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El fotógrafo y la modelo

¿Podía considerarme fotógrafo? ¿Lo era? Esto es algo que hay que aclarar de una vez.

Si un fotógrafo es alguien que gana dinero con sus fotografías, vendiéndolas a una publicación, o exponiéndolas en una galería, o fotografiando la escena de un crimen, o colgándolas en un banco de imágenes, o de la manera que sea, la respuesta sería «no». Por el contrario, si un fotógrafo es alguien que hace fotografías con cierta técnica y una intención que va más allá de fijar un recuerdo, un instante, un hecho, la respuesta sería afirmativa.

Es más: realizaba fotografías hermosas, algunas de las cuales eran tan únicas o emocionantes como las de los fotógrafos a los que admiraba. También es cierto que a veces pensaba que esas mismas fotografías eran pésimas, sin alma, obvias o totalmente innecesarias.

No se las enseñaba a nadie, pues no me consideraba un fotógrafo de verdad. Sin embargo, en momentos de optimismo juzgaba que no solo lo era, sino que era algo más: un artista ignorado, desconocido, un artista secreto que recorría cámara en mano las calles de Madrid, oculto o protegido por el más absoluto anonimato. Era, en suma, un auténtico fotógrafo, pero no un profesional. Eso pensaba a veces, y a veces pensaba lo contrario.

Y en cuanto a Irina, ¿era ella modelo? Si una modelo es alguien que gana dinero posando para un anuncio, o pasando determinada ropa, etc., la respuesta sería no. Pero si una modelo es alguien que posa o ha posado para un pintor o un fotógrafo, podríamos decir que sí. Además, aunque no era realmente modelo, y ella misma lo sabía mejor que nadie, se definía así: soy modelo. Pero ¿qué nombre poner a lo que había venido a hacer a Madrid?

Lo que sí puede afirmarse sin sombra de duda es que yo era español, pues eso es algo tan simple que depende únicamente de lo que determine un documento oficial. En cuanto a ella, era lituana, puesto que había nacido en Lituania cuando aún pertenecía a la URSS, y había pasado allí los primeros años de su vida, pero también era rusa, pues había emigrado a Rusia a mediados de los noventa. En realidad, si nos atenemos a lo que dicen los papeles, era rusa y lituana. Se podrían afirmar, sin tantas disquisiciones, otras cosas, como que era lo bastante agraciada como para poder aparecer en una revista anunciando, por ejemplo, un champú, y que era, además, tan agraciada como desgraciada.

La conocí un sábado de marzo, quince meses después de la muerte de Gafas. Era por la mañana, y aprovechando que todo brillaba con una luz muy pura fui al parque del Oeste para fotografiar los árboles desnudos y las hojas caídas. Fotografié asimismo el cielo limpio y la hierba, y algún pájaro y algunas semillas viejas. Fui después a un bar, en Ferraz, a tomar un café. Dejé la cámara en la barra, al alcance de la mano, y repasé superficialmente un periódico. La noticia sobre unas esculturas robadas valoradas en cinco millones y vendidas a un chatarrero por treinta euros me hizo gracia. Desde hacía unas semanas había vuelto a sonreír por dentro. ¿Significaba eso que mi invierno de tres años tocaba a su fin?

Tenía sed, pero no pedí agua. A veces me daba pereza pedir cosas a la gente, incluso a los camareros. Probé el café, se había quedado tibio y sabía fuerte, me gustó, al tiempo que me desagradaba.

De pronto se me acercó una mujer alta, rubia, de ojos rasgados y pómulos salientes a la que no había visto entrar. Desde hacía años yo no sabía calcular ninguna edad, como si el tiempo hubiera ganado ya todas las batallas y diera igual por cuánto, pero pensé que debía de rondar los treinta. Más que por guapa, que lo era, destacaba por su cuerpo, compacto y grácil a un tiempo, las piernas largas, la cintura estrecha, los hombros rectos. Era tan alta como yo. Me habría gustado fijarme discretamente en sus manos, en sus piernas, en las líneas de su cuello. Pero no pude. Al cruzarse nuestras miradas, sentí como una sacudida y como si dentro de mi estómago se cerrara un puño de acero. Su piel era fresca y lisa, lozana, de veinteañera, pero su porte, o su mirada, traslucía la gravedad de alguien con más experiencia. Quizá, aventuré, haya visto mucho y pronto, como Gafas.

—¿Eres fotógrafo? —me preguntó sin rodeos, con la desenvoltura propia de algunas personas que son guapas y lo saben.

—No —contesté.

—¿Te importa que me siente?

Incapaz de articular palabra, hice un gesto con la cabeza.

Hablaba muy bien, aunque con acento extranjero. ¿Alemana, holandesa, rusa, polaca? Al igual que no sabía calcular las edades, tampoco sabía identificar su acento.

—Verás —dijo—. Tengo un problema pequeño: quiero hacerme fotos, y no conozco a ningún fotógrafo.

—Solo soy un aficionado —dije.

—Da igual, tu máquina parece buena. Es para un book. Perdí el que tenía. ¿Cómo hacemos? ¿Voy a tu estudio?

Su tono era melodioso, musical.

—No tengo estudio.

—En tu casa, entonces. ¿Dónde vives?

Le di la dirección. La leyó frunciendo ligeramente el ceño, como esforzándose por memorizarla. Me maravillaba su seguridad. Hacía que ir a mi domicilio pareciera un asunto que le concerniese exclusivamente a ella. Intercambiamos los números de teléfono.

—Me llamo Fernando.

—Irina. Soy una modelo lituana. Llevo siete meses en Madrid. Soy rubia —añadió superfluamente—. Cada vez quedamos menos rubias naturales, es una lástima pequeña. Te llamaré.

Se despidió besándome en la mejilla, se puso unas gafas de sol y salió, dejando la cafetería transformada, y a mí sintiendo aún el contacto de unos labios suaves y ligeros sobre mi mejilla.

Aquella noche pensé en ella. Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya, con una vuelta de tu collar. ¡Qué hermosos tus amores, hermosa mía, novia! ¿Por qué me había causado tanta impresión? Tuve miedo. Nunca me había sucedido algo así. Sentir al primer instante un puño de acero apretando mi estómago. Deseé que fuera una atracción pasajera, un arrebato inexplicable que se fuera tan bruscamente como había llegado. Y soñé con Gafas. Estábamos en una playa de Asturias. Quería decirle que estaba haciendo un puzle de él con las fotografías de otras personas. Tenía boca, y tenía labios y lengua, pero no me salían las palabras. Gafas me miraba en silencio, esperando que yo dijera algo. Era una sensación horrible.

Ahora sé lo que le diría: todo sucedió por tus gafas, todo fue por la cámara de fotos.

Ya sabía su nombre.