Capítulo 10

ELIZABETH se cepilló el cabello, mirándose en el espejo con expresión distraída, tal y como había hecho a menudo en los últimos diez días. Ante la insistencia de James, había terminado por admitir que Andreas y ella habían tenido una «pequeña discusión». «Nada serio», le había asegurado, aunque había acabado diciendo de él que era «un insolente», y para evitar un interrogatorio había cambiado de tema, contándole que había conseguido un trabajo temporal en el departamento de administración de la escuela local, y la noticia consiguió el efecto deseado.

James le preguntó como en otras ocasiones cuáles eran sus planes a largo plazo e insistió en su preocupación de que la vida en Somerset le resultara aburrida y quisiera volver a Londres para vivir una vida más excitante, dejándolo de nuevo solo. Para él la solución ideal sería que conociera a un hombre de la zona o... Y entonces había concluido con ojos brillantes:

«También podrías ser mi ahijado. Estoy seguro de que, si tú lo dices, fue un insolente contigo. Pero estoy seguro de que podéis reconciliaros. No sabes lo maravilloso que sería que tú y Andreas...».

En ese preciso momento, Elizabeth había tomado un decisión radical. No tenía sentido esperar de Andreas lo que no quería dar. Su relación había acabado porque sus objetivos a la larga no podían ser más divergentes. No sabía si Andreas acabaría por sentar la cabeza, pero si llegaba a hacerlo, no sería con ella. Él mismo se lo había dejado saber con la brutalidad como para hacer añicos cualquier esperanza que ella hubiera podido albergar.

La humillación que había sufrido la había llevado a reflexionar profundamente. La primera de las conclusiones a las que había llegado era que, de no haberse dado una extraordinaria conjunción de casualidades, jamás habría sucedió nada entre ellos. Aunque sus caminos se hubieran cruzado, Andreas nunca se habría fijado en ella, porque los hombres como él sólo se fijaban en mujeres espectaculares. En todos los sentidos, era el hombre más complejo que había conocido, pero en lo relativo al sexo opuesto, era asombrosamente superficial.

Se había acostado con ella porque, comparada con su rutina habitual, le había resultado una novedad. Por su parte ella, como una tonta, se había entregado plenamente, desoyendo la voz interior que le advertía de su temerario comportamiento. Y por si llegaba a confundirse, Andreas había sentido la necesidad de dejarle claro lo evidente. Así que no tenía más salida que olvidarlo.

Pero para ello tampoco le servían los hombres que había conocido en la fiesta. Toby la había llamado al día siguiente de la fiesta, pero ella había rehusado con evasivas y él, galantemente, había captado la indirecta. Lo cierto era que Elizabeth se sentía la misma de siempre, y era consciente de que no encontraría la felicidad junto a un hombre de un círculo social en el que no se sentía cómoda.

Por eso se miraba al espejo con sentimientos encontrados. Se haría una trenza aunque no la hiciera sentir particularmente sexy. Por mucho que Andreas le hubiera hecho sentir lo contrario, en realidad no lo era. Como tampoco era el tipo de persona capaz de mantener una relación puramente física. Ella buscaba afecto y respeto, un hombre que se conformara con unos castos besos durante los primeros meses de relación y no esperara tener sexo hasta que llegaran a conocerse.

Si ese hombre era o no Tom Lloyd, un profesor que la había persuadido para tomar un café varios días atrás, no lo sabía. Pero era joven, amable y le resultaba agradable. Le había preguntado por su vida, mostrando interés aunque no había parecido especialmente impresionado por sus nuevos vínculos familiares. De hecho, habían charlado durante más de una hora y estaban a punto de encontrarse para comer.

Elizabeth tuvo que darse ánimos diciendo que pasaría un buen rato. ¿Qué otra opción le quedaba? Si se aislaba del mundo, acabaría siendo más vulnerable de lo que ya era. Quizá Tom fuera la medicina que necesitaba después de Andreas, y James terminaría aceptando que su enfado era injustificado.

«¡Por lo que dices debe de ser un pelmazo!», había gruñido aun antes de que ella terminara de hablarle de él.

Ni siquiera lo había aplacado que Tom fuera de Somerset. James había insistido en que «no le gustaba nada» y que «seguro que era un aburrido y un acomplejado», y que su hija no debía perder el tiempo con alguien así.

Lo peor de todo había sido que, cuando le había preguntado si le gustaba de verdad, ella no había sido capaz de dar una respuesta decidida; se había ruborizado y había acabado balbuceando un sinsentido sobre la importancia en una relación de la unión espiritual, que había arrancado una carcajada de James.

Elizabeth se pasó los dedos bruscamente por el cabello, deshaciendo la trenza y dejando que le cayera por la espalda como una cortina de cobre. Se miró por última vez al espejo, tomó el bolso y fue a despedirse de su padre, que insistió en criticar a un hombre que ni siquiera conocía:

–Estás cometiendo un grave error –le gritó cuando ya salía.

Elizabeth no pudo evitar sonreír porque interpretaba sus comentarios como una demostración de cuánto se preocupaba por ella, y eso le producía una felicidad indescriptible.

Era evidente que debía de haber hecho elucubraciones sobre su relación con Andreas. Debía de haberlos observado mientras trabajaban juntos, les habría visto compartir bromas y quizá había percibido esa intangible intimidad que los amantes a veces transmitían sin ser conscientes de ello. En el momento, ella había creído que actuaban con una gran discreción, pero James era muy intuitivo. Por eso mismo tenía que demostrarle que, si es que había pasado algo entre ellos, estaba más que terminado. Y si no era Tom, sería otro hombre; alguien al que James rechazaría inicialmente y que no se parecería en nada a Andreas, porque sólo así ella podría conservar la cordura.

Tom la estaba esperando en el restaurante y Elizabeth le dedicó una cálida sonrisa porque era el tipo exacto de hombre en el que debía concentrarse. Alto, rubio, con ojos marrones de mirada amable y unas incipientes entradas. Ninguna mujer se volvería a mirarlo, pero tampoco los hombres se volverían por ella, así que estaban al mismo nivel.

Desde el otro extremo del restaurante, Andreas observó a Elizabeth sentarse y sonreír a su acompañante, y aunque vio que mantenía las manos en el regazo, Andreas se preguntó cuánto tardaría en alargarlas sobre la mesa en un gesto invitador. Su padrino no se había equivocado al llamarlo y advertirle que Elizabeth estaba viendo a alguien y que la cosa iba en serio.

«¿Y qué pretendes que haga?», le había preguntado él.

«Lo que te dé la gana», había respondido James, malhumorado. «Pero he preguntado por ahí y no creo que sea de fiar. Comprende que no quiera que mi hija caiga en manos de un cazafortunas».

«¿Eso es lo que crees de él?».

«Podría serlo. Haz el favor de ir a ver qué te parece. Han quedado en el restaurante del pueblo. Ahora debo irme a la cama. Estoy muy disgustado con todo esto y necesito descansar».

Andreas había sospechado del tono quejumbroso de su padrino, pero se había reclinado sobre el respaldo del asiento y, en lugar de intentar mantener la calma, había decidido ir directamente a Somerset, aprovechando la excusa que la insustancial acusación de su padrino le proporcionaba.

No tenía la menor intención de desaprovechar la inesperada oportunidad que se le presentaba, así que canceló todas las reuniones y se presentó en Somerset. Al llegar al restaurante había pedido una mesa en la parte de atrás, detrás de una gran planta a través de cuyas ramas había podido espiar la llegada de Elizabeth.

En aquel momento decidió ponerse en pie, dejó sobre la mesa la cantidad de dinero suficiente para pagar la ensalada que había dejado a medio terminar y las dos copas de vino que se había tomado ansiosamente.

Había observado que en la mesa de Elizabeth y de su amiguito sólo había agua mineral, lo que para él era significativo respecto al tipo de hombre con el que estaba tratando. ¿Quién invitaba a una mujer a comer y pedía agua en lugar vino?

Caminó hacia ellos con una seguridad que fue decreciendo a medida que se aproximaba porque Elizabeth estaba sentada de espaldas a él y no ver su rostro le impedía adelantar cuál sería su reacción. Tuvo que llegar junto a la mesa para que el hombre que la acompañaba dejara de hablar y alzara la mirada con expresión inquisitiva.

–¿Puedo servirle en algo?

–Creo que sí –dijo Andreas, rodeando la mesa hasta ponerse de frente a Elizabeth, que lo miró con expresión alarmada–. Necesito hablar con su acompañante, así que, si no le importa...

Elizabeth se recuperó de la sorpresa, pero su corazón siguió latiendo aceleradamente. James debía de haber avisado a Andreas y éste, una vez más, le demostraba que aunque no la quisiera tampoco podía soportar que fuera de otro. ¿Tan convencido estaba de poder romper sus defensas, tan insoportable se le hacía que lo hubiera rechazado? ¿Se habría convertido en un reto aún más tentador por haberlo rechazado hasta en dos ocasiones? La rabia fue creciendo en su interior, pero consiguió contenerla por no darle el gusto de montar una escena, y por temor a ahuyentar a Tom.

–A mí sí me importa –contestó ella por Tom, dedicando a éste una sonrisa–. Tom, éste es Andreas, el ahijado de mi padre. Me temo que para tener a uno, tengo que soportar al otro.

Andreas ignoró la provocación y, separando una de las sillas que quedaba libre, se sentó al tiempo que llamaba al camarero y pedía una botella de vino.

–¿Eres abstemio?

–Nunca bebo al mediodía –respondió Tom, levemente escandalizado–. Me produce dolor de cabeza.

–¿Qué quieres, Andreas? –intervino Elizabeth para evitar que la conversación acabara en una pelea. Empezaba a sospechar que cada vez que intentara retomar las riendas de su vida, Andreas volvería a aparecer y terminaría por doblegar su voluntad porque ningún otro hombre estaría jamás a su mismo nivel. Si no tenía cuidado, se arriesgaba a entrar en un círculo vicioso del que acabaría siendo esclava–. Puede que no lo hayas notado, pero estoy con un amigo –dijo con forzada seguridad–. Ya hablaremos más tarde.

–Tom –Andreas se sirvió una copa de vino–. De verdad que necesito hablar con Elizabeth privadamente –miró a ésta fijamente y entonces dijo algo que silenció su protesta–: Por favor.

Al notar un leve titubeo en su voz, Elizabeth se alarmó por primera vez.

–¿Qué sucede? –preguntó, angustiada cuando Tom finalmente se marchó–. Ha pasado algo malo, ¿verdad? No es propio de ti... –continuó, intentado imaginar cuál podía ser la mala noticia.

–¿El qué?

–Parecer tan inseguro, como si quisieras decir algo pero no te atrevieras –y eso sólo podía significar que le había pasado algo a James. Espontáneamente, Elizabeth, alargó la mano y entrelazó sus dedos con los de él. Andreas, al sentir su cálido tacto, se aferró a ella como un hombre a punto de ahogarse.

–Habría preferido tener esta conversación en otra parte –dijo.

–Dímelo. ¿Se trata de mi padre? ¿Qué ha pasado?

–James está bien. Él mismo me ha enviado por temor a que caigas en las manos equivocadas.

El alivio fue sustituido casi al instante por una nueva oleada de ira. Elizabeth intentó soltarse, pero Andreas la asió con fuerza.

–¡Qué estupidez!

–Eso mismo le he dicho yo.

–¡Me habías preocupado! ¡Andreas, tienes que dejar de boicotear mis esfuerzos por retomar mi vida! A Tom no le interesa mi dinero.

–Puede que no, pero eso no significa que te convenga. Aburrirte como una ostra te sentaría aún peor que estar conmigo.

–¡Así que ése es el problema! –Elizabeth liberó su mano y buscó el monedero en el bolso para pagar la botella de agua. ¡Andreas ni siquiera les había dado tiempo a ojear el menú!

De pronto, Tom adquirió la dimensión de una oportunidad perdida. Con ojos cargados de ira, se puso en pie y fue hacia la puerta, ruborizándose al notar los ojos de los demás clientes siguiéndola con curiosidad.

Andreas fue tras ella, consciente de que había actuado con torpeza y de que, si no tenía cuidado, se arriesgaba a perder a Elizabeth para siempre.

–¿Quién era ese tipo? –se oyó preguntar mientras seguía a Elizabeth, que caminaba a paso ligero hacia el aparcamiento.

–¿Para qué quieres saberlo? –Elizabeth evitó mirarlo porque sabía que una sola mirada bastaba para perder la confianza en sí misma–. ¿Has venido a advertirme que tenga cuidado con los hombres? ¿De verdad crees que vas a conseguir que me acueste contigo si ahuyentas a cualquiera que se acerque a mí?

–¡Sólo un tacaño invitaría a una mujer a agua!

–Puede ser –Elizabeth se giró sobre los talones y se enfrentó a él con los brazos en jarras–. Tan tacaño como un hombre al que le aterroriza una relación seria.

Andreas sintió pánico al pensar que iba a perder su oportunidad, que Elizabeth había llegado a un punto sin retorno. Los hombres como aquel Tom no tenían pánico a hablar del futuro, ni a hacer planes para el fin de semana, o para ir de vacaciones. Elizabeth no quería sólo sexo tórrido, sin ataduras, y quizá ya ni siquiera estaría abierta a una relación en la que le ofreciera un mayor compromiso.

–De todas formas, ¿a ti qué más te da? –preguntó ella.

–¡No soporto sentirme celoso!

Elizabeth miró a Andreas atónita y de inmediato asumió que bromeaba.

–¿Celoso? ¿Tú?

–Ríete si quieres –Andreas la miró desafiante–. No me avergüenzo de ello.

–¿Por qué ibas a estar celoso?

–No quiero tener aquí esta conversación.

Andreas fue hacia su coche y Elizabeth, dejándose dominar por la curiosidad, lo siguió.

–¿Por qué ibas a estar celoso? –volvió a preguntar en cuanto se sentaron.

Andreas se sentía al borde de un precipicio, y lo que era aún peor, como si no tuviera otra opción que saltar al vacío.

–No soporto imaginarte con otros hombres –dijo, encendiendo el motor y arrancando mecánicamente.

Elizabeth intentó apagar la esperanza que había prendido en su interior al oír decir a Andreas que estaba celoso, y se recordó que los celos y el amor no tenían por qué ir paralelos. Andreas la deseaba y su orgullo no aguantaba que hubiera roto ella. Pero en cuanto se le pasara el arrebato, perdería el interés. Para entonces, ella ya no sería capaz de concebir la vida sin él, y preferiría estar sola antes que buscar un hombre que no fuera más que un pobre reemplazo.

No. Había otros hombres y no pensaba renunciar a ellos. Tal vez no fuera Tom, pero algún día aparecería alguien que la haría feliz.

–¿Dónde vamos?

–No lo sé, pero por ahora no quiero ir a casa –dijo Andreas–. No quiero que James nos espíe.

–Yo ya he dicho todo lo que pienso decir.

–Pero yo no –Andreas detuvo el coche en un ensanchamiento del arcén, apagó el motor y se giró para mirar a Elizabeth de frente.

Se produjo un silencio cargado y opresivo durante el que Elizabeth intentó prepararse, en vano, para el ataque a sus sentidos que representaba estar tan cerca y en un espacio tan íntimo con Andreas. Su cerebro amenazaba con dejar de funcionar.

–Siento haber estropeado tu cita –se disculpó Andreas, confiando en que Elizabeth le diera algo más de información. Al ver que lo miraba en silencio, añadió–: ¿Te la he estropeado?

Que a él aquel tipo le hubiera parecido un aburrido no significaba que Elizabeth fuera de la misma opinión. Tal vez ella lo veía como un regalo del cielo después de un hombre que se había negado a plantearse cualquier tipo de relación y que se resistía a hablar de un futuro común.

El prolongado silencio de Elizabeth hizo que sintiera un sudor frío.

–De todas formas, no te convenía –se oyó decir.

–¿Quién te ha dado derecho a opinar? –exclamó ella, indignada.

–¡Me perteneces!

Elizabeth dejó escapar una carcajada sarcástica.

–¿Estás hablando en serio? ¿Quién te crees que eres?

Andreas se pasó las manos por el cabello con desesperación. Cada vez que la imaginaba con otro hombre se enfurecía de tal forma que perdía el control.

El enfado de Elizabeth se disipó súbitamente y fue reemplazado por el desconcierto. No comprendía qué pretendía Andreas o qué intentaba decir.

–No he sido sincero ni contigo ni conmigo mismo –masculló él, finalmente–. ¿Cómo iba a saber que enamorarse era como recibir un puñetazo en la boca del estómago?

–¿Enamorarse? –repitió Elizabeth, incrédula.

–He salido con muchas mujeres y siempre he pensado que sabía lo que quería de la vida.

–¿Y qué era? –preguntó Elizabeth con cautela, por temor a estropear el momento.

–Trabajar, por encima de cualquier cosa –dijo Andreas pensativo–. Como te conté en una ocasión, siempre he sido consciente de mis orígenes, y por eso he elegido ser independiente de James. Las mujeres no han sido más que un entretenimiento, algo que me proporcionaba el poder y el dinero.

–¿De verdad crees que es eso lo que las atrae?

Andreas se encogió de hombros.

–La verdad es que hasta que apareciste tú, ni siquiera me lo había planteado –dijo. Y Elizabeth sonrió por primera vez–. Inicialmente pensé que me gustabas porque tener una relación con una mujer de verdad representaba una novedad. Pero luego te pedí que te mudaras a vivir conmigo, y eso no lo había hecho jamás –soltó una carcajada y apartó la vista hacia la ventanilla antes de mirar fijamente a Elizabeth–. Cuando me rechazaste...

–Sabes que no quería ser tu amante. Además cuando descubrí lo de Amanda...

–Ni Amanda ni nadie han significado nada desde el momento en que te conocí, pero he tardado un poco en darme cuenta.

El rostro de Elizabeth se iluminó al comprender que la oferta de Andreas había implicado una profundidad en sus sentimientos de la que ni siquiera él había sido consciente en el momento.

–Cuando James me contó lo de la fiesta, no pude reprimir el impulso de venir –continuó Andreas–. Y fue entonces cuando decidí que tenía que hacer algo para recuperarte, pero que no debía precipitarme. Sin embargo, en cuanto James me ha llamado para decirme que estabas viendo a un hombre, he necesitado venir para comprobarlo por mí mismo. Como puedes ver, me estoy volviendo loco de celos.

Elizabeth sonrió de oreja a oreja.

–Nunca habría soñado con oírte decir algo así.

–Sinceramente, yo tampoco. Lo que demuestra que, por más que uno crea tenerlo todo planeado, el destino puede sorprenderlo en el momento más inesperado –Andreas la miró fijamente, resistiendo la tentación de acariciarle la mejilla–. No quiero pedirte que vengas a vivir conmigo. Quiero que nos casemos. Si sigo creyendo que voy a perderte, me voy a volver loco. Eso sí, tengo una condición.

Elizabeth se puso en guardia, pero la ternura con la que le sonrió Andreas hizo que se relajara.

–Tienes que decirme que me amas tanto como yo a ti –concluyó él.

–Ya sabes que sí –Elizabeth se inclinó y dejó escapar un suspiro al tiempo que lo besaba.

–¡Menos mal! –exclamó Andreas, estrechándola en sus brazos–. Nunca he hecho el amor en un coche, pero podríamos probarlo.

Sin separar sus labios de los de Andreas, Elizabeth rió y contuvo el aliento al sentir que la acariciaba por debajo de la ropa.

–¿Qué crees que pensará James? –preguntó ella, sintiendo que la piel le ardía allá donde él la tocaba.

–Yo creo –dijo Andreas, siguiendo con la exploración y antes de perder el hilo de sus propios pensamientos– que el viejo zorro estará encantado de acuerdo a sus planes.