Dos días después volvimos a vernos.
La había citado en la plaza de Oriente, junto a la estatua de Wilfredo el Velloso. Nos sentamos en la terraza de un café. Me miró, sacó el móvil de su bolso y lo apagó. Aquella extraña, aquella mujer fría y hermética, aquella lituana a la que la misión que se le había encomendado había llenado de nieve el pecho, me amaba. Se derretía la nieve, se deshelaba el corazón, pese a que una sombrilla nos protegía del sol.
—Es como San Petersburgo —dijo, mirando hacia el Palacio Real—. Solo que en San Petersburgo hace mucho más frío, y está lleno de mujeres, todas muy blancas y rubias y muy delgadas y muy pintadas. Y muy jóvenes. ¿Tú crees que en San Petersburgo hay heladerías?
—Supongo que sí —dije, conmovido por lo que tomé por una ingenuidad.
—Una amiga mía trabajaba en una, me invitaba siempre que podía. Los hacía con sirope. Con un poquito tenía para muchos helados. A veces hay que hacer eso en la vida, ¿no crees? Concentrar algo para que sirva para muchos años. Pero hay que reconocer que los helados italianos son mejores —concluyó.
Fantaseamos con ir a Italia. Conté que había estado dos veces allí, la primera en Roma y en Florencia, y la segunda en Venecia y en Verona. Ella dijo que siempre, desde pequeña, había soñado con ir a Verona, la ciudad de Romeo y Julieta. No había leído la obra, pero creía saber lo principal de ella: contaba la historia de un amor puro que era derrotado por la fatalidad y las fuerzas adversas, representadas por las familias. Un amor llevado al extremo, al sacrificio, al suicidio. Se sorprendió cuando le dije que Romeo tenía quince años y Julieta trece. ¡Eran niños!, exclamó. Luego se quedó unos segundos pensativa, y agregó:
—Yo me enamoré la primera vez con diez años.
Volví a ver a aquel pobre niño, muerto con los ojos abiertos en un bosque nevado. Era tanto lo que me había perdido de Irina, y eran tan escasos los minutos que había pasado con ella... Pero poco puede ser mucho.
Había estado en Verona con Paula. Entre otras visitas casi obligadas habíamos ido a ver la estatua de Julieta al pie de la Casa di Giulietta. Los pechos de bronce estaban desgastados, pulidos, porque los estudiantes se fotografiaban manoseándolos. Iba a contárselo a Irina cuando, de pronto, por una especie de respeto o pudor, preferí no hacerlo. Según la leyenda, tocarle el pecho daba suerte en el amor. ¿La suerte que no tuvo la propia Julieta?
Expresé mi deseo de ir en verano para asistir a la ópera en la Arena. Yo quiero ver Romeo y Julieta, repuso Irina, y diciendo eso parecía que ya habíamos decidido viajar juntos a Verona, en julio o en agosto. Tomábamos una cerveza fría y un agua con gas. ¡Me sentía tan joven citándome con ella, viéndola! Salía siempre con los anteojos y la cámara, pero aquel día los había olvidado por la emoción del encuentro.
Volví a hablar de Roma, y de cuánto me gustaría ir allí con ella.
—¿Después de Verona? —preguntó, con la ilusión de una niña.
—Después de Verona.
Le describí una bella estatua que había visto en el Cementerio protestante, un ángel postrado, cabizbajo, con la frente apoyada en un brazo.
—Se llama El ángel de la pena.
—¿No es eso el amor? —dijo ella—. ¿Un ángel y una herida?
Tomé su mano. Volvía a sentir el gozo del amor, su jubilosa excitación. ¿Cómo era posible vislumbrar tanta felicidad, creer que se podría tocar, que estaba allí, al alcance de la mano? ¿Cómo era posible saber que el cielo estaba en la tierra?
—¿Qué tal las fotos de las gafas?
No las había mirado por el presentimiento de que, cuando Irina pasara a formar parte del retrato, a ser una de sus ochenta piezas, la perdería para siempre. Era un pensamiento mágico absurdo, pero me dominaba.
—Muy bien —contesté—. Ya eres oficialmente el retrato número 77. ¿Y las otras, las mandaste a tu familia?
Las «no sugerentes» se las había entregado el mismo día de la tormenta.
—Sí, les gustaron mucho.
Me preguntaba si su tono melodioso era propio de las rusas al hablar español, o si era una característica suya, personal. Aquella semana nos vimos con frecuencia. Era ella quien tomaba la iniciativa. Me llamaba o aparecía sin más. Cuando llamaba yo, no contestaba. Hacíamos el amor, nos acariciábamos. Un día le dije, mientras me miraba sin pestañear y sin abrir la boca:
—Quiero ser tuyo y que seas mía, entregarme y que te entregues, dominarte y que me domines. Quiero...
Pero habitualmente callábamos y nos mirábamos como si aún fuera nuevo lo que había ante nuestros ojos.
—Supe que eras distinto cuando doblaste mi abrigo como si fuera algo sagrado.
Cuánto hacemos por aparentar, y, sin embargo, cuánto más hacemos de verdad, sin calcularlo.
Viví esos días esperando su llamada o su visita. Y mientras esperaba, escribía su nombre de diversas formas en una hoja, como un adolescente. Un día escribí siete variantes, Irina, Irene, Aireen, Irine, Irenka, Irenea, Irena, una para cada día de la semana. Le grabé un CD con música suave. Lo pusimos. Se nos caían los párpados.
—Me quedé dormido grabándotelo —dije.
Se rio, pero ni siquiera cuando reía desaparecía del todo la luna triste de sus ojos.
Un día rompió con aparente indiferencia uno de nuestros prolongados silencios.
—¿Quedaste con esa que te llamó, la enfermera?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé. Es que te noto muy callado. Soy muy celosa —añadió—. ¿Me dejas que te haga una foto? —me pidió a continuación.
—Claro.
—Pero con las gafas.
Me hizo varias. Las miré.
—¿Vale alguna?
—No. —Me parecía algo a Gafas, pero sin lo que buscaba—. Además, tengo que hacerlas yo.
—Pues háztelas.
Me hice varios autorretratos.
—Es inútil —concluí—. El retrato 78 no está aquí.
A veces hacíamos el amor con música de fondo. No teníamos prisa ni miedo ni vergüenza, y, aunque nos servíamos de nuestros cuerpos, yo sentía que eran nuestras almas quienes se hablaban. Sabía que no descubría nada nuevo para el mundo, pero sí lo era para mí. Y también sabía, por supuesto, que el ingrediente que lo transfiguraba todo era el amor, y me maravillaba y bendecía aquella experiencia que muchos no llegan a vivir jamás. La unión de los cuerpos, la unión de las almas. Pensé que ahora sí conocía su cuerpo, y que antes solo había conocido su envoltura.
Le encantaban los pasteles árabes, dulces, compactos, olorosos. Compré una bandeja y la dejé sin tocar, hasta que apareció. Se los comió todos.
—Si viviera en Arabia yo sería gorda como una vaca.
Había sido una especie de chiste, y sonreí.
—¿Vamos al cine?
En la Filmoteca ponían Heaven’s Gate, la película de Cimino que tanto me gustaba en el recuerdo. Fuimos paseando. Saludé sin detenerme a algún conocido del barrio. Encontré la película algo excesiva, pero mágica e intensa. Al salir entramos en un bar. ¿Cómo juzgar las cosas, cómo saber si me había parecido mágica e intensa en parte por haberla visto con su mano entrelazada con la mía?
—¿Te ha gustado?
—Es muy romántica. He llorado un poco cuando bailan el vals. Lo que dicen. God, you’re beautiful. So are you. Are you alone? Yes. Y Kristoffer Kristofferson me gusta mucho.
No supe por qué le llamaba así, y no, sencillamente, Kris Kristofferson. Me hizo gracia.
—Es un chico guapo y duro. Tough guy.
Recordé que Gafas había confesado una vez que le habría gustado ser Leonard Cohen. A mí me gustaría ser Kristoffer Kristofferson.
—Un día podríamos echar una partida de ajedrez —soltó, sin venir a cuento.
Y nada más decir eso, la llamaron y se despidió.
La tarde del día siguiente llamó al telefonillo y me pidió que bajara, en lugar de subir ella. Iba con vaqueros y una camiseta. Era la primera vez que la veía vestida informalmente. Estaba radiante.
—Voy a darte una sorpresa —me dijo, enseñándome unas llaves.
Me extrañó que cargara con una mochila a la espalda.
—¿Qué llevas allí?
—Ya lo verás... —Disfrutaba intrigándome.
Me llevó a un piso enorme, uno de cuyos frentes se abría a la plaza de la Independencia. Estaba recién pintado; el suelo de madera barnizado, impecable y vacío, sin muebles.
—¿Quieres que te lo enseñe?
—Sí. ¿De quién es?
—Siempre preguntas demasiado.
Tenía seis dormitorios, todos con balcón, y tres con baño. En uno, la ducha era tan grande como el salón de mi estudio. Había toallas.
—Luego podemos ducharnos —dijo, abriendo y cerrando el grifo.
Había además dos grandes salones, varias salas, tres baños más, estudios o cuartos de juego, y una zona de servicio independiente, además de una cocina inmensa. Me mostró las dos terrazas, ambas muy grandes, con jardineras con cipreses, bambúes y otras plantas. En la mayor, que daba a la puerta de Alcalá, había espacio de sobra para reunir a cincuenta personas.
—¿Te gusta?
—Sí.
—Hasta mañana es nuestro. ¿Cenamos?
Sacó de la mochila una manta, unos vasos, vino, unos sándwiches.
Cuando acabamos la cena puso el vals que tanto le gustaba y me tomó de las manos. Bailamos en la terraza con las mejillas juntas, mis manos en su cintura, las suyas en mis hombros.
—God, you’re beautiful —me dijo, sonriendo.
No encontraba el momento de hablar de su otra vida, de pedirle, sin aceptar una negativa, que me lo contara todo. Era tan feliz a su lado que tenía un miedo horrible a perderla, a volver a mi vida gris, de hibernación. Disfruta el momento, me decía, el futuro no existe, ¿por qué preocuparte por él? Pero sabía que eso era un engaño, que el futuro era un centinela inmóvil que se presentaba siempre en el momento exacto. Me prometí no dejar pasar muchos días más sin exigirle que me abriera del todo la puerta de esa otra habitación de su vida.
—Vamos a hacerlo —me susurró—. Mirando el parque, mirando las estrellas.
Por la noche, en la terraza, por la que corrían el fresco y los ruidos de la calle, y con ella dormida a mi lado, en un rincón a salvo de miradas indiscretas, tapados por el muro y las plantas, cubiertos por una manta, tuve la engañosa sensación de que siempre había sido así. Me acordé de una forma muy vaga e imprecisa de los veranos de la infancia, en un pueblo. Oí el motor de una sierra, los cascos de un caballo repiqueteando en el empedrado, los chillidos de las golondrinas. Unos vecinos conversaban a voces. En una tapia, una lagartija ahorcada en un clavo era devorada por las avispas. Un camino polvoriento flanqueado por zarzamoras, mis labios manchados por el jugo caliente de sus frutos. Medio dormido, sentía todo el paso de las horas y de la vida, y a la vez, la eternidad del instante. Era algo muy doloroso y placentero al mismo tiempo.
Me esforcé por rescatar uno de esos momentos de mi niñez o de mi adolescencia, pero era una sensación tan inconcreta como un sueño, como una bruma, y no lo conseguí. El cuerpo de ella me daba calor, y su piel suave me hablaba de las alegrías de la vida. El aire tibio corría dulcemente, refrescándome. Y era como si ese mismo aire se llevara mis recuerdos, desnudando mi alma.
Justo antes de dormirme del todo vi un campo inabarcable, casi negro en la oscuridad de la noche. Las llamas de millones de velas hacían que no diera tanto miedo. Vi que una de ellas se apagaba, y en el mismo instante se prendía otra. Se había encendido una vela en Madrid, y se había apagado otra en Francia o en Nigeria, o en Filipinas o en Sídney, o en un pueblo de La Mancha o de Dakota del Sur. Y un hombre o una mujer a quien yo no conocía vagaba ahora descalzo y con el alma hecha jirones, como un mendigo, preguntándose dónde se escondía el amor, quién se lo había robado.