Corría la primera semana de junio, el calor apretaba y por las noches apenas refrescaba. El espíritu del verano, impaciente, quería poseer ya el cuerpo de la primavera.
Llevaba más de un mes sin verla. Intentaba borrarla de mi cabeza, y no podía. Sufría por ella, imaginando su destino. Tampoco podía acabar la serie GAFAS. Intentar centrarme en ella era un modo de pretender despistar mi dolor. Desde su retrato llevaba realizados treinta, y ninguno servía. Era casi imposible estadísticamente que en ninguna de las personas que ahora elegía no existiera esa herida profunda que jamás cicatrizaría, y sí en las anteriores, en una buena proporción. Ese cambio de apreciación estaba en mi mente y no en la realidad; en mis ojos, que habían dejado de ver. Nada podía hacer contra eso, inútil rebelarse. Pero no desistía.
Un sábado por la tarde, nada más salir de casa, cámara en mano, preparado para otra batida sin presas, noté un ambiente eléctrico en el barrio. Unos chicos que corrían, tres de ellos con la cara embozada, el otro con una gorra y una mochila. Un rumor que fue aumentando según me aproximaba a la plaza. Una agitación de hormiguero pisoteado.
Irina X se había sacrificado por su familia. Como en el caso de Julieta, aunque de otra manera, su familia había destruido su amor.
—¿Qué pasa? —pregunté a dos jóvenes. Uno ocultaba algo en la mano, una piedra, quizá.
—La pasma ha detenido a un inmigrante.
Cincuenta o sesenta personas rodeaban, insultaban y amenazaban a cuatro agentes que aguantaban estoicos el chaparrón. El detenido estaba esposado entre los policías y su coche, cuyas luces azules giraban.
—¡Maderos fuera del barrio!
Otros corearon la consigna: «¡Maderos fuera del barrio!». Fue arremolinándose más gente. Observaba todo desde una prudente distancia. Aquello me atraía y repelía a la vez.
Irina X estaba en Marbella o en Cataluña o en Castilla, unida a un viejo al que le gustaba poner inyecciones, oía dentro de mi cabeza.
Llegaron dos furgonetas, de las que bajó una docena de agentes con cascos y escudos. El griterío y los insultos arreciaron, y empezaron a llover piedras, palos, botellas e incluso alguna zapatilla sobre los antidisturbios, que cargaron contra el gentío. Apostado en una esquina, fotografiaba aquella lucha. A escasos metros de mí un viejo recibió dos porrazos. Arrodillado, se tapaba la cara con las manos. Un policía le golpeó en las costillas, y el golpe también me dolió a mí. El policía me vio y avanzó con la porra levantada. Por fortuna, alguien le empujó por detrás y se volvió, olvidándose de mí. Como para ir a casa tenía que atravesar el campo de batalla, dirigí mis pasos hacia la Vinícola Mentridana, para esperar allí a que se apaciguara el tumulto.
Pedí un café. El local, refugio de anarquistas, tenía un aire decimonónico, con ventiladores en el techo, columnas de hierro fundido pintadas de marrón, mesas de madera y estanterías de apariencia vetusta repletas de botellas de vino. Algunas noches desplegaban una bandera republicana, y en los servicios proliferaban las pintadas políticas.
Acababan de servirme el café cuando entró Berberán, un tipo de unos cincuenta y cinco años, con calva y pelo largo y cano por detrás, al que le gustaba escucharse y que, como yo, a veces también iba a leer a los cafés, en su caso regando la lectura con un gin-tonic. Era profesor de filosofía en un instituto. Alguna tarde me lo había encontrado a las puertas del teatro Valle Inclán, o en la Filmoteca, el modernista cine Doré, a la que yo iba de vez en cuando para ver películas antiguas. En otra ocasión le había visto salir de una oficina de empleo temporal gritando a pleno pulmón «¡Sinvergüenzas!», para echar luego a andar por la calle con aire digno y retador, la barriga desafiante como una vela hinchada por el viento, y volverse, ya lejos, y repetir el grito: «¡Sinvergüenzas!». Berberán me vio y fue a mi encuentro. Con un pañuelo blanco manchado de sangre se tapaba una ceja. Era miembro de las Brigadas Vecinales de Observación de los Derechos Humanos. En una ocasión había intentado captarme, cuando, recién llegado al barrio, me ahogaba en plena crisis existencial.
—Mbokaja ha mboriahúrente rayo ho’áva —dijo, a modo de saludo, mientras se sentaba a mi mesa sin pedir permiso—. Solamente sobre el cocotero y sobre el pobre cae el rayo. Es un dicho guaraní —explicó, dedicando una ojeada al pañuelo, que volvió a aplicar sobre la herida—. Estoy haciendo una especie de Pollock en miniatura con mi sangre. Un gin-tonic, por favor. —Elevó la voz, para que le oyera la camarera.
Irina X se había casado con un hombre repugnante, gemía mi corazón, y jamás volvería a verla.
Me escamó que «rayo» se dijera igual en guaraní. ¿Por qué no existía en ese idioma esa palabra, si había tormentas en sus selvas? Pero no dije nada, sin fuerzas para enzarzarme en vanas discusiones.
—Son unos cabrones. Detienen a los indefensos para rellenar estadísticas, para cumplir con los cupos, los objetivos. Y los banqueros y los políticos, libres como pajarillos. Qué país.
Le trajeron la copa. Puso los dedos bastante arriba, para indicar hasta dónde quería que llegara la ginebra.
—Creo que me voy a exiliar una temporada al pueblo.
Berberán era de Losar de la Vera, en Cáceres. La calle principal, la carretera que lo cruzaba, estaba adornada por arbustos recortados en formas variadas: ciervos, personas, botijos, obeliscos... Saqué las gafas y las puse sobre la mesa. Le había pedido ya cinco veces que se dejara hacer la foto, y siempre se negaba. Era casi una cuestión de amor propio.
—Eres de los que no desisten, ¿eh? Los artistas sois tremendos. ¿Sabes cómo murió Manostijeras?
Negué con la cabeza. Llamaba así, por la película de Tim Burton, al vecino que había empezado a recortar los arbustos de Losar.
—Pues te lo voy a contar. Era un modesto genio, a su manera, pobre diablo. Su mujer la palmó y él se deprimió. Un día se roció de gasolina, roció también su Seiscientos, se metió dentro y lo prendió. Inquisidor de sí mismo.
Meditabundo, Berberán miraba el pañuelo manchado.
—Así es el mundo: sangre, fuego y lágrimas. Explotados y explotadores que quieren recortarnos como si fuéramos arbustos. Y flotando en el aire... el amor burgués —soltó imprevistamente, como queriéndome pillar por sorpresa, con una mirada cargada de malicia—. ¿Y la rusa, te ha dejado? De un tiempo para acá pareces un alma en pena.
Me limité a mirarle en silencio.
—Tempus fugit, carpe diem. ¡Oh, hermosura mortal, cometa al viento! —declamó.
Recordé la última vez que habíamos discutido, a cuenta de la exposición de un fotógrafo estadounidense, Winogrand. Berberán no la aprobaba, porque sus fotografías no tenían ningún mensaje, no pretendían cambiar la sociedad, y a mí me gustaba precisamente eso, que pusiera delante la vida para que el espectador pudiera bucear por sí mismo en ella, sin consignas. Estaba harto de sermones.
—Me han dicho que es modelo y que le hacías fotos. Tiene gracia, tú, que no te comprometes, que no te casas con nadie, ¿querías casarte con ella?
Cambié de tema.
—¿Piedra o porra?
—¿Qué más da? Una hostia caída del cielo y sin consagrar —respondió. Volvía a observar con detenimiento las manchas de sangre del pañuelo, su pequeña obra de arte—. El lenguaje siempre ha estado de parte de la altura, fíjate —continuó, sin molestarse por mi regate—. ¡Qué alto ha llegado Fulanito, qué bajo ha caído Menganito! Lo superior y lo inferior. Excelso significa muy elevado, una persona excelsa, lo contrario de rastrera.
Dio un largo trago cerrando los ojos, y volvió a apretarse el pañuelo contra la ceja.
—Admiramos a los pájaros que vuelan y despreciamos a las criaturas que reptan. ¿Dónde imagina el común de los mortales el cielo? Arriba. ¿Y el infierno? Abajo. En la cima de su inteligencia, en la cumbre de su prestigio, en la cúspide de su capacidad física. Ese catedrático es una eminencia. Un día mi abuelo dijo, mirándome: Tú para arriba y yo para abajo.
—Su vida culminó cuando conoció a Betty —intervine, momentáneamente divertido por el juego—. Su mirada le daba alas.
—Se tomó un gin-tonic y se vino arriba.
Cogió las gafas y las observó con aparente interés.
—Venga, anda, házmela de una vez, eres como una puta mosca cojonera. Quizá seas de verdad un artista. Estas gafas vintage tienen su gracia.
—Cierra los ojos, los cristales son muy gruesos. Ábrelos cuando te diga.
Se las puso. Estaba seguro de que tampoco allí iba a encontrar la íntima orfandad.
—Ábrelos.
Disparé dos veces, derrotado de antemano, y extendí la mano para recuperar los anteojos. ¿Podría ser que ya ninguna de las fotos valiera porque había perdido la ilusión?
Entró en ese momento un muchacho con síndrome de Down. Vestía unas bermudas y una camiseta de los Ramones. Hizo un gesto hacia nosotros, un saludo alegre. Un velo de ternura cubrió el rostro de Berberán.
—Mi hijo mayor.
Recordé la época en la que buscaba al amor y no lo encontraba por ninguna parte. El muchacho fue a su encuentro. Berberán le tiró suavemente de un moflete. Le saludé, y el chico respondió con una sonrisa. ¿Y si allí estuviera el retrato número 78?
—¿Puedo?
Señalé las gafas.
—Pregúntaselo a él.
¿Dónde estás, Irina X? ¿Has pagado tu deuda? ¿No puedes escapar? ¿Es para siempre tu contrato? ¿Estás viva? ¿Ha valido la pena tu sacrificio, has salvado a tu familia, como una virgen entregada a las llamas salvaba al pueblo de la ira de los dioses?
—¿Puedo hacerte una foto con estas gafas? Eran de mi padre.
—¿Es tu amigo, papá?
Berberán asintió. El muchacho se puso las gafas, y le fotografié. Miré la fotografía en la pantalla. Nada.
—Tenemos que irnos —anunció Berberán—. Pobre hombre, desde que ella le abandonó está hundido. —Se guardó el pañuelo ensangrentado en un bolsillo del pantalón, e hizo una reverencia a modo de despedida, quizá porque se creía un artista, un actor, un cómico de la legua—... y no levanta cabeza.
Apuró la copa de un trago y salió con su hijo sin pagar. Tenía cuenta abierta.
Ya en casa, el insomnio volvía a hacer presa en mí, y el calor nada tenía que ver. Irina X estaría ahora entre las sábanas con el objetivo alcanzado. Ahora estaría sonriendo a alguno de sus amigos. Ahora estaría tomando una copa en el bar de un lujoso hotel. Ahora estaría tendida de espaldas, desnuda, inmóvil, aguardando que una aguja...
Hacia las dos de la madrugada escuché unas voces que provenían de la calle. Eran muy frecuentes, bajo mi balcón, las interminables despedidas de borrachos que se juraban amistad eterna o que intentaban convencer a otro de ir a tomar la última. Pero en aquella ocasión se trataba de un hombre y una mujer. Él, con acento amargo, le recriminaba sus engaños y mentiras, mientras ella, plañidera, aseguraba que todo era un malentendido, que acababa de enterarse igual que él. De pronto, en medio de aquella pelea de pareja, cambié el nombre de Betty por el de Irina.
Su vida culminó cuando conoció a Irina. La frase regresaba una y otra vez a mi cabeza, como goteando sobre aquella riña callejera. Su vida culminó cuando conoció a Irina.
Qué triste, que mi vida hubiera culminado antes de cumplir los cincuenta. Qué bien programadas estaban esas etapas ciclistas que acababan en la cima del puerto más alto. Así debería ser la vida.
¡Ay, cómo dolía imaginarla compartiendo el salón y la cocina y el dormitorio con un depravado! ¡Cuánta lástima sentía por mí, y cuánta, mucha más, por ella!
Aullaba mi corazón, como un lobo abandonado por la manada, con la pata herida y hambriento, así aullaba mi corazón, de día y de noche, como un lobo enloquecido, de noche y de día.