La imagen extraviada, la única foto que nos tomamos juntos, podría estar contenida en uno de los cuatro rollos de 35 mm que encontré el otro día. Por fin había decidido limpiar a profundidad el cuarto de los cachivaches, en donde por años he puesto todo aquello que no cabe en ningún otro sitio, como esos enormes paquetes de papel de baño, algunas mesas y sillas plegables, una persiana inservible, botes llenos de pintura seca, juegos de mesa que tengo desde que era niño, cajas para material de oficina, cajas de zapatos y otras cajas que guardé por si acaso las llegaba a necesitar para algo. Llené tres bolsas negras para la basura con las cosas de las que decidí deshacerme, incluyendo la mayoría de esas cajas. En cambio conservé, por ejemplo, un sobre manila que contiene las cartas que recibí cuando era más joven; algunas son simplemente tarjetas de felicitación por mi cumpleaños, de esas que yo también regalaba antes de que Facebook nos recordara la fecha de nacimiento de nuestros conocidos y permitiera saludarlos sin tener que gastar en un mensaje impreso. Una de las cajas que no tiré contenía varios objetos, recuerdos de viajes y de eventos, y allí hice también mi mayor hallazgo: los cuatro rollos fotográficos. Los puse aparte para buscar algún lugar donde todavía pudiera revelarlos porque, entre muchas imágenes triviales, podría encontrar esa sonrisa.
También encontré algunos CDs. Sé que no contienen pornografía porque cada vez que grababa uno de esos, terminaba por rayarlo con un cuchillo antes de tirarlo a la basura unos días después, cuando me entraba la ansiedad de que alguien encontrara ese material y me descubriera. De seguro los discos contienen muchas de las canciones que descargué, al dejar de usar los cassettes y los VHS donde las había grabado cuando todavía tenía que esperar a que las pasaran en la radio o en la tele. A veces me acuerdo de una canción que no he vuelto a escuchar por años y de pronto me doy cuenta de que el tiempo ha pasado, el mundo ha ido hacia adelante, y ahora basta una búsqueda en Youtube o Spotify y ahí la tienes, esa vieja canción suena en tu smartphone cuantas veces quieras. Entonces me he llegado a sentir estúpido, dejado atrás por la actualidad, una Carlota encerrada en su torre, llorando a Maximiliano mientras afuera vuelan los aviones.
Esas chispas nostálgicas se han convertido en verdaderos relámpagos cuando, en vez de una de aquellas canciones favoritas, he recordado a algún chico que me encantaba en mi juventud. Antes, sin Instagram, Facebook o cualquier otra de esas telarañas sociales, si te cambiabas de escuela, de casa, de actividad vespertina o de ciudad, era muy difícil seguir en contacto. A veces los recuerdo, y de repente se me ocurre que hoy en día puedo buscar entre miles de perfiles públicos y encontrar a esos muchachos, que ahora serán hombres, y darme así una idea de la verdadera distancia que nos separa actualmente. Cada vez que he buscado a alguno, justo antes de teclear el nombre correspondiente, me hago las mismas preguntas: ¿cuánto se habrá secado su piel, cuánto cabello habrá perdido?, ¿dónde vivirá ahora, qué trabajo tendrá?, ¿con quién compartirá su rutina?, ¿qué tanto quedará en él del adolescente que conocí, del que me enamoré? Y cuando lo encuentro, veo las fotos, lo reconozco a la vez que me parece un extraño y pienso en la necedad que sería saludarlo, chatear con él, buscar la oportunidad de recuperar la presencia que una vez tuve en su vida.
Tal vez por eso no había querido buscar a Israel. O puede ser que alguna vez lo hiciera pero no lo encontré entre tantos Israel y preferí rendirme, dejar cerrado ese frasco de la duda para que la esperanza no se arruinara aún, como sí lo había hecho en los demás casos. Porque él fue el primer muchacho del que me enamoré así, con ganas de hablar por teléfono la tarde entera, de ir juntos al cine y también de tenerlo desnudo en mi cama. Antes de eso, mi amor por otros niños había sido el de un niño, y después, con la pubertad, los otros chicos eran solo una cara, unas nalgas o un bulto en el cual pensar a la hora de masturbarme. Con Israel era algo diferente, más completo. Sí, yo quería que me cogiera, o yo cogérmelo a él, o ambas cosas, lo que él deseara, pero también quería que fuéramos algo más. En ese entonces no se me hubiera ocurrido pensar en él como novio; más bien lo imaginaba como una especie de mejor amigo, de cómplice, de compañero de trinchera con el que se comparte el temor a la muerte, así como lo había visto en las películas.
Volví a extrañarlo hace poco, y otra vez entré al Face y estuve dispuesto a afrontar una actualización de su rostro en la pantalla; además, esta vez recordé su segundo nombre: Josafat. Quién sabe de dónde sacarían sus padres la idea de llamarlo así, pero ahora sabía que si lo buscaba como Israel Josafat iba a encontrarlo. ¿Para qué?, pensé, ¿para qué después de dieciocho años? Ese mismo número era nuestra edad la última vez que nos vimos. ¿Qué iba a lograr con buscarlo ahora? ¿Esperaba que el internet me diera algún indicio de que, al final, éramos más parecidos de lo que nadie hubiera podido imaginar en el pasado?
Éramos muy diferentes, al menos en apariencia y en el modo de transitar por el mundo, como si yo fuera un barco y él un avión. Mientras yo sacaba buenas calificaciones y complacía a las autoridades del colegio, es decir, a un ajado grupo de monjas, Israel las ponía en alerta reprobando exámenes, entonando himnos anarquistas, dejándose crecer el cabello más allá de lo permitido, escapándose para no asistir a las misas y dando siempre la sensación de que acababa de contarle un chiste al diablo. Al mismo tiempo parecía gozar de una simpatía universal con los alumnos en la preparatoria, mientras que a mí, chicos que ni conocía me hostigaban, me exigían las respuestas de los exámenes, escupían mi asiento, escondían la mochila, me agarraban la mano para ponérsela en la verga y buscaban pleito al menos una vez a la semana. Sin embargo, siempre tuve la sospecha de que a Israel y a mí nos impulsaba un combustible similar, una especie de pasión pacífica, un afán enérgico de crear un remanso a nuestro alrededor, algo en lo que Israel tuvo siempre más éxito que yo. Y ahí, en el centro de nuestro pecho, presentía la existencia de un núcleo blando, de los mismos colores, una igual inclinación del uno hacia el otro, a la cual se interponía la realidad externa, una imposición conformada por el conjunto de las voluntades y los caprichos del resto de nuestros compañeros.
Nadie entendía cómo fue que logramos ser amigos. Al iniciar la prepa yo no tenía ninguno, pero comencé a hablarle a una chica que conocía desde la primaria, nuestras madres eran amigas, y logré que sus amigos me aceptaran a fuerza de estar ahí con ellos en el receso a diario y de presentarme a sus reuniones aunque prefirieran mi ausencia. Terminé venciendo así un inicial recelo como el provocado por el enemigo cuando se cambia de bando y ahora sonríe entre quienes antes eran sus rivales. Sin embargo, en el caso de Israel no ocurrió así. Desde el principio me trató bien y, aunque hubiera podido hacerlo con facilidad como los demás, nunca se burló de mí. Al contrario, hubo ocasiones en las que intervenía a mi favor para que los otros chicos del grupo me dejaran en paz; era el único que mostraba compasión ante mi incapacidad para defenderme de cualquier ataque verbal o físico. Si los demás se ensañaban conmigo un día de manera particular, él los ahuyentaba como si se tratara de perros callejeros. Recuerdo que al menos en una ocasión se interpuso entre ellos y yo para evitar que me agarraran a golpes: extendió sus brazos como si quisiera impedirle el paso a un automóvil y logró que desistieran. Cuando fumaban tabaco o marihuana siempre me ofrecían, hasta me presionaban para seguirles el juego, no así cuando estaba Israel. Una vez, incluso, jugamos a provocarnos la inconsciencia: respirábamos agitadamente un minuto, luego manteníamos el aire atrapado en nuestros pulmones mientras alguien más presionaba sus manos contra nuestro pecho, como si quisiera clavarnos en la pared. Lo que seguía era un lapso de unos segundos en los que uno se elevaba hasta el cielo y la mente se ponía en blanco tanto como los ojos porque, como luego me dijeron, mis pupilas se alzaron y se escondieron, y yo parecía un poseído. Cuando regresé, me sentía tan eufórico que les pedí hacerlo de nuevo, pero Israel, protegiéndome como siempre, se puso de pie rápidamente y ordenó que no, que a mí no me volverían a hacer aquello.
Yo tomaba esos pequeños sucesos y los reconstruía en mi memoria, colocaba esas imágenes con cuidado en un álbum imaginario: para mí eran señales de un amor inconfesado. Eso era lo que creía identificar en los labios de Israel cuando me dirigía una sonrisa mientras tocaba la batería, ya habiendo lanzado lejos la playera gracias al calor, o cuando se hacía un nuevo tatuaje y yo estaba ahí mientras la aguja inyectaba una tinta que las monjas jamás iban a descubrir. O cuando se levantaba la camisa y nos mostraba una nueva perforación, también oculta a la vista del resto del mundo, y se percataba de mi asombro porque yo nunca me dejaría morder así el pezón por un anillo de metal. Israel era alguien que yo jamás hubiera podido ser y, sin embargo, me atraía tanto como si su peso creara una pendiente entre los dos.
Por eso me atreví entonces a hacer esa llamada. Era, por supuesto, un tiempo previo al Whatsapp, antes incluso del uso generalizado de los celulares, así que tuve que conseguir el número telefónico de su casa. ¿Cómo lo hice? Debí de tener alguna oportunidad de estar un momento a solas con Israel y se lo pedí, pero me costó aún más tomar el teléfono y llamarlo. Primero, tuve que esperar a que una tarde mi casa se quedara vacía. Además, si no contestaba él, iba a colgar inmediatamente; para mi suerte, aún no era común el identificador de llamadas y podría volver a intentarlo. Marqué el número y colgué porque temí haberme equivocado. Lo hice de nuevo y esta vez esperé mientras escuchaba los tonos y enredaba mi dedo índice en el cable del auricular. Israel dijo Hola y yo dije Hola cómo estás, y él estaba bien. Supongo que luego dudé mucho y enuncié un par de incongruencias, pero al final me atreví a invitarlo a comer. No sé cuál era mi plan exactamente, tal vez que pasáramos un rato en el comedor, aunque esto significara presentárselo a mi madre, y luego irnos a mi cuarto, cerrar la puerta con seguro y tener así finalmente una oportunidad de besarnos. Él quería lo mismo, ¿no? Debía ocultar este deseo, nadie lo esperaba de él, pero conmigo no había problema. Así que le dije que fuera a mi casa y, después de eso, ya no pude hablar. Israel, tan tranquilo como siempre, aceptó mi invitación. Sin embargo, también me pidió que incluyera al resto de los chicos del grupo para que comiéramos todos juntos. Yo fingí estar de acuerdo con él y me despedí.
Por supuesto, no volvimos a hablar de eso y nunca se sentó conmigo a la mesa. Y entre noches de música estridente y exámenes finales, se acabó la preparatoria. Antes del último día de clases, hice un viaje escolar con los chicos de mi salón; Israel y otros amigos estaban ahí. No recuerdo qué profesor nos llevó ni a dónde; creo que fuimos al puerto, a una conferencia sobre la conservación de la fauna marina o algo así. Lo importante ocurrió en el camino de regreso. Todos íbamos en el mismo autobús, y yo me senté cerca de Israel, en los asientos del fondo. En una de las paradas, mientras los demás bajaban al baño o a comprar algún tentempié, él vio que yo sacaba mi cámara de la mochila; era una de 35 mm, anterior a la era digital. Israel me la quitó de las manos, riendo, se acomodó en su lugar y palmeó el asiento contiguo; mi cuerpo tomó eso como una orden y me senté a su lado. Entonces estiró el brazo y apuntó la cámara hacia nosotros para tomar una selfie prehistórica. Lo recuerdo muy bien: él sonreía con verdadero gusto, enseñando los dientes, mientras me rodeaba con su brazo libre y levantaba el pulgar de esa mano, como dando su aprobación a la imagen resultante. Su cabeza se apoyaba en la mía; creo que nunca lo había tenido tan cerca. Yo también sonreí y deseé que jamás llegara el momento de apretar el disparador, o que al menos el relámpago del flash nos congelara a ambos en un instante inmune al avance del tiempo. Israel tomó la foto y, confiando en que había apuntado bien la lente, se puso de pie y me devolvió la cámara antes de abandonar el autobús.
No recuerdo si alguna vez tuve esa foto en mis manos, ya impresa, o si, como pasaba con frecuencia, la olvidé dentro de un rollo que nunca mandé a revelar; tal vez está en alguno de los que encontré mientras limpiaba el otro día. El vendaval tecnológico ha enviado innumerables discos, cassettes, VHS y rollos fotográficos a la basura o a rincones llenos de polvo. En su lugar, ahora tenemos las nubes digitales cargadas de datos, una tormenta siempre cayendo sobre nosotros, y nuestros álbumes ahora los subimos a la red en vez de guardarlos en el clóset. No sé dónde está esa foto, pero encontré otras al buscarlo por su nombre: Israel Josafat. En la primera de su perfil lo vi con una niña pequeña en brazos: su hija, indudablemente. Y así había varias imágenes: él, con su cabello todavía más largo, luciendo una barba desparpajada, y la niña. Si tiene una esposa, o la tuvo alguna vez, no pude saberlo porque ella no aparecía en ninguna de las fotos.
En una de las imágenes está él solo, tocando la batería sin playera, mostrando sus piercings y sus tatuajes, sonriendo a la cámara como si me estuviera mirando igual que lo hacía aquel adolescente, casi como si me invitara a dar clic sobre el botón de «Agregar a amigos» y crear así la posibilidad de tomarnos otra foto un día de estos.