Vivo cerca de Guadalajara, en un municipio en expansión de la zona conurbada. Hoy quiero contarles la historia de Sergio Hernán. Es una historia de la vida real, la evidencia es un cuaderno de memorias cuyo contexto se sitúa en el último tercio del siglo XX. ¿Han escuchado la canción de «Sergio el bailador»? Quisiera presentar en vida al personaje, pero muere.
En el pabellón de Neurología, en el noveno piso del Hospital Civil de Guadalajara, mi amigo se debatía entre la vida y la muerte. Sergio iba al mar acompañado de un amigo cuando el automóvil perdió los frenos. Total obscuridad, la curva y el descenso en el vacío. El impacto fue mortal, ¡crack!... Noche amarga, acompañado de un cadáver. Tuvieron que pasar doce horas para que un arriero que iba por la vereda se diera cuenta. Sergio fue enviado al hospital y el otro chico a la morgue. Y en el pueblo el morbo.
Fui a visitarlo y me pidieron donar sangre. El ambiente del hospital era tétrico, tenía focos blancuzcos, parpadeantes y tristes, un aire asfixiante, ríos de gente, baños insalubres y dolor. Me llevó más de una hora el proceso: madrugar, identificarte, hacer fila, el primer piquete (para el análisis de la sangre), revisión total, la boca por si había caries y las preguntas incómodas. ¿Ha tenido relaciones sexuales con diferente pareja en los últimos seis años? ¿Se ha hecho pruebas de VIH? ¿Alguna vez en su vida ha tenido relaciones con personas de su mismo sexo? Sangre sana y prueba superada. Luego viene el segundo piquete. Te acuestan en una camilla para obtener 450 mililitros, «¡Abra y cierre la mano para que la sangre fluya!», indica la enfermera. «¡Ahora descanse! ¡Le vamos a dar un refrigerio!».
Mientras mordía un sándwich de pan bimbo con mayonesa, jamón de pavo y rodajas de manzana verde, acompañado de té de manzanilla en vaso de hielo seco, marqué el celular. «¡Listo, he hecho la entrega!», le dije a su hermana. «¡Muy bien! Ya bajo para entregarte el pase», contestó. Los minutos fueron eternos, porque hay un elevador único que debe recorrer todos los pisos. Elevador que parece la bragueta del edificio alto y masculino «Juan Menchaca».
La hermana se presentó con un aire cansado, tres días de desvelo la habían envejecido. «Qué bueno que viniste, eres el primero y el único. Le va a dar mucho gusto verte, gracias». «No tienes nada que agradecer, gracias a ti por permitirme verlo». Ella se quedó en el pasillo obscuro y yo busqué el elevador. Tenía la sensación de que todo estaba sucio, que había bacterias en la pared, en el elevador, en cada piso. Me daba miedo que la gente me acompañara pero más miedo me daba lo intangible, era un lugar donde se sentía la muerte. Por fin llegué al cuarto y la cama de mi amigo.
Parecía que había llegado a una zona de guerra, los enfermos tenían cables, tubos y catéteres, algunos con vendajes en el pie y la cabeza. Había bolsas de suero y de sangre, en algunas camas bacinillas de plásticos azules y patos transparentes para las necesidades fisiológicas. Era el gabinete de los neurólogos, urólogos y proctólogos. A un paciente le curaban las heridas del pie, a otro le revisaban los testículos, al fondo un hombre derruido, «Le acaban de quitar un absceso que tenía en la cabeza», me dijo Sergio al notar que lo observaba.
Sonreí, me acerqué y me senté a su lado. «¿Cómo estás?», le pregunté. «¿Cómo crees? Sobreviviendo», me dijo. «¡Ánimo!» contesté, no sabía qué decir. «¿Ya enterraron a Hugo?», ahora es él quien pregunta. «Sí, hoy fue el funeral. El Semefo tardó en entregar el cuerpo». Noté su tristeza. Charlamos un rato de cosas banales, hablaba despacito y respiraba con dificultad. Cuando me despedí dijo: «Espera, quiero encargarte algo, acércate». Me incliné lo más que pude, parecía que me quería decir un secreto. «Ve a casa y dile a mi madre que te pedí un libro, entras a mi cuarto y bajo mi colchón tomas el diario que dejé inconcluso. Ya te había platicado sobre él. Son mis memorias, por favor, haz lo que tengas que hacer para recuperarlo y desaparecerlo», me dijo desesperado y con los ojos desorbitados. «Sí, no te preocupes, pierde cuidado», lo tranquilicé. Entendí que en dos días lo operaban y temía el resultado, y que su madre descubriera su secreto.
Tan pronto llegué al pueblo busqué a la doña. Así le digo porque es de las familias pudientes. También se lo he dicho en su cara y no se molesta. Le expliqué que ya había donado sangre y me lo agradeció. Me invitó un café de olla con canela, piloncillo y piquete. Platicamos un rato y preparé la demanda: «Su hijo está muy aburrido, quiere leer Las memorias de Adriano, pero también me pidió que le lleve un cuaderno para escribir poesía, ¿cómo ve?». «Sí, pásate, y también llévale una cobijita de lana por si tiene frío, está en el ropero», su semblante era irreal.
Dos horas más tarde estaba en casa, después de hacer escala en el bar de Tino para tomarme una yerbabuena. Llegué, me quité toda la ropa, encendí la lámpara, apagué las demás luces y me acomodé en la cama. Comencé a leer el diario de Sergio.
Mi infancia fue muy bonita, yo era un niño figuroso, inquieto y fuerte al que le gustaba el futbol. No sufrí de ningún tipo de abuso porque tanto yo como mis hermanos éramos buenos para los putazos. Así que nadie se metía con nosotros. Ahora le dicen acoso escolar y bullying, pero yo no sufrí nada de eso. El único momento triste fue una vez que fui al mercado del pueblo, pues mientras esperaba que me prepararan una malteada de chocomilk, azúcar y leche congelada, alcancé a escuchar que hablaban de mí. Era la esposa del cohetero y la Retoña:
—Creo que el Sergio resultó jotito.
—Adió, ¿y eso?
—Pos qué no ves que es medio rarillo y amaneradillo. Así que ponte trucha porque se junta mucho con tu hijo el Muletas.
—Jaja, no chingues, si no es enfermedad pa que se pegue.
—Pa mí que es castigo de Dios, ya ves su padre, no desaprovecha la oportunidad de tirar carrilla y ojerar a los invertidos
—Pos pue que, pero yo creo que tú le tienes mala idea.
—Al viejo cabrón sí, porque es bien ventajoso, ahora que explotó la bodega de mi marido le hizo pagar daños y perjuicios dizque por daños a su casa. Y mira, terminó quedándose también con nuestra casa, viejo baboso. Y en cuanto al chamaco pos hijo de tigre tigrito, mejor cuida a tu muchacho no te lo vaya andar violando.
Yo no sabía qué significaba la palabra jotito, pero sentí que no era nada bueno y lloré. Después supe que el adjetivo variaba con la edad, un niño podía ser jotito, un joven amanerado era un joto hecho y derecho, y un viejo con mañas era jotolón. A las mujeres que les gustaba su mismo sexo o que nacían con pene y vagina era marimachas y manfloras. Nunca imaginamos que con el tiempo esta fauna se iba a convertir en la Comunidad Lésbica Gay Bisexual Transexual.
Detuve el diario para evocar al pueblo. Sergio tenía talento para describir con lujo de detalles el léxico de nuestra gente. Seguramente para él fue un momento traumático porque evitaba detalles que yo sé. El niño calló pero la Retoña fue con el chisme y la madre de Sergio Hernán agarró a chingadazos a la esposa del cohetero. Con tremendas uñas le torció el hocico y la dejó marcada. Y ese viejo mercado claro que lo conocí, era un lugar delicioso lleno de olores y sabores. Vendían birria, menudo, lonches de queso y jamón, fritangas, sopes y tacos de comal, champurrado, café de olla, jugo de naranja, birote, panecillos de maíz, pan tachihual, picones, variedad de frutas y verduras, pollos pelados, menudencias, carne y pescado. En un lugar así nació Juan Baptiste Grenouille. Un cuaderno de memorias es cosa seria, inevitablemente te atrapa. Continúe con la lectura.
Año 1975, entré a la secundaria, andábamos del tingo al tango porque la escuela estaba en construcción. Y aunque yo me sentía un chico normal, había algo que me delataba como invertido como si tuviera la P de Puto en la frente. Un maestro me tiraba el pedo, me decía que fuera a su casa para estudiar el libro de Álgebra de Baldor, pero yo le daba avión porque sabía que andaba tras la O y el asterisco.
Me detuve en la lectura y no pude evitar sonreír. A mí nunca me han acosado pero sí les tenía miedo a los maestros, especialmente al maestro Fidencio Escamillas Cervantes, me pregunto si sería el mismo que lo acosaba.
Mi primer amor (wow, eso sonaba interesante). En la escuela nos hacíamos la pinta para ir a nadar a la presa del gringo. Siempre me bañaba con puro feyito pero un día ocurrió algo extraordinario. Apareció Lizandro Osiris, sobrino de uno de los riquillos del pueblo, haciendo cabriolas en un cuaco albo rejego. Lizandro era bien parecido, tenía ojos verdes desganados, bien dado y macizo, alto y blanco. Era el muchacho cien por ciento perfecto para mí, tal como lo había imaginado.
Esta declaración me pareció muy fuerte. Lizandro Osiris era una de las figuras más respetables del pueblo. Tenía un matrimonio bien avenido, seis hijos y nunca se le había sabido nada. Además yo tenía entendido que no pertenecía a la generación de Sergio, le llevaba seis años. Eso estaba cañón. De lo que uno se viene enterando… Primero, cómo había fincado su riqueza el padre de Sergio, a base de una tragedia, de la explosión del cohetero. Y ahora eso. Ya comenzaba a entender por qué Sergio quería ocultar su historia. Seguí leyendo.
El tío de Lizandro era dueño del rancho Buenos Aires, así que me dio por espiarlo, me salía de la escuela y me ponía tras la barda de piedra para verle pasar, mientras tanto me entretenía quitando la lama y el musgo seco que se adhería a las piedras o me la pasaba matando conguitas con la resortera, unos pajaritos negros y estúpidos que abundan en el campo. Llegó el día de mi suerte cuando nuevamente vi al muchacho perfecto para mí. En el crucero del camino que va a la cañada Lizandro gritó ¡Arre!, y golpeó al animal con una cuarta de charro de cuero crudo, se fue a galope por la vereda arbolada, como alma que lleva el diablo. Luego, al llegar a la casa del caporal, Lizandro jaló la rienda, gritó ¡Oh cuaco! y el animal reparó, relinchó y se detuvo. Hombre y caballo estaban bañados en sudor, Lizandro bajó, se quitó la camisa y la puso sobre la montura, traía un pantalón de mezclilla color mostaza, se acercó a la noria, en el brocal estaba un bote atado a una soga que iba a la garrucha, lo lanzó al vacío, una y otra vez, vaciando el contenido en la tarjea, el bebedero del animal. El recipiente que lanzó al pozo era enorme y cuadrado, aquí le dicen botes alcoholeros con capacidad de 19 litros. Luego se lavó la cara y los brazos, salpicando de agua el pantalón y las botas polvorientas. Nunca me había sentido plenamente feliz. Jamás la belleza de un hombre me había seducido tanto como el torso y la espalda de Lizandro. Lo deseaba con amor y sin escrúpulos. Era tan fuerte mi mirada que hice que volteara y eso que yo estaba a 20 metros. Entonces me vio y dijo «¿Qué me ves pinchi redondo? ¡Váyase a otro lado a chingar a su madre, órale». Y patas pa qué las quiero, me fui en putiza, llegué a la casa todo sofocado y cuando me calmé dije: ¡Ay Lizandro, Lizandro perdóname la vida!
Las memorias de Sergio me trasladaban en el tiempo. El rancho Buenos Aires después fue un fraccionamiento. Decían que en ese lugar había dinero enterrado. Supe de una persona que se desdoblaba y en espíritu se enfrentó con el guardián de las monedas de oro. Después se enfermó, se le complicó la diabetes y murió. Como era un buscatesoros, antes no murió de enasogue, esa extraña enfermedad que resulta por los vapores del dinero enterrado. Retomé nuevamente la lectura.
Perro que traga huevo aunque le rompan el hocico, yo era muy terco y seguí espiándolo pero tomaba mis distancias. Estaba clavado con él, era como si me hubiera dado toloache, estudiaba sus manos e imaginaba que estaba verijón y talachudo. Hasta que una vez me descubrió de nuevo espiándolo, montó el caballo, se acercó hacia mí y me dijo «Si me sigues mirando así, te voy a coger» y azotando al animal se perdió entre la arbolada.
La libreta de Sergio tenía un subtítulo que decía «Ocho años después: El reencuentro». ¿Por qué omitió Sergio hablar de su vida durante ese periodo? Era la parte más importante y la que lo definía. Se fue a estudiar a la Escuela Vocacional de la Universidad de Guadalajara, estudió modelaje en una agencia de la avenida Chapultepec, según él porque no quería ser el jotito del pueblo, adjetivo peyorativo que se da a los maricones sin clase. Sergio Hernán se maquillaba y modelaba ropa de la marca Levis, Jordache, Valente y Brasto. Con el tiempo desarrolló su propio estilo. Se identificó con el grupo electro-pop Locomía y mandaba hacer su ropa con los mejores sastres y costureras del municipio.
Con su extraña indumentaria andaba de fiesta en fiesta: Santa Anita, San Agustín, San Sebastián, San Sebastianito y Santa Cruz. Su debut lo hizo en San Isidro Mazatepec en 1991, bailando la canción del grupo hondureño Banda Blanca, «watanegui consup, Iupipati Iupipati wuli wani wanaga, si tú quieres bailar sopa de caracol». Sergio fue la sensación de la noche, bailaba di-vi-no, todo el mundo le aplaudía, era requerido en las mesas, le invitaban bebidas y los que tenían cámara se querían fotografiar con él. Estábamos en pleno destape, muy cerca de la ciudad perniciosa que todo lo permitía y nada perdonaba. Precisamente el año en que Lizandro Osiris regresó de los Estados Unidos para quedarse en el pueblo y convertirse en el hombre más rico al ser el ferretero que se aprovechaba del desarrollo urbano. Tras esta introducción seguí con el reencuentro.
Lizandro es la única persona que he amado, lo conocí cuando tenía 16 años y le volví a ver a los 23 pero nos dejamos de hablar un tiempo, primero porque se portó muy grosero conmigo, después porque se fue a Estados Unidos. Pero cuando regresó vino muy cambiado, probablemente influenciado por las costumbres gringas, era muy macho y tenía novia, pero también era open mind. El día de mi cumpleaños me invitó al bar Shakespiere pidió una botella de las más caras y me invitó un coñac. Tomé unas copas y me puse muy risueño y relajado, después de eso me dijo que fuéramos a visitar un familiar pero me llevó al motel Cesars. La posibilidad del amor tocó a mi puerta y me paniquié. «¡Eres un pendejo! ¡No me digas que tienes miedo!» me dijo. «La neta que sí, tú me quieres poner en cuatro y también me quieres poner un cuatro» balbucée, le dije que iba al baño y desaparecí.
Interrumpí la lectura y me remití a mis propios recuerdos. Por aquella época los moteles aparecían por todas partes, entre Plaza del Sol y la Minerva había uno cuyo edificio después lo hicieron un centro comercial. El inmueble ahora debe tener una extraña vibra al pasar de ser una piquera a otra cosa. En ese tiempo también aparecieron los hoteles Dunas, Hacienda Real, Garden y Doral en carretera a Morelia, pasando Periférico Sur. También era cierto que había mucho pudor, nunca decías abiertamente «Esta noche va a cenar Pancho». Engañabas a tu pareja con cualquier subterfugio y cuando finalmente estabas ahí, había pleitos porque la presa se sentía burlada y engañada. Era una época en la que se hablaba con indirectas y metáforas. Terminé la última parte del rencuentro.
Yo quería que Lizandro fuera mi cuatacho, necesitaba medir el agua a los camotes, no me quería sentir usada y pisoteada. Me siguió buscando y salíamos a la ciudad, porque bien se sabe que en el pueblo el chisme se pone del nabo. Me regalaba cosas y yo guardaba todo, hasta las envolturas. Lo que más me gustaba eran los jabones Maja, una marca española, envueltos en elegante papel de seda negro.
Lizandro una vez me buscó para decirme que había embarazado a su novia y que yo era el primero en saberlo. Me pidió le diera un año sabático en lo que pasaba la tormenta, yo le dije mejor ái muere, que termináramos, por respeto a su esposa y su bebé. Ahora es un buen amigo. Creo que es la única persona que amé. Con los demás hay pasión y calentura, pero jamás me volví a enamorar de nadie.
Así terminaba la primera parte del cuaderno. Había mucho más, de hecho daba para una novela, pero tendríamos que abordar la vergüenza y el machismo de su padre, el amor desmedido de su madre con sus confidencias y llantos, la ignorada tristeza, la época en la que se fue con los traileros, y su vida nocturna en Guadalajara. Se escapaba de casa para irse a Panchos Bar, a las Cascadas y al Mónicas para ver los stripper dancer, el show travesti y los performances, entre chavos modelos, osos y vestidas. Iba a las películas porno en el cine Lumiere, hoy Teatro Galerías, a ver los chippendale en el Cucurrucucú y al cuarto obscuro del Bar Club Mustang.
Nadie mejor que él para conocer la evolución de Guadalajara en el submundo gay. Vio caer a los primeros enfermos de sida, uno de sus amigos murió en la lucha, otro se suicidó fingiendo una operación que nunca existió. Más que suicidio fue un acto de bondad. La eutanasia tipo Ámsterdam donde al estilo Borges, «el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió».
Sergio queda en mi memoria. Tras su deceso la familia destruyó todas las evidencias de su homosexualidad, su ropa y lencería y toda la colección de revistas que mostraban desnudos masculinos. Catálogos eróticos, sensuales y bizarros que mostraban al típico «macho cabrón latin boy chacaloide», esos ejemplares que se podían adquirir en los puestos de revista: Macho tips, Hermes, Del otro lado, Boys & Toys, Atractivo G, Eros y Ser gay. Material que le permitía contactar parejas del estado y la geografía nacional gracias al directorio de las últimas páginas. Un cariño indecente, por carta y mediante la contratación de un correo privado.
Aunque Sergio Hernán dejó huella, pasó al olvido porque todo pasa y se transforma. Su muerte benefició a Lizandro Osiris, quien también así lo enterró. Aunque después alguien me contó que lo recordaba el 23 de octubre, en su aniversario, o cuando escuchaba las canciones que Sergio le dedicaba, particularmente «Hey» de Julio Iglesias.