una piletita iluminada, con sapos y enanos de jardín y plantas falsas, ¡todo falso!
A la casa del tano íbamos con el pretexto de hacer los deberes todos juntos... Éramos un grupo selecto del Gurruchaga, una hermandad de niños herméticos... Me costó mucho poder meter ahí a Canale. Decían que era un hijo de puta engreído, pero yo les explicaba que no tenía mala leche, que solamente era un tipo raro... Y que nos podía ayudar con esa mierda de los decimales... Cuando las matemáticas nos empezaron a inclinar la cancha, Canale consiguió la visa para entrar. Al principio el turro hablaba sólo conmigo, aunque fuéramos seis en la pieza, pero poco a poco se fue soltando.Y hasta empezó a tomar Talasa, el jarabe que consumía el tano porque era débil de los bronquios. El Talasa era genial... Con un gusto a frutilla y licor... Te dejaba un cosquilleo en el pecho y te ponía somnoliento... Pensativo... Se nos caía la baba mientras la tarde de invierno pasaba lentamente... El Talasa nos empujaba a hablar sin ansiedad, cada uno con sus rollos... Nos hermanaba...
¡Tardes gloriosas del Talasa, a mí!
Ahí estamos, alrededor de la estufa de la pieza del tano... Sentados en la alfombra y sobre su cama... De izquierda a derecha: Canale con sus malditos libros sobre las piernas... El japonés Uzu —o Japón, como le decíamos— vestido con una camisita aunque afuera parecía el Polo Norte; el gordo Noriega, con su olor permanente a semen porque se masturbaba a full; el tano, siempre con una figurita superchapita en la mano, que arrojaba —como un tic— contra la pared mientras hablaba y yo... contando por milésima vez el gran truco de Fantasio... «El tipo sacó a seis chicos del público, puso a tres de cada lado y les pidió que cuando él se dejara caer ellos lo sostuvieran», dije. «¿Y?», me preguntaron todos a coro. «El Gran Fantasio dijo: ahora voy a pesar 100 kilos»... «¿Y?», volvieron a repetir todos a coro. «¡Y los chicos no lo pudieron sostener!», dije. «El Gran Fantasio se paró, se acomodó el smoking y dijo: ahora voy a pesar 70 kilos... ¡Y los chicos a penas lo pudieron sostener!... Entonces volvió a pararse y dijo, muy lentamente: ahora voy a pesar diez kilos... ¡Y los chicos lo hacían flamear!». Nadie lo podía creer, era el gran truco. Y yo remataba con esto: «En la colonia de San Lorenzo me encontré con un chico que sostuvo una vez al Gran Fantasio en el truco. Le pregunté cuál era el curro y él me dijo: simplemente, de golpe, el hijo de puta no pesaba nada». «¡Noooooo!», gritaban todos a coro... Al japonés Uzu lo obsesionaba la botella que Superman tenía en la Fortaleza de la Soledad con los habitantes de Kandor —una provincia de Kripton, su planeta— miniaturizados pero vivos... Le parecía increíble «¿No estaremos dentro de una botella así?», nos preguntaba. «¿Te imaginás a Perón adentro de una botella?, no creo...», le contestaba el tano Fuzzaro. El estado de ánimo del tano dependía de cómo le había ido jugando a las figuritas en los recreos... Jugaba al espejito y al punto... Algunas finales del tano al espejito con el ruso Sclark fueron memorables... Todas las figuritas amontonadas, los dos rivales sudando y tratando de derribar a la que hacía de espejito y de golpe: ¡zas! ¡Uno de los dos estaba completamente melado!... Creo que el verbo melar desapareció de la lengua, pero alrededor de los años setenta, en Boedo, significaba «perder todas las figuritas». Cuando te melaban era el fin... Al gordo Noriega lo habían melado una vez y para siempre, nunca se repuso de esa humillación, dejó de comprar figuritas... Cuando estaba en la pieza del tano, adobado con Talasa, contaba la historia del Caburé, un pájaro —según él— del norte del país que tiene la particularidad de hipnotizar con su canto a los demás pájaros que lo rodean. «Cuando estos bichos están extasiados escuchando su canto», decía el gordo, «el caburé les salta encima, les pega un picotazo en la cabeza y les come el cerebro». «¡Eeeeeeeehh!», le gritábamos. «En serio, boludos, mi tío Ernesto tenía un caburé enjaulado y lo soltó porque mi tía le tenía miedo, es un bicho enfermizo», remataba el gordo, haciendo el gesto de que al pajarito le faltaba un tornillo... Canale también hablaba de animales, nos contaba las historias de los Lemmings, unos animalitos parecidos a las nutrias o como él les decía «perritos de las praderas», que vivían en madrigueras en el Ártico y que, de golpe y sin motivo, se tiraban de cabeza por los acantilados, suicidándose... Esa historia nos parecía increíble, nos imaginábamos a los Lemmings preparándose para darse el palo, como los kamikazes japoneses... Nos quedábamos callados... En el molde... La kriptonita verde nos mataba, la roja nos volvía locos, pero el Talasa era lo mejor. El tano siempre tenía varios frascos sobre su escritorio, puestos uno al lado del otro, como los jugadores de la Selección cuando se preparan para cantar el himno...