Callejeaba, pues, por ese barrio lleno de cuestas, por la calle Buenavista, la más empinada, con su hermosa curva de río, o por Argumosa, a la que llamaban la Playa por sus numerosas terrazas, por lo general abarrotadas, y con frecuencia me animaba a formular a gente diversa (hombres, adolescentes, mujeres, niños, viejos, españoles, extranjeros) una insólita petición: que se dejara fotografiar con unas gafas, unas gafas llamativas por anticuadas, de pasta, grandes y oscuras, provistas de gruesos cristales de miope. Unas gafas pasadas de moda.
Los cristales tenían forma de lágrima, una lágrima enorme y torcida. Pero, curiosamente, las fotos no me parecían tristes. Tampoco alegres.
Aquella colección de fotografías no empezó bien. El primer intento lo hice con el encargado del taller al que había llevado mi coche, un Ibiza abollado de segunda mano con el que me había encariñado, quizá porque no tenía ninguna relación con mi vida anterior, o porque había viajado con él a menudo para ver a mi padre.
La semana previa había estado con mi hermana en la casa de nuestro padre, recién muerto, para vaciarla. Nos repartimos algunos de sus efectos personales. Yo me había quedado con sus gafas.
Estaba a solas con el encargado en la oficina, pequeña y nada acogedora y descuidada, esperando a que me entregaran el coche, que se había averiado al regresar precisamente de ese viaje, cuando metí la mano en el bolsillo del abrigo y me encontré con los anteojos. Obedeciendo a un repentino impulso, dije, sacándolos:
—¿Se puede poner estas gafas para que le haga una foto?
El hombre, un tipo fornido (como solemos imaginarnos a los mecánicos), que no llevaba un mono azul manchado de grasa, sino una chaqueta barata de espiguilla y de color apagado, se quedó por un segundo desconcertado. Y luego se puso en pie rojo de ira.
—Pero ¿tú eres maricón, o qué te pasa?
Ahora el desconcertado era yo. ¿Cuál había sido mi error? ¿Proponérselo a solas, en aquel cuchitril travestido de oficina, con un teléfono viejo y un ordenador y una impresora y un calendario de una chica en biquini con el culo en pompa? Una chica preciosa, todo había que decirlo, aunque un tanto ordinaria, si acaso.
¿Y a qué había venido una petición tan extraña, tan fuera de lugar?
—No —dije sin levantarme, para no incitar al otro a una pelea—. No es eso.
Sin perder la dignidad, aunque ofendido por su tono, improvisé algo sobre mi padre, sobre las gafas, la muerte, el recuerdo y la memoria, y sobre cómo nuestros seres queridos, cuando dejamos de verlos, empiezan a diluirse, a desvanecerse, a transformarse en fantasmas, hasta volverse irreconocibles. Entonces, proseguí, reprochándome el ser un cobarde y no dar un guantazo a aquel cretino que me escuchaba como si le hablara en chino mandarín, entonces, cuando se han convertido en una especie de niebla, solo nos quedan las fotos para intentar devolverles su forma. En realidad pensaba, en medio de mi confusión, que si acababa a malas con aquel hombre mi automóvil reventaría en cualquier carretera, víctima de un sabotaje.
Ambos terminamos disculpándonos. El encargado incluso se declaró dispuesto a ponerse las gafas, pero se me habían quitado las ganas de empezar mi serie (pues en medio de aquel altercado había tenido la revelación de que debía hacer toda una serie) con aquel bruto, aunque al final hubiera demostrado ser un bruto con buen corazón.
¿Era todo el mundo, en el fondo, bueno?
Por supuesto que no, aunque fuera tentador pensarlo.
De vuelta a casa, la idea de hacer retratos de gente con las gafas de mi padre fue afianzándose. Quizá expresaría así que todos vemos borrosa la realidad, que todos necesitamos lentes para corregir nuestra visión difuminada e imprecisa del mundo y de nuestra existencia. O quizá esas fotos, cuando las tuviera, no querrían decir nada. O a lo mejor lo descubriría más adelante, cuando mi serie estuviera más avanzada. Pensaba que había dos clases de artistas: los que mostraban la vida y dejaban elegir el camino al público, y los que mostraban un camino, olvidando la complejidad de la vida y señalando a los espectadores por donde deberían ir. Y a mí, sin duda, me gustaban mucho más los primeros.
Un par de días después del incidente con el mecánico, una mendiga vieja con la cara chupada me pidió una limosna.
—De acuerdo —dije—. Pero no soy su hermano, así que tiene que darme algo a cambio. Quiero hacerle una fotografía con unas gafas.
Se las caló. Abrió la boca, en un remedo de sonrisa. Le faltaban varios dientes. Su retrato inauguró la serie, y la serie, el ir siempre con la cámara y haciendo esas fotos extrañas, me convirtió en alguien conocido en el barrio, un tipo chiflado y pintoresco, o un artista, cuando no ambas cosas a la vez. Muchos me saludaban por la calle, porque les había fotografiado, y en cierto modo, como aquella hoja metálica de marihuana, formaba parte de la decoración urbana. Pero en el fondo era un cuerpo extraño. Seguía completamente solo, cautivo de la miseria y de los hierros.
Tras hacer la foto a la pordiosera, pasé ante una juguetería y me quedé mirando un tren en el escaparate. Recordé un mercancías que Gafas me había traído de Francia. A menudo, en mis juegos infantiles, diminutos soldados Airfix tendían una emboscada a ese tren. ¿Sería de la misma marca que el del escaparate? ¿Qué había sido de aquellos vagones, de la locomotora, los raíles, las casitas, la chica que paseaba a un perro y el niño que montaba en bicicleta? ¿Cuándo me deshice de ellos? Como el cine, me habían hecho soñar con otras vidas.
Abrí la puerta de mi piso envuelto todavía en los vapores de la infancia, con el peso de saber que dentro nadie me aguardaba.