Algunas piezas de mi vida iban encontrando un nuevo encaje, mientras otras habían perdido su sitio para siempre. El invierno agonizaba alargando los días y acercándose a la primavera, y yo iba y venía del trabajo en metro. Esperaba impaciente una llamada de la modelo lituana. Al día siguiente de nuestro encuentro me dejé caer por la cafetería de Ferraz, infructuosamente. Dudaba si tenía los ojos verdes o azules.
Me había sentido otro a su lado. Como si renaciera, como si me transformara. De nuevo a solas volvían mis dudas. Me había impresionado, más que la belleza de sus facciones, más que esos ojos claros y esos pómulos tártaros, más que la arquitectura de su cuerpo, la sensación de vulnerabilidad que transmitía bajo esa apariencia de mujer ideal, como la de un jarrón chino en un salón en el que unos niños juegan con una pelota.
Pasaron dos días, y la modelo lituana no daba señales de vida.
Por las mañanas los vagones circulaban abarrotados y los viajeros callaban. Si encontraba un asiento libre lo ocupaba para leer. Por las tardes la gente regresaba cabizbaja, con los hombros caídos. Mi aspecto era el mismo. Oí a una universitaria decir a su novio que en veinticuatro horas recibimos más información que una persona de la Edad Media en toda su vida. Y había añadido que en el siglo XVIII un europeo corriente habría manejado al concluir su vida unos quinientos objetos, mientras que en la actualidad ese mismo hombre habría manejado unos quince mil. ¿Sería verdad?, me pregunté. ¿Recibíamos en un día más información que un hombre medieval en toda su existencia? ¿A qué se refería, en concreto? ¿A qué llamaba información? Porque un pastor también recoge constantemente información mientras saca sus ovejas a pacer. Y si la gente fuera consciente de los innumerables datos que hay que recibir y procesar para caminar, se llenaría de admiración al ver los primeros pasos de un bebé (incluso de uno ajeno). Pero si aludía a información servida por otros, transmitida por otros y no recogida por nosotros mismos, si se refería a la previsión del tiempo y a las noticias sobre los acontecimientos políticos y las perspectivas económicas, si se refería a eso, entonces probablemente sí.
Salí del metro dando vueltas a aquello, pero cuando entré en mi edificio estaba pensando de nuevo en Irina. Quería saber más de ella. Quería verla todo el rato, y al mismo tiempo quería que hubiera sido como un caballo que pasa al galope y al que no vuelves a ver jamás. Subí las escaleras. Me disponía a abrir la puerta cuando me llamó una voz aguda y cascada a un tiempo.
—Baja, Fernando, estamos reunidos.
El dueño del apartamento había delegado en mí para las reuniones de la comunidad, a las que yo no asistía casi nunca. Bajé. Había un vecino que siempre se me escurría, y quizá, con suerte, se dejara fotografiar. También me faltaba la vigilante de seguridad. Podría matar dos pájaros de un tiro.
Entré en el primero B. Todo era deplorable: la luz amarillenta, el papel sucio y mortecino de las paredes, las sillas baratas y viejas, la ropa de los allí reunidos, y sus caras.
Allí estaba mi víctima: el gordo del primero A. Tenía una cara grasienta y una panza aventurera que casi empezaba en el cuello. También, en una esquina, la exescultora, la vigilante de seguridad del Reina Sofía. Solo la había visto sonreír una vez. Tenía los dientes descolocados, montados unos sobre otros, como picos de una cordillera torturada. Eso explicaba en parte que sonriera tan poco. Le había pedido seis veces retratarla con las gafas, y las seis se había negado, argumentando que era artista y no modelo para otros artistas. Tenía carácter.
Hablaban sobre la necesidad de acometer una obra en el saneamiento. Me senté en una silla libre que me indicó el dueño del piso. De pronto, como catapultado, ante la estupefacción general, me planté delante del gordo, que dio un respingo, le puse las gafas delante de la cara y le espeté, con un tono que no admitía réplica:
—Póngaselas inmediatamente. Será un segundo.
Intimidado, obedeció. Antes de oprimir el disparador presentí que aquella foto no valdría. Y sin embargo no pude evitar hacerla. Me senté notando sobre mí las miradas reprobatorias del resto. Concluida la reunión, la vigilante me abordó en la escalera.
—¿Me puedes hacer un favor?
—Claro. Pero no soy tu hermano, así que tú me tienes que hacer otro a mí.
Me miró, entre recelosa y expectante.
—Tienes que dejar que te haga la foto.
Durante demasiado tiempo había sido excesivamente considerado y generoso con los demás, para no cosechar la mitad de las veces sino desagradecimiento. Había decidido no regalar nada, ni material ni, especialmente, inmaterial, y acordándome de unos versos que había escrito en mi juventud, «el amor es un comercio / yo te doy si tú me das», los había adoptado como cínica divisa. Me había hecho, en fin, más mezquino; había sido derrotado, al menos temporalmente.
La vecina se ausentaba el fin de semana, y esperaba recibir un paquete el sábado. Me pedía que estuviera atento para recogerlo. Accedí, y le tendí las gafas, que se habían convertido casi en una prolongación de mi persona, en un apéndice.
—Son de miope, de siete dioptrías, así que mejor ten los ojos cerrados para que no te lloren, y ábrelos cuando yo te lo diga.
Con los anteojos calados, la guardia jurado miraba con seriedad.
—Ya puedes abrirlos.
Y disparé. Ese fue el retrato 74 de la serie Gafas, el número 369 en total. Setenta y cuatro habían superado el listón y doscientos noventa y cinco habían sido desechados. Había decidido que la serie constara de ochenta fotografías de ochenta personas diferentes.
Gafas había muerto justo la mañana en que cumplía ochenta años.
Antes de dormir leí alguna página del cuaderno en el que había apuntado frases de la Biblia con aquel rotulador azul claro. Intenté aferrarme a una: «Las esperanzas vanas y engañosas son para el imbécil, los sueños dan alas a los insensatos. Tratar de asir una sombra o perseguir el viento es buscar apoyo en los sueños».
¿Tenía los ojos azules o verdes?