ECONOMÍA
DE UN TE QUIERO

—Mira Esteban, la verdad es que la tienes muy chica para tener el ego tan grande.

Al mismo tiempo que abatía la masculinidad de Esteban, fue apartando las sábanas que nos cubrían, y salió de la recámara. Antes de perderse en el umbral de la puerta pude percatarme que tenía un lunar en el muslo. Siempre he creído que esta clase de conocimientos configuran la intimidad entre dos personas. No pude escuchar el resto de la conversación pero era evidente que Mayra había ganado la disputa. Ella siempre gana. Al poco rato regresó con dos tazas de café, una en cada mano.

—Le he agregado un poco de Bacardí —dijo extendiendo la taza hacia mí.

En realidad era más alcohol que café, pero guardé silencio y bebí. Volvió a recostarse sobre el colchón y se mantuvo mirando el techo. Aunque ambas nos encontrábamos sin algo más que nuestra propia piel, Mayra daba la impresión de estar un poco más liviana.

—Qué lindo tu lunar —mencioné y me sentí un poco avergonzada.

Me resultaba peculiar experimentar esa clase de incomodidad. No era la primera vez que dormíamos juntas, pero había momentos en que me sentía fuera de lugar estando junto a ella. Era algo que no se explicaba por el residuo de algún conflicto ético. A estas alturas la moralidad salía sobrando.

—Esteban dice que es Oceanía —respondió. La comparación me pareció muy acorde a la poca imaginación de su marido. Quise encontrar una analogía mejor, pero no se me ocurrió nada. Tal vez sí se trataba de Oceanía. Después de todo ¿a cuántas mujeres conocen que lleven un continente en la piel?

El celular comenzó a sonar. Probablemente Esteban había pensado en un contraataque que redimiera su virilidad herida. Por su parte, Mayra permanecía inmutable sin intenciones aparentes de volver a subir al ring contra él. No necesitaba el knock out, lo aventajaba de principio a fin. Mayra se sentó sobre la orilla de la cama dándome la espalda. Se notaban las vértebras de su espina dorsal. Quise besarle la espalda, pero el eco del celular a la distancia viciaba el momento.

—El café se enfrió, ¿Quieres un poco más?

—No, así estoy bien…

—Voy por otra taza.

En su ausencia comencé a buscar mi ropa. Pero la recámara parecía un campo de guerra llena de escombros. Solo hallé mis pantaletas, el resto debía encontrarse esparcida por la sala y el corredor. Salí con reserva hacia el baño. El piso estaba frio, y el calor en mis pies iba dejando una silueta en la duela, como huellas de una playa artificial.

Supuse que Mayra se encontraba respondiendo el celular pues el ruido había cesado. Esteban era terco, de otra forma no se hubiera casado con Mayra. ¿Pero qué la llevó a quedarse con Esteban? Recuerdo bien la boda, el vestido que usó, su peinado, su aroma. Esteban era solo un estudiante de Contaduría, muy espigado y enclenque, sin ningún atributo para que una chica como ella renunciara a su ¿soltería?

La perilla giró. Mayra entró al baño con una sombra de felina. Seguía paseando su piel trigueña por la casa. Me dedicó una mirada escueta, como si fuera un aditamento más del baño.

—Continúa —dijo, y entonces reparé que había cesado de orinar.

—Anda, te ves linda —insistió, pero me quedé estática con mis pantaletas por debajo de las rodillas. El celular sonó de nuevo.

—¿Todo está bien?

—Sí, lo de siempre. Quiere que salgamos a comer el sábado. —No supe qué decir, no quería imaginarla con él. Aun cuando era lo más natural, dado las circunstancias.

Me levanté y ella tomó mi lugar. Salí del baño. Fui recolectando mi ropa como vestigios de un naufragio. Una vez vestida recorrí la sala, a pesar del tiempo transcurrido nuestras fotos aún permanecían en la repisa: la cena de navidad de hace cuatro años. Esteban aún no usaba lentes y mi cabello no rebasaba mis hombros. Mayra seguía igual, como un fantasma estático en el tiempo. Mayra siempre gana, inclusive al tiempo.

El chillido de una silla arrastrada por el suelo me sacó de mis pensamientos. Era Mayra que permanecía desnuda. Se sentó en la mesa con otra taza de «café» y un cigarrillo. Me quedé recargada en el muro divisorio entre la sala y el comedor, en ese momento algo ardió dentro de mí.

—¿Me quieres? —pregunté.

Y la interrogación me pareció más como un disparo accidental. Mordí mis labios y sentí el sabor a pólvora mientras permanecía en espera de una respuesta que me aterraba escuchar.

Ella hizo a un lado el cigarrillo. Clavó sus ojos en los míos y me miró con indulgencia. Curvó sus labios y destinó una sonrisa que suavizó mi miedo.

—Te quiero, tonta.

Pude dejar las cosas como estaban, fingir que era cierto, que aquel amor era correspondido, pero el suicida lleva grabada la caída en la mente.

—¿Y a Esteban?

—También —al decirlo probablemente notó los signos de interrogación en las cuencas donde antes se encontraban mis ojos y agregó:

—A los dos los quiero, a cada uno lo suficiente.

—¿Lo suficiente para qué?

—Para no quedarme vacía.

La bala había rebotado y el charco de sangre se expandía bajo mis pies. La honestidad es un regalo que en ciertas manos se vuelca una horca en las vigas.

Me quedé de pie frente a la salida, ella se llevaba el cigarro a la boca sin quitarme la mirada de encima. Una mirada cargada de curiosidad. Era evidente que sabía que aquellas palabras salidas de sus labios como proyectiles no eran lo que yo esperaba, pero sin duda eran lo que yo necesitaba. Me sabía acorralada y ella expiada de culpa, si es que alguna vez la llegó a sentir. Ahora yo tenía la decisión en mis manos. No podría decir que nadie me lo advirtió.

—¿Me sirves un café? —pregunté. Sonrió y en silencio se levantó a buscar la botella de Bacardí. Mayra siempre gana.

Me senté en la mesa del comedor. La luz que se filtraba por las ventanas era la del medio día. Más tarde comería con mi madre y Esteban. Ella le echaría en cara la vergüenza de tener que explicar que su hijo está separado por no poder controlar a su mujer y a mí me ajusticiaría con el discurso de siempre: «Cuándo llevarás un novio a casa, no te haces más joven». Pero esa penitencia podría esperar, ahora estaba frente a Mayra desnuda en la sala de mi hermano.

—Yo también te quiero.