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Una visita intempestiva

Salí a la calle. Tiré en una papelera la cartera con la pistola, en la que en el fondo nunca había creído. Ni se me había pasado por la cabeza usarla. Llamé a un conocido que trabajaba en una empresa de telecomunicaciones, y en un par de horas averiguó a nombre de quién estaba el móvil de Irina. Igor Smirnov. Smirnov era uno de los apellidos más comunes en Rusia. Era como John Smith, Pepe García, Juan Nadie.

En casa, sabiendo que no me dormiría, miré por fin las fotos que le había hecho con las gafas, y como había imaginado, cualquiera valdría para convertirse en el retrato número 77. En todas había, ya fuera en el gesto, en la inclinación del cuello o de los hombros, en la mirada o en los labios, un reflejo de la orfandad de su alma. Escogí la que más me conmovía, una en la que Irina parecía a punto de decir algo, de desvelar un secreto, aunque tenía la boca completamente cerrada. La imprimí, la coloqué en el rectángulo y pensé que era cierto, que al hacer esa foto la había perdido. Ya solo faltaban tres, en la esquina inferior derecha.

Me dieron las doce de la noche. Había olvidado de qué manera tan atroz puede doler el alma.

Iba a desvestirme, sabiendo que no podría dormir, cuando llamaron al timbre. Bajé las escaleras en tres saltos. Miré por la mirilla. En el descansillo había dos tipos más jóvenes que yo con mala pinta, vestidos con prendas oscuras. Uno de ellos, bajo y flaco, con el pelo rapado, no paraba de moverse, nervioso; el otro era alto y fuerte y con el pelo largo. Cerré la mirilla. A los pocos segundos volvieron a llamar, ahora con más fuerza. Miré de nuevo: pegada a la mirilla había una placa de policía. Abrí.

—¿Sí?

—Policía. ¿Podemos pasar?

Otra vez tuve locas esperanzas, que vinieran a hablarme de Irina, que la hubieran rescatado, que hubieran detenido a una banda de mafiosos rusos.

—Adelante.

Pero querían información sobre los magrebíes. Si celebraban reuniones, si llevaban barba o si se habían afeitado, si se relacionaban con los otros vecinos.

—Uno era pescadero. Los otros iban y venían, desaparecían, no me quedaba con las caras ni con los nombres —dije, y me di cuenta de que me aliviaba hablar con alguien, dejar de oír, aunque solo fuera por un momento, los aullidos de mi corazón—. No tenía trato con ellos.

Los policías contemplaban ahora las paredes cubiertas con retratos de cientos de personas, todas con las mismas y estrafalarias gafas.

—Es como en las películas —comentó el más bajo.

—Son las gafas de mi padre. Hago fotos a la gente con ellas puestas, porque es como si le hiciera su retrato, cortado en ochenta trozos, solo me quedan tres para terminar. Personas distintas, aspectos distintos, pero en conjunto será algo así como su retrato fragmentado, el retrato de su alma, claro... Aún faltan tres trocitos. Se me resisten.

El más bajo, al oír lo del padre cortado en ochenta trozos, lanzó una mirada a su compañero.

—¿Rezaban mucho?

—No sé. Más que yo, supongo.

El alto se había quedado mirando fijamente unas fotografías desechadas, de cuatro de los marroquíes con las gafas, en la pared junto a la puerta, un señor calvo, cuarentón y bastante grueso, dos jóvenes, uno con barba salafista y el otro con una cicatriz en la frente y feo como un pirata berberisco, y el pescadero. De ellos, solamente un retrato, el de un tipo muy alto y delgado, con pelo rizado, pómulos muy marcados y expresión de proscrito, se había incorporado a la serie GAFAS.

—¿Esos eran de los que vivían aquí?

—Sí. No valían, supongo que su vida era más bien desgraciada, pero...

—¿Todos le permitían fotografiarles? —me interrumpió uno de ellos.

—No, algunos no.

—¿Nos las podemos llevar?

—Sí.

Le di las fotografías al alto y los policías se despidieron. Imprimí las copias y las coloqué en los huecos que habían quedado. Y mientras lo hacía, temí por un momento que a partir de ahora eso fuera mi vida, una especie de comedia sin gracia ni sentido.

Pero era mucho peor que eso. De nuevo empezaba a aullar mi corazón como un lobo enloquecido. Ahora comprendía por qué Irina había contado lo de la heladería en San Petersburgo y el sirope, por qué me había buscado tanto en tan pocos días. Un concentrado de amor que debía durar para toda la vida. Ella estaba más sola que yo.

¿Dónde, dónde estás?