¿Dónde se esconde el amor?
A veces me despertaba con esa frase y miraba en el dormitorio, y en el pijama que colocaba doblado bajo la almohada, y entre la ropa limpia, y en la ducha, y no lo encontraba por ninguna parte. ¿Dónde está el amor? Y me miraba en el espejo mientras me afeitaba, y tampoco allí lo veía. En mi lecho, por las noches, he buscado el amor de mi alma. Lo busqué y no lo hallé. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré el amor de mi alma. Los centinelas me encontraron, los que hacen la ronda en la ciudad. «¿Habéis visto el amor de mi alma?».
¡Qué bien jugaba al escondite, el amor! No dejaba ni rastro. ¿Se había ido a vivir para siempre al pasado? ¿Se había quedado allí, para la eternidad?
Salía entonces a la calle a pasear (porque esa pregunta solía perseguirme los sábados y los domingos, como si el resto de los días no tuviera tiempo para dedicarlo a las cuestiones importantes), y lo buscaba, y veía mujeres y niños y hombres y ancianos desocupados, indios y marroquíes y chinos y franceses y alemanes y rumanos y centroafricanos y españoles, y tampoco allí lo hallaba, en ese pueblo apresado por una gran ciudad, y me preguntaba entonces si no sería que mis ojos eran incapaces de distinguirlo, pues era imposible que entre tanta gente no hubiera al menos un chispazo de amor.
Y en alguna noche de insomnio en la que no pensaba en mis padres ni en Paula ni en mis hijos ni en posibles fotografías, me preguntaba: ¿por qué dejamos de dibujar? ¿Por qué dejamos de colorear nuestra existencia? ¿Será que empezamos a morirnos mucho antes de fallecer? Me angustiaba en la soledad de mi lecho, incapaz de pegar ojo. ¿Por qué empezamos a vivir en blanco y negro?
Gafas, antes del Mundial de España de 1982, compró por fin un televisor en color. ¡Ay, esos niños de mi generación que nos quedábamos con la nariz pegada a los escaparates, viendo ya no pasteles, como nuestros padres, sino partidos de fútbol en color! El blanco y negro del televisor pasó así a ser un recuerdo de la infancia, pero, sigilosamente, el de la vida comenzó a conquistarme.
¿Por qué dejamos de dibujar? ¿Dónde se esconde el amor?
A veces me acostaba con la primera pregunta en la cabeza y, sin haber conseguido dormir más que unas pocas horas, me levantaba con la segunda.