Capítulo 9

DESPUÉS DE un mediodía frenético debido a la ausencia de Cristo, lograron sacar adelante el turno como un equipo que funcionaba con una sincronización magnífica.

Tanto Giovanni como ella suspiraron aliviados cuan do la presión se acabó.

–Lo conseguimos –declaró ella–. Amy ha estado magnífica.

–Sí –convino él–. Ve a tomarte una hora de descanso.

–Gracias.

Se quitó el mandil y el gorro, luego recogió su bolso y salió del restaurante.

Comería yogur, fruta y una ensalada. Compró el periódico mientras se dirigía a la cafetería donde pidió lo que ya había decidido que comería y se dedicó a hojear el diario.

–Lily. ¿Te importa si me uno a ti?

¿James? ¿Qué hacía ahí?

–No tengo nada que decirte –contuvo el impulso inicial de recoger su comida y marcharse.

Él se sentó en la silla opuesta y trató de tomarle la mano; suspiró cuando ella la retiró de su alcance.

–¿Podemos al menos intentar resolver nuestra separación?

–Está resuelta –lo miró fijamente a la cara–. Finita, terminada, acabada. Sin esperanza alguna de reconciliación.

Él se adelantó ansioso.

–Compartimos una vida estupenda en Sídney. Seguro que puedes aceptar que yo he... –¿Que has comprendido el error de tu forma de comportarte, James?

–Sí. Lo juro.

–No.

La expresión de él se endureció.

–¿Es tu última palabra?

–Sí. Más allá de toda duda –añadió con énfasis.

Volvió a reclinarse en la silla.

–Entonces, no me dejas elección.

Lo estudió con detenimiento.

–La única elección sensata que podrías tomar sería volver a Australia.

–Vas a pagarlo, y muy caro –juró con manifiesto deseo de venganza–. He preparado una lista exhaustiva que le enviaré a mi abogado para demandarte.

–Que ningún abogado tocará, dado que tú vivías en mi casa y que jamás contribuiste con un céntimo.

–Está la ruptura de una promesa, la pérdida de beneficios futuros, los gastos generados, por sólo mencionar unas pocas cosas. Tengo derecho a la mitad de tus ingresos durante el tiempo que estuvimos juntos, la pérdida de un hogar en el que esperaba residir como tu marido. Por no mencionar una cantidad para compensar mi dolor y angustia, cuyo resultado es mi incapacidad para seguir trabajando.

¿De verdad creía que se saldría con la suya? ¿Cuando ella disponía de pruebas para refutar cada afirmación que alegara?

–Dos millones serán suficientes.

Había perdido la cabeza.

«Tranquila», se dijo. Si mostraba ira, sólo ayudaría a provocarlo aún más.

Con serenidad forzada, recogió su bolso y encaró la mirada truculenta que le dirigía.

–Buenas suerte con eso. Ten por seguro que yo también te demandaré a ti –añadió con acerada determinación.

Si iba a producirse una batalla legal, iba a tener que estar preparada. Un correo electrónico a su abogado perfilando la amenaza de James aclararía el derecho legal según la ley australiana.

El turno de noche fue más turbulento que el del mediodía. Y experimentó una sensación de alivio al terminar y conducir hacia su casa.

Era tarde, había sido un día largo y nunca había anhelado tanto meterse en la cama. Sin embargo, se dio una ducha caliente para relajar los músculos agotados antes de secarse y ponerse un pijama.

Luego sacó el ordenador portátil, entró en su cuenta de correo y redactó una carta para su abogado. Con el cambio de horario, lo recibiría en horas de trabajo en Sídney y obtendría una respuesta en las siguientes veinticuatro horas.

Para su sorpresa, durmió bien y se despertó descansada. Quizá se debía a que era su día libre y al conocimiento de que James, una vez mostradas sus intenciones, se iría de Milán, y su vida regresaría a la normalidad.

Decidió salir sola a explorar la ciudad, ayudada por un mapa en el que había trazado algunas rutas que seguiría. Desayunó deprisa, recogió las llaves y bajó en el ascensor.

Aunque el cielo estaba despejado, hacía frío. Vagó por la Piazza della Vetra, que enlazaba San Lorenzo con Sant’Eustorgo y recordó a su madre contándole los acontecimientos históricos que unían la zona, las bellas iglesias. Disfrutó de una gran sensación de libertad al carecer de un plan, aparte del de regresar a su apartamento a la puesta de sol.

Al mediodía comió en una pequeña trattoria y al finalizar el almuerzo pidió un café con leche. Estaba a punto de irse cuando sonó su móvil.

Vio que el número era el de Alessandro y contestó.

–Hola.

Reclinado en su sillón mientras contemplaba el horizonte urbano, pensó que Lily sonaba feliz.

Le gustaba el sonido de su voz, el ligero deje australiano, a pesar de que hablaba el italiano como una nativa.

–Tengo entradas para esta noche en La Scala de Milán –mencionó una hora–. Pasaré a recogerte.

–No he dicho que aceptaría la invitación.

–¿Vas a rechazarla?

¿Ese mítico teatro? Ni en sueños.

–La verdad es que La Scala resulta muy atractiva.

–Por lo tanto, tolerarás mi compañía con el fin de disfrutar de la ópera –expuso con un deje de humor y oyó la risa suave de ella.

–Sí. Pero será una dura prueba.

–Que aceptación tan elegante, Liliana.

–¿Qué querías que dijera? –resultaba fácil adoptar un tono jocoso y levemente jadeante–. Caro mio, grazie. ¿No veo la hora de quedar?

–Eso está mejor.

–Disfrútalo mientras puedas. Ciao.

Pagó la comida y decidió que era hora de ir a vestirse. Gracias a sus expediciones de compras con Sophia, poseía una selección adecuada de vestidos de noche.

Adoraba la ópera y se mordió la lengua por no haberle preguntado cuál iban a representar.

Aunque se dijo que tampoco importaba mucho.

Al llegar a su apartamento, fue directamente a la ducha, se lavó y secó el pelo, se puso un albornoz, comprobó la hora y luego fue a la cocina para cortar algo de fruta fresca para comer.

Alessandro no había mencionado la cena, lo que significaba que después del teatro irían a alguna parte.

La sofisticación funcionaba para cualquier ocasión, por lo que se ocupó del maquillaje con toque ligero, resaltando los ojos y los labios con un brillo rojo. El vestido de un rojo brillante armonizaba con su piel y decidió dejarse el cabello suelto en ondas naturales que le caían justo debajo de los hombros. Un colgante con un diamante en forma de corazón y pendientes a juego, junto con una fina pulsera de diamantes, completaban las joyas que lucía, luego se puso unos zapatos negros de tacón alto, eligió un bolso a juego, recogió las llaves, una cartera fina con algo de dinero por si le hiciera falta y el abrigo negro en el momento en que sonó el telefonillo de la calle.

Vio la cara de Alessandro en el monitor y le dijo:

–Bajo ya.

Vestido con un esmoquin, camisa blanca y pajarita negra, él proyectaba un envidiable aura de poder. El conjunto era pura dinamita.

Bella –alabó sucintamente mientras la aferraba por los hombros y le daba un beso fugaz en la mejilla.

–Gracias –y sintió el habitual nudo en el estómago al recibir el impacto de su sonrisa–. Me halaga haber ganado a los numerosos nombres que tienes en tu pequeño libro negro.

Alessandro le rodeó la cintura con un brazo.

–Alguna vez recuérdame que te diga el porqué.

El tráfico era denso y tardaron tiempo en aparcar y entrar en la Piazza della Scala para unirse a los asistentes que buscaban lo que muchos considerarían la experiencia de la ópera definitiva.

Fue imposible no experimentar una sensación de asombro ante el conocimiento del tiempo que llevaba allí el teatro, su historia, los compositores famosos cuyas obras habían sido interpretadas y cantadas por sopranos, tenores y barítonos igualmente famosos.

Hermoso, cautivador, exquisito... fueron los adjetivos que le surgieron y que le manifestó a Alessandro en el entreacto.

El tiempo que duró el espectáculo olvidó que al lado lo tenía a él, todo lo que la rodeaba, menos lo que sucedía en el escenario.

–Estás disfrutando de la velada.

–¿Cómo no hacerlo? –respondió con sencillez.

Le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

Bene.

Lily se dijo sólo era un gesto amistoso e intentó negar que le resultaba... agradable. Durante un rato no trató de soltarse, y cuando lo hizo, sintió que él afirmaba el apretón.

Experimentó una sensación de desilusión cuando se encendieron las luces tras el último acto. Después de avanzar despacio hacia las salidas, se encontraron con el aire fresco al llegar a la piazza.

–Hay un restaurante acogedor cerca de aquí –Alessandro indicó la dirección–. ¿Tienes hambre?

–Sí. Estoy famélica.

–Entonces, cenaremos –rió.

Había un grado de intimidad en el modo en que le ceñía la cintura con el brazo.

Incluso con los zapatos de tacón alto, sus ojos apenas se hallaban al nivel de la pajarita de él, y como se apoyara contra Alessandro, su cabeza encajaría en la curva de ese hombro poderoso.

En el restaurante el maître los recibió de forma obsequiosa y los condujo hasta una mesa resguardada en un rincón.

–Agua mineral –indicó ella cuando Alessandro sugirió vino, y pidió un risotto con champiñones salteados rociado con perejil fresco.

Una cena ligera para una hora tan tardía, aunque Alessandro pidió un plato más sustancioso y descartó el vino.

Había una sensación de... ¿amistad? Tuvo que reconocer que era más que eso. Más que una simple obligación hacia la sobrina de una mujer que tenía en alta estima. Lenta y pausadamente, él invadía su mente, agitando emociones que preferiría que siguieran aletargadas.

Pero había algo elusivo bullendo entre ellos, algo casi inevitable que no sabía adónde conducía.

No quería caer en cuerpo y alma. Luego, ¿qué? ¿Un regreso a la amistad? Verse de vez en cuando en acontecimientos sociales. Y mucho peor sería verlo con otra mujer.

–Piensas demasiado.

–Es típico de las mujeres –lo miró con ojos solemnes.

–¿Preguntas para las que buscas respuestas?

Era demasiado perceptivo y eso la incomodaba.

–Ya conozco las respuestas.

–Estoy seguro de que así lo crees.

Era reacia a explorar esa aparente conclusión.

–Ha sido una velada maravillosa. Gracias por invitarme a compartirla.

Se sintió desilusionada cuando el coche se detuvo ante su edificio.

Alessandro se soltó el cinturón de seguridad, luego el de Liliana y la acercó, impidiéndole hablar con el simple acto de cubrirle la boca con la suya.

Provocó y probó la dulzura interior, animándola a responder hasta que le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él. Pero se quedó quieta cuando le coronó un pecho con la mano.

El suave roce de su dedo pulgar sobre la cumbre sensible la hizo soltar un gemido suave a medida que las sensaciones la atravesaban.

Durante un momento permaneció inmóvil, luego prevaleció la cordura y se afanó por liberarse de él. La sorpresa y el alivio se fundieron cuando Alessandro retrocedió despacio.

Tenía los ojos negros y una expresión imposible de leer.

–He... de irme –recogió su bolso y alargó la mano hacia el picaporte–. Gracias –logró decir al bajar.

Dormire bene –le deseó Alessandro.

Como si pudiera lograrlo después de la magia embriagadora que había proyectado él.

«No ha sido más que un beso», se dijo mientras subía en el ascensor.

«Un beso estupendo», reconoció una vez que se encontró en la seguridad de su apartamento.

«Asombroso», corrigió mientras anhelaba que llegara el sueño.

Se preguntó cómo sería...

«Ni se te ocurra ir por ahí».

«No va a suceder».

Al día siguiente, después de que el cliente de la mesa cinco devolviera un plato de langostinos preparados por el mismo Giovanni, aduciendo que estaban pasados en la cocción, irritada, Lily le preparó otro primero que Hannah le sirvió.

Ésta regresó con el plato y los ojos en blanco.

–Demasiado aliño en la ensalada. Juro que lo hace a propósito.

–De acuerdo, esta vez dale el aliño por separado para que pueda servírselo él mismo.

Cinco minutos más tarde, Hannah regresó con el pulgar alzado en gesto positivo mientras recogía otro pedido.

Pero había sido una celebración precipitada.

El cliente comenzó a devolver todos los segundos aduciendo un exceso aquí u otro allí.

Era evidente que no se trataba de alguien quisquilloso, sino de un cliente que buscaba problemas.

–Si crees que las cosas no podían empeorar... olvídalo. Alessandro de Marco acaba de entrar en el restaurante.

–¿Para cenar?

–Está hablando con Giorgio.

Le dio la impresión de que el resto de la noche iba a ir cuesta abajo.

–Dile al cliente de la mesa cinco que pida otra cosa.

Hannah respiró hondo.

–Yo sugiero la marinara. Si le pone alguna pega a eso, puede que por accidente me asegure de que el contenido termine sobre sus pantalones.

–Por favor –se desahogó Lily–. Déjame ese placer a mí.

Cinco minutos más tarde, la joven regresó.

–Acepta unos fettuccini marinara.

–¿Sí? –preparó el plato y sirvió la salsa en un bol–. Llévaselo al quisquilloso con los cumplidos del chef. Y sonríe con amabilidad.

–Si no tengo otra opción.

Al rato Hannah regresó a la cocina con el plato y el bol.

–Te juro... –Lily calló con furia apenas contenida.

–Tranquila, cariño. Quiere ver al chef.

–¿De verdad? –se irguió. Tomó un plato nuevo, añadió pasta, salsa marinara y ladeó la cabeza. –¿No irás a...? –musitó Hannah con incredulidad. De camino hacia la puerta de la cocina, Lily miró por encima del hombro.

–Mírame. ¿Has dicho mesa cinco?

«Sonríe», se ordenó. «Sé amable».

Y lo hizo, hasta que vio quién ocupaba la mesa cinco. James. La idea de ser amable se evaporó. –Buona sera –saludó con una cortesía tan gélida que le extrañó que las copas no se congelaran–. Tengo entendido que no te satisfacen los platos que has pedido.

Él le dedicó una mirada de desdén.

–Sí. Devolví el primero varias veces y no estoy satisfecho con los fettuccini.

–Entiendo. La camarera nos ha transmitido tus quejas –extendió el plato con la pasta perfectamente presentada–. Se te ha preparado una salsa marinara nueva. Con los cumplidos de la dirección –depositó la pasta sobre la mesa un poco cerca del borde, y al retirar la mano, sus dedos ladearon accidentalmente el plato, haciendo que el contenido cayera sobre los pantalones de James–. Oh, santo cielo –exclamó con fingido desconsuelo–. Lo siento tanto –extendió una servilleta nueva de la mesa y tomó una cuchara–. Por favor, permite que lo limpie.

–¡Aléjate de mí! –bramó y maldijo en voz baja.

–Mis disculpas más sinceras –ofreció ella.

–¡Maître!

El bueno de Giorgio asimiló la situación de un solo vistazo y de inmediato manifestó su preocupación.

–Un desgraciado accidente, señor. Desde luego, se le compensará por el importe del tinte.

–Ha sido deliberado. ¡Merece ser despedida!

–Te sugiero que te marches –expuso una voz familiar con peligrosa serenidad.

Lily observó palidecer las facciones de James al reconocer a quién tenía delante.

–¡Tú! –espetó con bravuconería–. ¿Qué diablos haces aquí?

Alessandro enarcó una ceja.

–Tienes la opción de marcharte con discreción y por propia voluntad o que te expulsen a la fuerza. Dispones de un minuto para elegir.

–No tienes derecho...

La expresión de Alessandro se endureció.

–Estás molestando a la clientela del restaurante del que soy propietario. ¿Quieres que llame a la policía y que presente cargos contra ti? Veinticinco segundos...

James no se movió.

Inadvertidamente, Lily contuvo el aliento.

Al llegar a cero, Alessandro hizo girar a James, le aferró ambas manos y a la fuerza lo sacó del local.

Se había terminado incluso antes de haber empezado, y con una indicación queda de Giorgio, Lily y Hannah regresaron a la cocina.

Cinco minutos más tarde, la puerta de la cocina se abrió y Alessandro se dirigió al lado de Lily.

–Tu turno se ha terminado... a partir de ahora.

Lo miró con cautela.

–No, no ha terminado.

–Yo digo que sí –le soltó las tiras que sujetaban el mandil y luego le quitó el gorro–. Vámonos.

–Tengo una obligación....

–De la que te he liberado.

–¿Me estás despidiendo?

–No.

A menos seguía teniendo trabajo.

–Recogeré mi bolso.

–Iremos en mi coche –afirmó él al salir del restaurante–. No creo que hayas cenado, y yo tampoco. Lily no prestó especial atención a la dirección que seguían hasta que se detuvo delante de su piso.

–¿Por qué me has traído aquí?

–¿Preferirías un restaurante lleno de gente?

En realidad, no.

–Prepararemos la cena, tomaremos una copa de vi no...

–Y luego me llevarás a mi casa.

–Si es lo que quieres.

–Sí –respondió de forma sucinta.

Mientras compartían la cocina, imperó una sensación de camaradería. Lily sacó huevos, queso, tomates, hierbas y preparó dos tortillas francesas sabrosas mientras Alessandro se ocupaba de la ensalada.

Unos platos sencillos que comieron a la mesa de la cocina, acompañados de unos panecillos crujientes y unas copas de vino blanco.

Él se había quitado la chaqueta y la corbata, se había remangado y desabrochado los dos primeros botones de la camisa.

Era otra persona. Alguien relajado y muy distinto del hombre que había expuesto el farol de James seguido de la expulsión a la fuerza del local hacía apenas una hora.

–No veo que tengas algún rasguño o hematoma –comentó ella al encontrar su mirada curiosa.

–Ya no necesito recurrir a los puños para dejar clara una cuestión.

–Estoy segura de que ha habido ocasiones en que no dispusiste de alternativa.

–Es una vieja historia.

–Una que no quieres compartir conmigo.

Él se reclinó en la silla.

–Fueron años que no me inspiran un orgullo especial.

–Sobreviviste –indicó ella con voz baja.

–Por medios cuestionables.

–¿Fuiste responsable de haber matado a alguien?

–No con mis propias manos –había presenciado cómo dos de sus amigos se desangraban hasta morir antes de que una ambulancia llegara demasiado tarde para salvarlos.

–¿Cuántos años tenías?

–Diez y medio –ese medio tenía importancia entonces.

–¿Estabas en hogares de acogida?

–El tercero. Hubo otros. Con trece años elegí arreglarme por mi propia cuenta. En las calles, viviendo con una mano delante y otra detrás, durmiendo allí donde podía.

–¿Qué edad tenías cuando Giuseppe y Sophia te acogieron en su hogar?

–Quince, casi dieciséis.

–¿Y los años transcurridos entre los trece y los dieciséis?

–¿Sientes curiosidad, Lily?

–Interés –corrigió sin desviar la mirada.

–La electrónica se me daba bien. Aparatos, ordenadores... podía arreglarlos, y eso comenzó a dar sus frutos.

–Y, de algún modo, captaste la atención de Giuseppe.

–Sí.

Sintió simpatía por el niño que había sido, consciente de que sólo le había mostrado la punta del iceberg.

Ningún niño se merecía algo así.

–Dudo de que quieras mi simpatía –aventuró al final–. Así que no te la ofreceré. A cambio, diré lo mucho que te admiro por darle un giro a tu vida y tener éxito con tantas cosas en contra –necesitaba una distracción para controlar tanta emoción–. Los platos –anunció, poniéndose de pie–. Luego me tienes que llevar a casa.

–Déjalos.

Lilly recogió la mesa y llevó todo a la encimera; allí enjuagó los platos y la cubertería antes de meterlos en el lavavajillas, luego se ocupó de la sartén.

–Ya está –se volvió y vio que él estaba cerca.

–Podrías quedarte.

No, no podía.

–Por favor, no me pidas eso.

Se secó las manos y fue hasta donde había dejado el bolso.

–Llamaré un taxi.

–Ésa no es una opción –dijo él al tiempo que recogía las llaves.

Mientras atravesaban las calles desiertas, no se le ocurrió nada que decir, y en cuanto detuvo el coche ante su edificio, abrió la puerta.

–Gracias.

–Me cercioraré de que llegas a salvo a tu apartamento.

–Estaré bien.

Pero sabía que tenía las emociones demasiado a flor de piel, hostigadas por las imágenes del niño perdido que había sido y de lo que debía de haber sufrido.

Cruzó el vestíbulo vacío hacia el ascensor, introdujo su llave y rezó para que llegara antes de que las lágrimas la desbordaran.

–No es necesario que subas conmigo.

Él no dijo nada al seguirla al interior del ascensor, apretar el botón de su planta y salir con ella cuando se detuvo.

–Dame tus llaves.

Abrió la puerta.

Lily parpadeó con rapidez cuando una lágrima rodó por su mejilla hasta posarse en la comisura de sus labios.

Cualquier esperanza de que a él le hubiera pasado por alto desapareció cuando cerró la puerta del apartamento y le alzó el rostro.

–¿Lágrimas, Liliana?

–Se me ha metido una pestaña en el ojo.

–Claro –aceptó con gentileza mientras se la quitaba con el dedo pulgar antes de bajar la cabeza y capturarle la boca con la suya.

Una caricia sensual y ligera que la calmó mientras le enmarcaba el rostro con las manos y luego la soltaba con una última caricia en la mejilla.

–Te llamaré.