Manuel sospecha que le gusta Santi desde que este le confiesa su obsesión por las naves intergalácticas.
—He visto unas tres o cuatro en mi vida —dice Santi—. ¡Son fantásticas! Eso de que parecen platillos voladores no es cierto, claro que cuando las dibujo en el cuaderno les doy esa apariencia la mayoría de las veces porque así son más fáciles de dibujar. Mira.
—¡Tienes más dibujos que apuntes!
—Sí. Y eso que anoto todo lo importante que dicen los maestros, o eso trato.
—Oye, por cierto, dicen que tu papá es rico; bueno, que tú también obviamente. Andan todos con ese chisme.
—Lo sé. ¿No te parece tonto que le den importancia a cosas como esas?
—¿Entonces sí lo eres?
Santi cierra su cuaderno y lo guarda en la mochila.
—¿Tú también te quieres juntar conmigo por eso?
—Eh, no. ¡Claro que no!
—Pues lo parece. Muchos llegan diciendo que quieren ser mis amigos, pero de inmediato descubro sus falsas intenciones. Mi papá me enseñó a darme cuenta —Santi trata de mantener la calma. Se prometió no darle importancia al tema—. En fin… ¿Qué más dicen de mí?
—Pues unos cuentan que eres medio mamón porque te querían acoplar y te negaste. Y que torcías los ojos así como lo estás haciendo.
—Pues sí. Es que son una bola de tontos convenencieros —indica Santi—. ¿Y qué más dicen?
—Que tienes un Play Station 4, un Xbox One y un Super Nintendo que era de tu papá y que tienes como veinte videojuegos por consola.
—¿De dónde sacarán tanta tontería? —Santi ríe y se pregunta quién habrá sido el primero en dispersar los rumores. Sospecha de Gerónimo, un niño alto y gordito.
—Quién sabe. A veces dicen cada mamada que qué te cuento. —Manuel sonríe y busca complicidad en la mirada de Santi. El receso no va a la mitad y Manuel ya se comió todo el lonche; Santi no tiene mucha hambre y le ofrece una porción del suyo—. ¿Te puedo preguntar algo y no te enojas? —continúa.
—Depende.
—¿En qué trabaja tu papá? Si se puede saber, claro.
—Pues es un ejecutivo de una empresa de carros que tiene una maquila en el norte de la ciudad. Un día fui y está muy grande.
—¿Por eso se vinieron a vivir a Chihuahua?
—Ajá. Yo no me quería mudar, la verdad.
—¿Y dónde vivían antes?
—En Zapopan —Santi cruza los brazos y lo observa con indignación fingida—. Lo dije el primer día, ¿no te acuerdas?
Manuel levanta la mirada al cielo, hacia las nubes, como si alguna reflexión profunda hubiera abarcado cada rincón de su pensamiento hasta que vuelve en sí.
—Seguro andaba en el baño.
—Me imagino —Santi imita a Manuel. Supone que algo busca entre las nubes: una nave espacial, la forma abstracta de algún alienígena o una simple oveja espumosa.
—¿Y vives nada más con tu papá y tu hermano?
—Sí —contesta Santi con frialdad. Manuel nota la pesadez emocional en su respuesta. A pesar de que se muere por preguntar al respecto, no lo hace. A veces hay que aprender cuándo no inmiscuirse. Se quedan en silencio y muerden una vez más el sándwich partido a la mitad.
Pusieron música a través de los altavoces colocados afuera de la Dirección y la Prefectura. Santi ya ha escuchado la canción, Manuel no. Daft Punk suena con tonos galácticos, de película chafa de ciencia ficción que en ocasiones transmiten por televisión en las madrugadas y que Santi se pone a ver cuando se levanta al baño y el sueño se le va con el agua del escusado. A pesar de no conocer la melodía ni al dúo que la interpreta, Manuel también piensa en mundos ficticios, solo que relacionados con Mass Effect, el que a veces juega con sus primos.
—¿Entonces sí te gustan las naves espaciales? —Santi retoma la charla tras darle fin a su trozo de sándwich. Lleva dinero para comida pero prefiere lo hecho en casa.
—¡Claro! También tengo muchos dibujos. Deja te enseño. —Manuel saca un cuaderno con los apuntes de Química. Sus vehículos intergalácticos tienen infinidad de formas complicadas.
—¡Eres mejor dibujando que yo! Los míos al lado de los tuyos parecen de primaria. ¡No, de kínder!
—¿De verdad te parece? —Manuel no acostumbra escuchar elogios, menos de niños de su edad.
—Sí, mira. Compara los trazos, eres muy detallista. Hasta sombras les pones a las naves. ¡Y ese alien! ¡Te envidio! —Santi estaba impresionado. La simpatía que había sentido por Manuel hasta este momento, da un brinco exponencial. Ojalá hubiera aparecido en su vida hace mucho tiempo. Por primera vez no siente ni un grado de pena por haberse cambiado de ciudad. Observa con detenimiento el rostro de Manuel—. ¿Qué traes? ¡Te pusiste rojito de la cara!
—¿De verdad? —Manuel se mira en el reflejo de su teléfono celular— ¡Es cierto! Qué pena. Oye, no te rías. ¡Que no te rías!
—Es que nunca había visto a alguien ruborizarse porque le dijera que dibujaba bonito. Ni a mi hermano. Bueno, él nunca se ru-bo-ri-za-rí-a. ¿Sí se dice así? Qué palabra tan rara.
—¿Tu hermano dibuja?
—Ya no le da tiempo, según él.
—¿Qué dibujaba?
—Nada relevante. Cosas como Gokús en fase Supersaiyajin. Tiene uno muy grande enmarcado en la pared del área de juegos, que es la sala de la casa en realidad; así le dice mi papá porque ahí se la pasa jugando mi hermano, además de que él tiene una mesa de billar que usa cuando van algunas personas de su trabajo.
—No me lo tomes a mal, ¿entonces es cierto lo de las consolas? Es que sí me da algo de curiosidad.
—Por supuesto que no. Bueno, mi hermano tiene un Play Station 4 que se trajo de Zapopan. Eso es todo.
—¿Y te gusta jugar?
—¡Me interrogas mucho, Manuel! —Santi lo mira con firmeza durante dos segundos; no puede mantener la mirada por más tiempo. Sus ojos se suavizan de inmediato como los de un gato al que de repente le llega la luz tras estar sumergido mucho tiempo en la oscuridad—. Siempre me ha incomodado que me pregunten tantas cosas.
—Perdona. Es que sí soy muy curioso. Dicen que pregunto cosas de más, a todos, y que no soy muy prudente, aunque yo no me dé cuenta de eso.
—Mi hermano también es indiscreto. Creo que por eso todos quieren ser amigos de él: presume de más.
—¿Te digo algo? —Manuel se sienta en la banca unos centímetros más cerca de Santi. Nadie se da cuenta—. Yo he querido ser tu amigo desde el primer día.
—¿En serio? —ahora es Santi quien se sonroja. Siente un apretoncito en el pecho similar al susto que te da cuando se acercan sigilosamente por la espalda o la maestra de Español te escoge al azar para preguntarte a qué género pertenece el Mío Cid y qué es un verso alejandrino.
—Sí, en serio.
—Yo también.
—¿De verdad? —aunque no lo sepa, Manuel nota el mismo apretoncito que Santi.
—Sí. Te lo juro. Desde la primera clase, cuando declamaste un poema de sor Juana.
—De la que me salvé esa vez. Me acuerdo que estaba lloviendo. Afuera había tanta neblina que se desaparecieron los cerros. Me gusta cuando se esfuman. Estaba mirando por la ventana y una niña a mi lado dijo: «¿y este morro se equivocó de salón o qué?», y otras dos compañeras se rieron. Me di vuelta y estabas sentado en la butaca sacando tus cosas. Luego la maestra de Español continuó con su clase así sin más, sin que te presentaras.
—Fue la teacher, en la siguiente clase, la que me pidió que me presentara. Me dijo que obviamente lo hiciera en inglés.
—Ah, entonces sí fui al baño —ríen—. Te decía que cuando siguió con la clase, nos dictó un soneto de sor Juana Inés de la Cruz. La maestra odia que no le presten atención. Se enoja mucho mucho.
—Y se enojó bastante contigo. Me sé tu nombre desde el primer día porque gritó «¡Manuel! ¡Supongo que conoces de memoria el soneto y por eso no me estás prestando atención!».
—Y le dije: sí maestra, sí me lo sé. ¿De verdad? me preguntó. En serio maestra, contesté. A ver, recítamelo, dijo.
—A ver, dime una estrofa también.
—Al que ingrato me deja, busco amante; / al que amante me sigue, dejo ingrata; / constante adoro a quien mi amor maltrata; / maltrato a quien mi amor busca constante.
—Qué bonito. ¿Te gusta sor Juana o por qué te lo sabes?
—En primero estuve en el club de Declamación y ahí me lo aprendí. Fue pura coincidencia que la maestra nos dictara justo ese. Me salvé de una regañadota del prefecto. Al final a la maestra no le quedó de otra que decirme: está bien, está bien.
—Pero, ¿por qué estabas distraído? ¿Te aburría la clase?
—La verdad es que… —los niños siguen corriendo de un lado a otro en el patio cívico. Empieza a nublarse, al igual que en la mañana cuando Manuel salió de su casa para tomar el camión. Un aire fresco recorre la secundaria «Marie Curie» y golpea directo en su cara enfriando la timidez y el calor que aún perdura tras ponerse rojo. Santi da un pasito similar en la banca para acercarse más. Manuel no lo notó ni los niños a su alrededor.
—Es que te estaba viendo.
—¡Ah, caray! ¿Y eso? —Santi mira en otra dirección para evitar la sincronía de su sonrisa con un posible contacto visual. Se pregunta por qué sonríe, por qué le gana la pena y por qué vuelve a sentir ese apachurramiento en el centro del pecho.
—Me llamaste la atención… —de la misma forma, Manuel desvía la mirada y la concentra en los compañeros del salón que están en el otro lado del patio, quienes a su vez los están mirando. ¿Hablarán de los dos? Ríen. ¿Se reirán de los dos?
Los compañeros dialogan de nuevo y se dan la vuelta. ¿Lo envidiarán porque él sí logró acercarse a Santi?
—Es que pues eras el niño nuevo —Manuel continúa—, y pensé: él me gusta para amigo.
—¿Y por qué no me decías nada? O sea, no habíamos hablado hasta apenas hoy.
—No sé. Me daba miedo de que yo te cayera mal o algo así.
—No, para nada. Ya ves que no soy nada mamón. Lo curioso es que después de que recitaste el poema y la maestra comenzó a dictar de nuevo, me quedé viéndote por lo mismo que tú: me gustaste... para amigo, claro. Un día deberías ir a mi casa. Nos robamos el Play, lo metemos a mi cuarto y nos ponemos a jugar. Aunque la consola sea de mi hermano, algunos de los videojuegos son míos.
—Me encantaría. ¿Dónde vives?
—No tan lejos de aquí... —Santi lo sabe: en algún momento tenía que decirlo y afrontar el hecho de que alguien se enterara.
—¡En el Club Campestre! —exclama Manuel por la revelación.
—¡No grites!
—Oye, no conocía a nadie que viviera ahí. ¿Y es bonito? Tu casa ha de ser muy grande.
—Sí es bonito. Ve este sábado para que conozcas. Pues la casa sí es algo grande; no es nuestra, es de la compañía en la que trabaja mi papá. Nos la prestaron o rentaron, no sé. Nada más no les digas a los demás que te invité. No me gustaría que supieran dónde vivo.
Intercambian números telefónicos. Hablan todos los días desde que despiertan hasta que se duermen. Santi le cuenta a su padre sobre Manuel. Su padre asegura que todas las niñas de la escuela estarán celosas.
A las nueve de la mañana del sábado, Manuel ya está en el fraccionamiento. No se percató que a lo mejor era muy temprano. Recorre la zona caminando. En la mochila lleva un control inalámbrico prestado y en la mano carga su celular. Los mapas de Google le indican la dirección de la casa. Está fascinado. Se siente en otra ciudad. En su calle apenas encuentra árboles y ahí está lleno.
Un brinco de nerviosismo se mezcla con otro de euforia. En las últimas dos noches, antes de dormir, pensó en sentimientos que le surgen desde mero adentro como si una semilla de sandía hubiera germinado ahí y una planta creciera y creciera hasta su cabeza. Santi es la primera persona que le hace sentirse así. No le aterra. Le gusta. Lo disfruta. Aprecia la sensación.
En una plática de sexualidad dijeron que podría sentirse aturdido, confuso. Por fortuna, él está seguro. Le gusta Santi. ¡Por Dios, le gusta Santi! ¿Él sentirá lo mismo? Al llegar, el niño nuevo lo recibe. Su casa es sencilla a comparación de las otras. Santi sigue en pijama. Manuel lo mira de arriba hacia abajo, no le extraña que el estampado en la tela sea de extraterrestres verdes con ojos que abarcan la mitad del rostro. Santi lo mira de la misma forma porque es la primera vez que se ven lejos de la escuela. Al igual que Manuel, también ha pensado cosas por las noches pero, a diferencia de él, lo ha hecho en todo el último mes. Santi sí experimentó confusión y miedo. Más que miedo, terror. Ya no. Está convencido. Su padre lo ayudó a entender. La alegría lo envuelve. A Manuel le encantan los cabellos de científico loco cazaovnis de Santi tras levantarse de la cama, y se lo imagina con una bata larga que le llega a las rodillas. Ambos se dicen «hola» y siguen sonriendo. Si hubiera cerca una máquina especial que los escaneara, esta notaría que la corriente cerebral de los dos actúa de manera paralela, como si una fuera copia de la otra. Cierran la puerta. No hay nadie más en la casa. La consola de videojuegos ya está instalada en la recámara de Santi, en la planta alta. ¿Qué será ese impulso de querer saltar uno arriba del otro? Qué raro. Ambos se preguntan cosas cuya respuesta conocen. Se quedan en silencio, dejando que el motor de un vehículo que pasa afuera sea lo único que perturbe el ambiente, y un beso espontáneo, el primero para los dos, hace acto de presencia. Ríen.
—Qué curioso se siente.
—¿Otro?
—Va.
Manuel ve el enorme dibujo de Gokú sobre la pared. Parece un poster oficial de Dragon Ball Z. Luego, tomados de la mano, suben a la habitación. Como es de esperarse, es un santuario a la vida alienígena y a la tecnología extrasolar. De Manuel se apodera el éxtasis. Quiere quedarse ahí para siempre. Otra vez el impulso y un beso más prolongado los conecta. Santi vino de otra galaxia, una distante, sobrepasando la velocidad de la luz, cruzando agujeros de gusano en una nave más grande que el Halcón Milenario, para estar ahora frente a él, alineando mundos y explorándolos.
Encienden la consola. Warframe no se va a jugar solo.