Capítulo 4

ELIZABETH se miró en el espejo mientras se hacía preguntas para las que no tenía respuesta. La primera se refería a su cambio de indumentaria desde que había empezado a trabajar para Andreas, hacía tres semanas. Por alguna razón, había dejado de sentirse cómoda en chándal y deportivas, y había empezado a vestir más profesionalmente, con falda y blusa. Y aunque Andreas no había hecho ningún comentario, el nuevo brillo que había visto en sus ojos la había llevado a seleccionar aún más cuidadosamente su vestuario.

Hasta James, que odiaba a las mujeres obsesionadas con la moda, había hecho un comentario halagador al verla el día anterior con una falda verde y una blusa del mismo color, a juego con sus ojos. Riéndose, James había bromeado sobre la desaparición de su antigua ayudante, fingiendo que la buscaba por los rincones.

Aquella mañana había elegido una falda gris con una blusa azul claro mientras se decía que presentar un aspecto formal le ayudaba a actuar profesionalmente en torno a Andreas, cuyas constantes órdenes e insinuaciones sobre su vida privada, y cuya impaciencia ante la más leve dubitación, amenazaban con reducir a cenizas su confianza en sí misma.

Presentar la imagen de secretaria eficiente le servía como fachada para disimular el estado de nervios en el que le ponía la presencia de Andreas. Sólo por eso, se decía, había comprado ropa nueva, y no porque quisiera resultar más atractiva, cuando era evidente que Andreas no prestaba la menor atención a su aspecto.

La otra pregunta que se hacía tenía relación con las horas que trabajaba para él. Aunque seguía dedicando las mañanas a James, éste se había unido a un grupo de bridge con Dot Evans y un par de amigos que habían logrado convencerle de que saliera de casa. Se reunían dos días a la semana a las cinco de la tarde, y en esos días, Elizabeth prolongaba el tiempo de trabajo con Andreas a pesar de haberle advertido que sería muy estricta al respecto.

Lo cierto era que no sólo no le importaba, sino que empezaba a disfrutar de la adrenalina de trabajar con él. Para cuando se relajaba, miraba el reloj y le decía que podía marcharse, Elizabeth sentía que aterrizaba después de un excitante viaje en globo.

Eso no significaba que estuviera dispuesta a admitirlo. Era su secreto.

Aquella tarde esperó a que fueran las dos en punto para reunirse con él en el despacho.

No dejaba de admirarle que consiguiera transmitir la imagen de jefe vistiera como vistiera. Aquel día llevaba unos pantalones caqui y una camiseta gastada, y Andreas rió al ver la cara de sorpresa con la que lo miraba.

–¿No estoy vestido como debiera?

Elizabeth se sentó y giró la silla para mirarlo de frente. Su sarcasmo ya no le afectaba.

–Usted es el jefe y puede vestir como quiera.

–¿Esa blusa es nueva? –Andreas fingió mirarla con interés–. Muy bonita, aunque me gustaba más la verde.

Le divertía el indiferente silencio con el que Elizabeth respondía a sus comentarios. No estaba acostumbrado a que lo ignoraran, y menos una mujer. Pero empezaba a encontrarlo un cambio muy agradable. Al menos su actitud le alteraba mucho menos que las constantes llamadas de Amanda, quejándose del poco tiempo que le dedicaba.

–¿Qué tal está James?

–Maravillosamente –Elizabeth sonrió–. Cada vez anda mejor con el bastón y está pensando en construir una pequeña piscina cubierta. Su médico le ha dicho que nadar le sentaría bien, pero no está dispuesto a ir a una piscina pública. Dice que están llenas de bacterias, y creo que incluye a los niños en esa categoría. ¿Qué le parece?

Andreas se apoyó en el respaldo de la silla.

–Lo hablaré con él. No creo que haya ningún problema.

–¿Qué tal fue la videoconferencia de anoche?

En un tiempo récord, Andreas la había puesto al día de sus principales clientes. Exigía que supiera de qué o de quién estaba hablando, y que supiera encontrar la información relevante.

–Muy bien. Pero fue agotadora –se inclinó sobre el escritorio y se frotó los ojos.

–Parece exhausto –se atrevió a decir ella aprovechando que era la primera vez que Andreas daba una mínima muestra de debilidad–. ¿Hasta qué hora duró la llamada? Dormir suficiente es fundamental.

–No me dé la lata –dijo él, impaciente–. No aguanto a las mujeres que se ponen pesadas –añadió. Sentía un creciente dolor de cabeza y no estaba acostumbrado a encontrarse mal.

–Dudo que haya alguna lo bastante valiente como para intentarlo –dijo Elizabeth con calma–. Y yo no le he dado la lata, sólo he hecho un comentario. Si quiere caer enfermo, no es mi problema.

–¿Desde cuándo es tan respondona?

Elizabeth decidió que la respuesta más prudente era el silencio. Andreas solía ser provocador, pero no era propio de él buscar pelea. Y no podía olvidar que por más que hubiera dejado de referirse a sus «ocultas intenciones», había una razón muy concreta por la que era su jefe.

Andreas la miró malhumorado y pasó a enumerar una lista de instrucciones que habrían abrumado a cualquiera que no tuviera suficiente capacidad. Pero Elizabeth era una excelente secretaria. Por muy modesta que hubiera sido al hablar de su deseo de estudiar Derecho, era indudable que era muy inteligente. Además, aprendía deprisa y su personalidad se había transformado: el manojo de nervios con tendencia a ruborizarse se había convertido en una eficiente máquina de trabajo.

Gracias a ella, el cambio de emplazamiento de su despacho había sido un éxito. El único problema era que aquel día estaba consiguiendo sacarlo de quicio.

Tampoco ayudaba que cada vez le doliera más la cabeza. Y para cuando repasaron los informes, corrigieron algunos documentos y analizaron los datos de las operaciones pendientes, su único deseo era tumbarse y dormir.

–¿Se encuentra bien?

Andreas gruñó al ver la cara de preocupación con la que Elizabeth lo miraba.

–¡Claro que sí! –dijo, enfadado–. ¡Jamás he estado enfermo!

–Es muy afortunado.

–No tiene nada que ver con la suerte.

–Si eso es todo, iré a ver a James. Hemos quedado para jugar al ajedrez antes de la cena.

–¡Qué manera tan apasionante de pasar la tarde!

El móvil de Andreas vibró, pero al ver que se trataba de Amanda, lo desconectó. Había roto con ella hacía unos días, pero no se sentía capaz de cortar todo contacto, así que Amanda se había convertido en una molestia.

Miró a Elizabeth, que estaba recogiendo su escritorio. ¿Ajedrez? ¿De dónde habría salido aquella mujer?

–Me gusta jugar al ajedrez –dijo ella, como si pudiera leerle la mente–. No se me da muy bien, pero James es un profesor muy paciente.

Andreas la miraba con suspicacia y Elizabeth sintió que se le erizaba el vello al no saber qué estaba pensando. Aunque fuera hermético, había muchas áreas en las que era predecible. Trabajaba mucho y esperaba mucho de los demás porque se marcaba a sí mismo el mismo grado de exigencia. Y aunque seguía desconfiando de ella, Elizabeth tenía que reconocer que se comportaba con ecuanimidad. En cuanto a sus relaciones con las mujeres, lo único que sabía por James era que le duraban sorprendentemente poco. Pero eso no era de su incumbencia.

–¿No le parece un poco aburrido para su edad? ¿No lleva una vida demasiado monástica?

–No me gustan las discotecas –masculló Elizabeth, ya junto a la puerta.

–Tampoco hay ninguna en el pueblo. Pero sí hay hombres, ¿tampoco le interesan?

Su nuevo vestuario le había permitido ver y apreciar su figura, disfrutar de su escote y de sus torneadas piernas.

–No tengo por qué contestar –dijo ella, sintiendo que le ardían las mejillas. Andreas tenía la habilidad de desconcertarla cuando menos lo esperaba–. Que me haya obligado a trabajar para usted no significa que tenga que contestar un montón de preguntas personales.

–No son «un montón de preguntas personales». Me limito a mostrar mi interés. A James le disgustaría que se fuera por falta de diversión en el entorno.

–Eso no va a suceder.

–¿Está segura? –Andreas se acomodó en la silla y estiró las piernas–. En más de una ocasión he pensado que su intención era seducir a James. Pero podría haber otra explicación para su misteriosa aparición en Somerset.

Se había burlado de sus planes para el viernes por la tarde, pero lo cierto era que la perspectiva de ir a Londres y enfrentarse a una quejosa Amanda no le resultaba nada atractiva. Además, el dolor de cabeza empezaba a ser insoportable. Así que tal vez se quedaría a ver la partida de ajedrez. Eso seguro que irritaría a Elizabeth.

–¿Y se supone que debo preguntar a qué se refiere?

–Hace cuatros semanas no hubiera respondido con tanto aplomo. ¡Enhorabuena! Y debería preguntármelo porque tengo una nueva teoría: que su objetivo no era tanto venir aquí como huir de algo.

–¿De qué?

–O de quién. ¿Por eso se ha refugiado aquí? ¿Para recuperarse de un corazón roto?

–Intento reponerme de la muerte de mi madre.

–¿Y su ex jefe? Es fácil enamorarse de alguien con quien se comparte tanto tiempo.

–No es mi caso, y por otro lado, no es asunto suyo.

–Puede que no, pero pensaba que debíamos conocernos un poco mejor. Suelo salir a cenar con mi secretaria una vez al mes para que pueda exponer sus quejas y para que sepa que la aprecio.

–Pero es en un contexto normal de jefe-secretaria. Supongo que a ella no le ha obligado a trabajar para usted.

–No puede engañarme, Elizabeth, sé que lo pasa bien trabajando para mí.

–Pero no disfruto sabiendo que me vigila con la esperanza de que dé un paso en falso. En cualquier caso, esta conversación no va a ninguna parte. Voy a cambiarme. Tendré los informes listos para el lunes. Quizá para mañana mismo, aunque supongo que va a marcharse a Londres –concluyó Elizabeth, crispada.

Andreas se puso en pie y el sordo dolor que le había taladrado la cabeza durante las últimas horas estalló como una granada de mano. Se apoyó en el escritorio para mantener el equilibrio.

Por una fracción de segundo, Elizabeth sintió pánico y se colocó junto a él aun antes de que se recuperara de la sacudida. Pero cuando le preguntó ansiosamente si se encontraba bien, él la ahuyentó con gesto de la mano al tiempo que decía que estaba perfectamente.

–No es verdad. Está muy pálido. Debería ir a la cama.

–Y usted debería dejar de dar órdenes.

–Cállese.

Andreas se sorprendió tanto que estuvo a punto de reír. Elizabeth le pasó la mano por la cintura para que se apoyara en ella.

–¿Qué demonios está haciendo?

–Llevarle a la cama.

El peso del brazo de Andreas sobre sus hombros fue como una barra de plomo. Elizabeth nunca había sido tan consciente de lo menuda que era. Sus senos quedaban a unos centímetros de la mano de Andreas, y sus pezones ardieron con la proximidad, obligándola a apretar los dientes y a concentrarse en ayudarle a subir las escaleras.

–Estoy perfectamente –protestó él, en contra de lo que indicaba el brillo metálico de sus ojos y su respiración entrecortada.

–Yo diría que tiene fiebre.

–Es imposible. Le he dicho que nunca estoy enfermo.

–Puede ser, pero su cuerpo dice lo contrario.

–Está bien. Descansaré un rato.

Milagrosamente y sin que Andreas pareciera haberse dado cuenta, habían llegado a lo alto de la escalera. Y aunque habría podido caminar sin el apoyo de Elizabeth, le resultó reconfortante que lo ayudara y que le abriera la cama.

–¿A qué hora se acostó ayer? –preguntó ella.

–¿No me ha sermonado ya sobre la necesidad de dormir suficiente?

Empezó a desabrocharse la camisa con dedos tembloroso y Elizabeth, que le daba la espalda, no fue consciente de que se desnudaba hasta que oyó el ruido del cinturón cayendo al suelo. Entonces se volvió con cara de susto.

–Se está... desvistiendo.

–No suelo meterme en la cama vestido y con zapatos –la visión de la cama le había hecho darse cuenta de lo cansado que estaba. Fue a quitarse los pantalones sin ni siquiera darse cuenta de que Elizabeth iba precipitadamente a la puerta.

–Voy por un analgésico –balbuceó, dividida entre la necesidad de apartar la vista y la hipnótica imagen de las musculosas piernas de Andrea y sus marcados abdominales.

–Gracias.

Andreas la miró de soslayo y ella volvió la vista hacia su rostro, de donde no debía haberse desviado. Lo dejó metiéndose en la cama y bajó a la cocina. James la entretuvo de camino y se quedó atónito al saber que su ahijado estaba enfermo y en la cama.

–¡Pero si nunca ha estado enfermo! –exclamó–. Tiene que encontrarse muy mal. ¡Llama al médico! O mejor, ya lo llamo yo, por si tengo que recordarle que pagué la construcción del nuevo ambulatorio.

Entraron en la cocina y mientras Elizabeth llenaba un vaso con agua y buscaba los analgésicos, James habló con el médico como si Andreas, en lugar de estar agotado y quizá algo febril, estuviera al borde de la muerte.

Elizabeth pensó que a Andreas no le gustaría haber causado tal revuelo y que su invulnerabilidad pudiera ser cuestionada. Por eso no le hubiera extrañado que se hubiera levantado y estuviera dispuesto a volver al trabajo. Pero no fue así. De hecho, ni siquiera la miró cuando le dejó el vaso y las pastillas en la mesilla, y haciendo un vago gesto con la mano, se giró sobre el costado y le dio la espalda.

–Al menos debería tomar las pastillas –dijo ella, posando la mano en su hombro.

Andreas se volvió hacia ella y se incorporó sobre el codo.

–Está bien, enfermera.

–Ya sé que se considera invencible –dijo ella con severidad–, pero no lo es. Y debo advertirle que James ha llamado al médico, aunque le he dicho que no le pasaba nada.

–¿Cómo puede estar tan segura? Me siento fatal.

–Ya, pero no creo que sea más que una combinación de demasiado trabajo, falta de sueño y un virus.

Andreas bufó con escepticismo.

–Yo creo que tengo algo peor –la miró con desaprobación–. Tengo fiebre. Usted misma lo ha dicho.

–Los analgésicos se ocuparán de eso.

–Tráigame mi portátil. Bueno, no. No tengo ganas de leer informes –Andreas se reclinó sobre las almohadas y cerró los ojos. Elizabeth no supo si era su forma de decirle que podía irse–. Creo que necesito comer algo –añadió Andreas, justo cuando ella ya se marchaba–. Y tráigame el móvil, tengo que cancelar algunas citas. Si estoy a las puertas de la muerte, no pienso ir a Londres.

Elizabeth estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se contuvo y le preguntó qué le apetecía comer.

–Use su imaginación. Y dígale a James que no se acerque. No quiero contagiarlo.

–¿En cambio da lo mismo que me contagie a mí?

–Ha pasado la tarde conmigo, así que, si fuera a contagiarse, ya lo estaría. Además, si enfermara, siempre podríamos mover el despacho aquí.

–Supongo que bromea.

–¡Pues claro que sí! –dijo Andreas, malhumorado–. Y ahora déjeme dormir un rato.

–Está actuando como si fuera un drama –dijo Elizabeth a James, después de haber hecho varias llamadas cancelando las citas de Andreas para el fin de semana.

Estaba esperando a preparar unos huevos revueltos a que el médico bajara tras lo que Elizabeth consideraba una visita inútil.

–Nunca ha estado enfermo –dijo James, que estaba sentado en su butaca favorita, en el mirador de la cocina.

–No me extraña –dijo Elizabeth con descaro–. No creo que haya germen lo bastante temerario como para atacarlo.

–Está sofocada –James estudió su rostro detenidamente–. Espero que no le haya contagiado. Dese un baño y póngase ropa cómoda. No sé por qué ha empezado a ponerse tan elegante para trabajar con mi ahijado.

–¡No estoy elegante! Pero tiene razón, voy a cambiarme. Enseguida vuelvo.

De pasada, Elizabeth le dio un espontáneo beso en la mejilla y, aunque protestó, James no pudo disimular el placer que le causó aquella muestra de afecto.

–¡Y no olvide la partida ajedrez! –gritó cuando ella salía–. Aunque comprendería perfectamente que abandonara a un viejo por un atractivo joven. ¡No crea que no sé el lugar que ocupo en su vida!

Mientras se duchaba, Elizabeth pensó que James no tenía ni idea de las implicaciones de su afirmación. De hecho, el lugar que ocupaba en su vida y en su corazón era tan firme, que había empezado a plantearse no decirle la verdad por temor a poner en peligro la maravillosa relación que había llegado a establecer. ¿Qué era más honesto? ¿Desvelar su identidad a costa de poner en riesgo su relación, o quemar las cartas y callar?

Elizabeth apartó la duda de su mente y bajó a tiempo de oír al médico diciéndole a James que Andreas no tenía más que un catarro.

–¿Ve como tenía razón? –dijo ella mientras hacía los huevos revueltos y tostaba una rebanada de pan.

–¡Pero si es usted la que atiende todas sus necesidades! –dijo James.

–Sólo obedezco órdenes. Su Majestad quería comer algo –bromeó Elizabeth.

–¡Dígale que ya no está dentro del horario que trabaja para él! Maria puede subirle la comida.

–Ya la subo yo –dijo ella, encogiéndose de hombros aunque era consciente de que le apetecía hacerlo–. Además, Maria está preparando la cena.

Evitó mirar a James mientras organizaba la bandeja, pero podía sentir sus ojos clavados en ella. Cuando salió le oyó gritar que sólo faltaba que le llevara unas flores.

Un tanto descolocada por las bromas de James, Elizabeth entró en el dormitorio de Andreas y dijo con aspereza:

–Así que no va a morirse –y sin pausa, añadió–: ¿Por qué demonios ha corrido las cortinas? Parece la morgue.

Fue hasta la ventana y abrió la cortina. Un tímido sol iluminaba en aquel momento la hierba mojada por la lluvia que había caído a primera hora de la mañana.

–¿Dónde se ha metido la mujer dulce y tímida que solía trabajar para ti? –Andreas entornó los ojos para protegerse de la luz–. ¿Cuándo fue sustituida por una hooligan?

–Le he traído algo para comer –dijo ella, ignorando el comentario.

Andreas se incorporó para que Elizabeth le pusiera la bandeja en el regazo, pero cuando ella fue a marcharse, él dio una palmadita en la cama para invitarla a sentarse a su lado.

–No me encuentro bien –dijo, quejoso, evitando mirarla–. Necesito compañía.

–Sólo tiene un catarro –dijo ella, sentándose al borde de la cama.

–¡Es mucho más serio que eso!

–Lo bueno es que no ha perdido el apetito.

–Tengo que reforzar mi sistema inmunológico –Andreas la miró de soslayo–. Pensaba que era una cuidadora innata, pero me parece que no siente ninguna compasión por mí.

–¡Y yo pensaba que usted sería la última persona en el mundo que sintiera lástima de sí misma por tener un catarro! –estar tan cerca de Andreas ponía nerviosa a Elizabeth–. Pero como acostumbra a llevarlo todo al extremo, supongo que actúa igual con un catarro que con el trabajo.

Andreas pareció reflexionar.

–Se ve que me conoce mejor que yo mismo –masculló.

Lo cierto era que los analgésicos empezaban a hacer efecto, pero que Andreas disfrutaba de la atención de ser atendido y de descansar.

Siempre en movimiento, siempre entregándose al doscientos por cien, dejando agotados a todos sus colaboradores, no recordaba la última vez que su cerebro hubiera estado en reposo. El médico le había dicho que era lógico que enfermara, que las personas que vivían con un alto nivel de adrenalina caían enfermas en cuanto su actividad disminuía mínimamente. Trabajar en Somerset había representado esa pequeña desaceleración, y no podía negar que le sentaba de maravilla tener la excusa para no hacer nada.

Pero no compartiría su secreto, sino que lo aprovecharía al máximo.

–Puede que tenga razón y no sepa estar enfermo.

–O sólo si hace de ello un drama –Elizabeth no pudo contener el sarcasmo–. Ahora será mejor que duerma un rato.

–Debería leer mi correo.

–No puede trabajar –Elizabeth no podía evitar sentirse a un tiempo irritada y divertida por su actitud infantil.

–Está bien –admitió Andreas–. Si sigue yendo hacia el borde de la cama, se va a caer. No se preocupe, no muerdo.

Andreas le dedicó una sonrisa sibilina y, al ver que Elizabeth se sonrojaba, confirmó la sospecha de que sólo cuando bajaba las defensas y abandonaba su actitud de perfecta secretaria, se intuía lo niña y extremadamente femenina que era.

No había logrado averiguar nada que le ayudara a descubrir qué la había llevado a Somerset y seguía desconfiando de ella, pero en momentos como aquél estaba casi dispuesto a darse por vencido y permitir que llevara a cabo su plan, cualquier que éste fuera.

Por algún extraño motivo, el ritmo frenético de Londres había dejado de seducirlo, y sospechaba que si prolongaba su estancia en Somerset acabaría adaptándose a la vida rural sin que ello contribuyera a averiguar qué demonios pretendía Elizabeth.

¿Cómo era posible que fuera tan transparente y tan opaca al mismo tiempo? ¿Tan práctica y tan despistada? ¿Capaz de mantener la compostura en las situaciones más exigentes y tan nerviosa en los momentos más relajados? Como en ese mismo instante. Estaba sentada con la espalda tan erguida que parecía una muñeca de madera, sus dedos temblaban levemente y una vena le palpitaba en el lado del cuello.

Estaba harto de esperar a que cometiera un error y desvelara algo, lo que fuera, pero que sirviera para tranquilizarlo. Tenía que haber alguna manera mejor y más entretenida de obtener información. Y su maquinador y creativo cerebro no descansaría hasta encontrar la estrategia adecuada.