Si junto a ti las horas se apresuran
a quedarse en nosotros para siempre,
hoy que tu dulce ausencia me encarcela,
la dispersión del tiempo en mis talones
y en mis oídos y en mis ojos siento.
CARLOS PELLICER
Nos dimos un tiempo… Habíamos puesto tantos puntos finales en nuestra historia que, sin quererlo, hicimos de ellos puntos suspensivos. ¿Ese un qué era? ¿Una constante o una variable? ¿Lograría despejarla? Tiempo igual a distancia sobre velocidad. ¿Ese un era un artículo contable o indefinido? ¿Un lapso finito o infinito? ¿Nuestra separación sería momentánea o eterna? ¿Confundíamos, acaso, tiempo con espacio o, peor aún, con distancia? Las hipótesis y los cálculos me fallaban. ¿El tiempo era retrospectivo o prospectivo? Porque, para mí, simplemente transcurría, sin saber si era hacia adelante o hacia atrás.
Nadie, que yo sepa, se ha quedado con su primer amor. Hay más hombres por conocer, ¿cierto? No sé si sus últimas palabras fueron una maldición o una predicción. «Hasta que el destino vuelva a unirnos», decretó, como si adivinara que, cuando ocurriera, escucharíamos las ondas sonoras producidas desde las cuerdas vocales de Pandora. En cuanto terminó de hablar, ya lo extrañaba. Todavía retengo su frase inmóvil, sin duración aproximada. Mi vida consistía en ese instante que se repetía y se repetía una y otra y otra vez hasta la monotonía. Quería saber de él; volver a verlo, olerlo, tocarlo, sentirlo. Quería volver a él. Pero, ¿cómo entablar contacto con él si entre nosotros no había más que palabras y signos ortográficos de por medio? Mis dedos buscaron su perfil para enviarle un mensaje privado. Solo que mi mano, presa del cigarro, estaba fuera no solo de su alcance, sino también de servicio. El tiempo se encargó de dar por concluida nuestra conversación: «Enviado a las: 04:20».
Sí, el tiempo acaparó la situación. Quería comerme el mundo y a todos sus habitantes masculinos, pero resultó que el mundo era muy pequeño. Como nanosegundos pasaron los años. Y con cada titileo del calendario en el monitor, una persona me acompañó, aunque ninguno sació mi sed tan grande como el universo: Pierre, Wally, Oswaldo, Antonio, Hugo, Paco y Luis (los tres al mismo tiempo), el hermano gemelo de Antonio, Carlos, Ernesto, David, Adrián II el Chaka, Jorge, José, Julio y Jesús (mejor conocidos como el póker de jotas), Adrián III el Wawero y un largo etcétera, hasta que reapareció, especulativo, como si nunca se hubiera ido. Todo se tornó nebuloso.
¿Adrián?, interrumpí su lectura, su vida (y él la mía). Fanático de los cómics desde que lo conozco, leía uno de los ejemplares del Caballero de la Noche, sentado en una silla del Starbucks de avenida Insurgentes, justo frente al metrobús Dr. Gálvez, lugar que alguna vez atestiguó nuestras largas pláticas después de clases. Lucía igual que cuando lo conocí, estaba hasta en la misma postura: sentado e inmerso en un libro. Él no había cambiado nada, ¿y yo? ¿Seguíamos siendo los mismos? Alzó su mirada oculta tras el antifaz de Clark Kent (un grueso armazón de color negro). No se inmutó ni un poco. Su semblante no se descompuso. Nada le impresiona desde que logra ver pasado, presente y futuro a la vez. ¿Adrián, eres tú?, hice la misma pregunta dos veces y obtuve diferente respuesta. Mi distante voz salió enérgica, pensando que no me había reconocido, porque estaba completamente seguro de que me había escuchado. Movió sus labios, respondiendo risueñamente: «A veces…». Y sonrió cizañozo. Luego, dio un sorbo a su americano sin azúcar. Por su semblante parecía que esperaba. Sí, esperaba algo, como si me hubiera estado esperando todo este jodido tiempo ahí sentado.
—¿Cómo has estado? —proseguí con mi pesquisa.
—Igual que esta tarde, con pronóstico de lluvia. Ja. Al parecer el día de hoy los astros se han alineado para brindarme tu presencia, aunque no sé si en mi beneficio o en contra mía… Hace tanto que no sé de ti. No sé qué es peor: si encontrarnos por el mundo o jamás volver a hacerlo… Pero bueno, y ¿tú, Narciso? ¿Cómo te encuentras ya que me encontraste? —refutó al mismo tiempo que logré apreciar mi reflejo en sus lentes que impedían ahogarme en el mar de sus ojos.
—Este… bien… —contesté trabado, trémulo, entre nervioso y molesto, mientras a lo lejos las voces de María Isabel, María Teresa y María Fernanda cantaban ¿Cómo te va mi amor? Supongo que esperaba una respuesta más elaborada. Arqueó sus cejas en signo de desaprobación. Después bebió nuevamente de su americano.
—¿Quieres sentarte? —acercó caballerosamente una silla a su lado. Me aguanté las ganas de inventarle que tenía prisa. Hubiera sido fácil sacar un pretexto de la manga: alguna cita, mi impuntualidad, una urgente llamada, el tiempo (otra vez el maldito tiempo), cualquier cosa. Pero mi mente se había quedado completamente vacía. Nada salió de mi boca. Alguna fuerza desconocida me dominó. Me acomodé a su lado, igual que en el pasado, igual que en la primera ocasión.
—¿Aún eres fanático de Batman? —curioseé tan solo para propiciar la plática y evadir el silencio.
—Obvio. Soy su fiel seguidor. Batman siempre ha sido mi superhéroe favorito, el más humano. Me encanta su simbología: el color negro, el murciélago, la noche. No quiere la justicia, como puede ser el caso de Superman. Él desea la venganza. Pero el Batman de este cómic es diferente. La trama consiste en que, en un mundo alterno, quien muere es Bruce Wayne y sus progenitores son los que viven. El padre se convierte en Batman y la madre en el Joker —me explicó. No había perdido la locuacidad a la hora de contar historias. Estábamos inmersos, él y yo, en su charla. Me representó histriónicamente la dramática escena donde Martha Wayne se agacha a ver el inerte cuerpo de su hijo, lo toca, se mancha la palma de los dedos con la sangre de su sangre, se lleva la mano al rostro y, sin quererlo (o tal vez sí lo quería, en demasía), con aquella misma tinta de vida que corría por las venas de su primogénito se pinta una sonrisa de payaso sobre los labios. Terminó con un sobreactuado «Muajajajaja». Esa risa de mujer histérica por la reciente pérdida filial hubiera generado escalofríos, y algo de ternura, en cualquiera. Pude escuchar cuando la respiración de ambos se detuvo. Hubo un silencio entre nosotros. Había durado tanto tiempo el tiempo, tanto, hasta ese momento.
—¿Y tú crees en los universos paralelos? —reanudó sus palabras.
—Suena algo muy literario. Típico de ti —elogié. Sabía que mi fingida modestia lograría erradicarle su soberbia causada por la herida que, tiempo atrás, había infringido en su alma al pedirle tiempo. A lo que él me hubiera contestado: «Son las cuatro veinte».
—¿Gracias? Jeje. De hecho sí. Al concepto se le conoce como «ucronía», pero no es propio de la literatura. Los científicos también han opinado al respecto, tú que estudiaste Física, debes saber más al respecto. Han unido la teoría de la gravedad y la teoría de las cuerdas para formular una hipótesis sumamente interesante que pone en duda las ideas sobre el libre albedrío y el destino: la existencia del multiuniverso. Imagina que hay sucesos, hechos, prácticas, e incluso personas, que son imposibles de erradicar y culpamos al destino. Puntos neurálgicos en la vida de uno. Lo que es para ti aunque te quites, lo que no es para ti aunque te pongas, como dice la gente. En fin, hay momentos tan inevitables como el fin mismo. Por ejemplo, ¿nunca te has preguntado qué hubiera pasado si siguiéramos juntos? ¿Crees que tarde o temprano, o más temprano que tarde, hubiese llegado «nuestro» final? En este preciso momento, podríamos existir «juntos» en una dimensión desconocida, pero no tan lejana, porque estuvimos cerca de serlo. Hubiéramos sido. Otro tú y otro yo. Las posibilidades son infinitas —su exposición me agarró desprevenido.
—No lo sé… no pienso en ello… digo, no había pensado en ello —tartamudeé.
—Nunca fuiste de los que piensan mucho… ese tipo de cosas. Jajaja. Consúltalo con la almohada, ¿vale? Por ahora debo irme, pero ¿qué te parece si te invito unas chelas? —reveló, y ganó sacando ese as bajo la manga; por eso emprendía la retirada. Y sabía que yo deseaba seguir jugando.
—Órale. Me late —sentencié.
—Ya estás. ¿Qué te parece Vicent, en la Condesa? Lo conoces, donde fue nuestra primera cita. Allí te veo. Pero, bueno, ya me voy que se me hace tarde. Ya sabes lo que dicen «El que mucho se despide…». Nos vemos —nos dispuso para el próximo encuentro.
No hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. De repente, me vi en el lugar acordado. Arribé a tiempo, a las cuatro veinte, donde tuvimos nuestra segunda primera cita. La roja fachada aún conservaba el letrero con la imagen de aquel pintor que alucinado a causa de un amor profesado a una prostituta, se arrancó una oreja, Vincent Van Gogh. El pizarrón anunciaba la promoción del día: dos litros de cerveza más una shisha por 200 pesos. El aroma a tabaco de varios sabores: menta, sandía, canela y más, inundaban el portal. Traspasé el largo pasillo humeante hasta llegar a la zona al aire libre. En cada mesa había dos o tres personas acompañadas de una hooka dispuesta a usarse. Ahí estaba. Me daba la espalda. Fumaba sobre una banca de metal, esas que comúnmente se utilizan en los parques. Lo encontré semiacostado, como si estuviera en un diván, dispuesto a confesarse. Sus pies, un tanto recogidos, no tocaban el piso. Levitaba, rodeado de enredaderas y demás flora silvestre, cuyos ramales decoraban las paredes del jardín. Parecía una hermosa pintura prerrafaelita: la Cleopatra de Moreau. Seguramente se repetía en sus adentros: «No mires atrás, no mires atrás, no mires atrás» para no convertirse en sal. Agarraba la pipa con la mano izquierda, cuando volteó el rostro para verme llegar.
—Te aguardaba —inquirió en cuanto me le puse enfrente, exhalando alucinógenos vapores por su boca. Podría jurar que aquella nube era de opio o mariguana. Probablemente solo era mi imaginación. Él o la locura (al fin, lo mismo) jugaban con mi mente.
—Pero no te quedes ahí parado como estatua, siéntate, hombre. Nos pedí unos mezcalitos, como aquella vez, para celebrar nuestro azaroso reencuentro. A tu salud —y bebió su caballito de un solo golpe con todo y gusano.
—Sabes que amo el mezcal —brindé ameno, aunque dejé el mío a la mitad. Medio lleno o medio vacío, daba igual. Decidí someterme a su prueba.
—También los tomamos aquella vez, en la fiesta de tu amiga, cuando me recitaste El poema, ¿recuerdas? —ataqué con lengua bífida.
—Hay cosas que uno olvida o quiere olvidar, ¿no es verdad? ¿Qué decía El poema? —curioseó, evadiendo cualquier sentimiento que yo le pudiese ocasionar.
—Lo aprendí de memoria.
Tu ombligo es el centro del universo y mi boca tiende al infinito.
Soy un astrólogo, persigo a la luna. Galaxias, planetas, polvo.
Meteorito. No, meteorito no, ¡es una estrella fugaz!
Pide un deseo: ¿a qué sabe la Vía Láctea?
Contigo siempre es de noche.
Por ti, gozo la oscuridad.
—Y pensar que lo escribí para ti después de mamártela hasta dejar tus ojos y mi boca del mismo color: en blanco —me reclamó. El momento fue tan incómodo para él que jaló el humo de la pipa de golpe, en una gran bocanada de aire. Proseguí con mi digresión, buscando nuestro tiempo perdido.
—Si no es churro. Jajajaja. ¿Te pusiste nervioso?
—¿Y bien? ¿Te gustó?
—¿Qué cosa?
—¿Pues qué va a ser? ¡El poema!
Me acerqué a él hasta quedar frente a frente. Le convidé de mi trago. Agarré con mis garras mefistofélicas su mano izquierda, tomé la pipa para colocarla en la mesa y lo besé tiernamente en la mejilla. Al finalizar le cuchicheé al oído: «¿Quién dice que Superman no es un ave de mal agüero si siempre se dirige hacia el peligro? ¿No acaso se cree que los meteoritos son señales o pronósticos, profecías de un tiempo funesto?». Y brindamos nuevamente. El triunfo le sabía sumamente amargo, ¿no que la venganza era dulce? El licor olía a un barato barniz de uñas. Proseguimos con el festejo. Pedimos más, hasta acabarnos lo eterno. Él empezó sorber con pequeñas pausas, yo no. Poco después, quedé algo aturdido. Borracho de fracaso. Cualquiera podía catar la tristeza que juntos emanábamos. Entre la nube de humo, le supliqué que no volviera a desaparecerse, a evaporarse. Terminamos en mi departamento. Continuaríamos la historia que habíamos dejado inconclusa. Cumpliríamos nuestros pendientes, nuestros planes; pero él, de repente, sin previo aviso como hace siempre, se detuvo. Y me dijo: «Perdón. Había olvidado que no he terminado de leer mi cómic de Batman y ya son las cuatro veinte de la mañana». Se marchó por segunda vez de mi vida; esta vez para siempre. Mi castigo fue ver cómo ese primer amor salía de mi departamento, de mi vida. Lo acompañé a la salida. Acoplado en el uber camino a su casa, vi que se llevó la palma de su mano siniestra a la boca para ocultar no sé si el llanto o la risa.
Desperté de mi ensoñación. El tiempo se había detenido todo este tiempo. Todo había pasado en mi imaginación. En la pantalla titilaba el «Visto a las 04:20». Ahora solo me quedan los recuerdos que aparecerán cada mañana, al despertar, en la bandeja de mi Facebook.