La sombra de mi exmujer me había perseguido durante mucho tiempo. Durante meses la eché de menos.
Cuando la conocí, yo tenía veinticinco años y ella, que trabajaba los fines de semana de camarera en un bar de copas, veinte. Me sentaba en un taburete y armado de paciencia aguantaba a los pesados de barra, el molesto espectáculo de la procesión de borrachos que le proponían perseguir la noche en otro garito cuando cerrara el bar.
Uno de esos días me crucé en una calle con un ciego al que guiaba un perro con un cartel que rezaba: «No me acaricies. Estoy trabajando». Se lo conté y le dije que había estado a punto de comprarle uno igual. Se carcajear con una risa muy fuerte, una risa que le salía de dentro, poderosa y grave y salvaje y que yo nunca le había oído, una risa que me llenó de orgullo y satisfacción por haberla provocado.
Empezamos a salir. Su madre, algo ñoña, y viéndola crecer tan aprisa, decía que había cambiado sus trenzas por un novio, sus meriendas con Cola Cao por gin-tonics y su oso de peluche por una matrícula en la universidad.
Paula me decía: eres el novio más feo que he tenido. Y también me decía: no sabes besar.
Lo cierto es que fuimos felices durante una época, pero uno se olvida de eso y acaba recordando únicamente el final, los desdenes y los rictus de amargura. Y en aquellas antiguas declaraciones, eres el novio más feo que he tenido (pero ¿es que acaso había tenido muchos?), no sabes besar (¿acaso ella era campeona mundial de Besos en la Boca?), veía ahora un espíritu áspero y soberbio, y me lamentaba de no haberlo advertido entonces.
Por un tiempo eché de menos bailar con los dedos de la mano sobre su piel, mientras nos miraba nuestra hija embelesada, nuestro hijo con vergüenza, escuchar el sonido de sus pasos camino de la ducha y el olor de su cuello, delicadamente perfumado, ver cómo se pintaba los labios ante el espejo del baño, compartir con ella unas palomitas y una Coca-Cola en un cine. Después la había odiado. Y escribí en una servilleta de un bar, borracho: «Cuando un sueño se convierte en pesadilla, es que se ha hecho realidad».
Por fin logré que mi cerebro se ocupase de otros asuntos, pero mis heridas no habían cicatrizado por completo, y cuando al salir de un restaurante me la encontré, sentí el clavo del rencor. Poco antes, tras estar un rato mirando elepés de vinilo que me recordaban mi juventud en Bajo el volcán, una tienda de discos y libros de mi nuevo barrio, había comprado una novela. Me gustaba empezar los libros en un café, y como el Nuevo Café Barbieri estaba cerrado, entré al azar en un restaurante bangladesí. Olía a comino y aunque era solo media tarde las mesas, con manteles de papel, estaban puestas para la cena. Había un chico tras la barra, un niño andando de aquí para allá y una mujer gorda con el pelo grasiento desmañadamente recogido en una coleta. Me senté y con cierta ceremonia me trajeron un café en un vaso. Tuve la vaga impresión de que el tiempo se había detenido, como en una fotografía, y de que era un intruso que presenciaba una escena del pasado. No me habría sorprendido demasiado ver una mosca cruzando el aire a cámara lenta. Intenté ver en el fondo de la taza el rostro de Gafas, antes de empezar la novela.
Estaba preparado, al salir, para encontrarme con cualquiera a quien pedir que se dejara retratar, pero no, desde luego, con Paula. Recordé la época en la que temía que, si la veía, se me fuera a caer encima el mundo.
—¿Qué haces por aquí?
—Iba a tu apartamento —respondió.
—¿Y eso?
—Pasaba cerca y... Solo quería decirte que lo siento. Que siento mucho todo lo que pasó.
La miré en silencio. Su tono había sido dulce y dolido, ese tono inhabitual en ella y que yo había amado tanto.
¿Y si todo el mundo fuera bueno? ¿Y si el mal solo se ejerciera por descuido o por ignorancia? Se trataba de una idea absurda, pero tan tentadora...
—No voy a perderlos, ¿verdad?
—¿Cómo vas a perderlos, si eres su madre?
A veces era dura con ellos, poco cariñosa. Avanzó hacia mí y me abrazó. Permanecimos unidos unos segundos, y vino a mi mente una frase de Nietzsche: «Lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien y del mal». Se separó.
—¿Puedes ponerte estas gafas?
Siempre las llevaba, como la cámara. Dudó un momento, pero al final, probablemente porque se sentía culpable, accedió.
—¿Las reconoces? —pregunté, mientras limpiaba los cristales con la toallita.
—Claro, son las de tu padre.
Le pedí que se pusiera de espaldas al restaurante y obedeció, resignada a plegarse a un ritual que le era ajeno. Encuadré y oprimí el disparador. Inmediatamente extendí el brazo para recuperar mi extraño tesoro, las gafas de pasta anticuadas y con cristales en forma de lagrimones.
—Adiós. Cuídate.
—Tú también.
Al llegar a casa examiné la fotografía. Sería la número 41. Y fue entonces, al imprimirla y ponerla en la pared junto a las otras, cuando comprendí qué tenían en común las fotografías que seleccionaba —más allá de que los retratados llevaran puestos los anteojos— de entre las muchas que hacía: un arañazo de desamparo. Siempre lo había sabido, en el fondo, pero ahora lo veía con absoluta claridad: buscaba en las personas a las que retrataba la íntima fragilidad de Gafas, la inseguridad de un niño al que su padre dejaba esperando a la puerta de un burdel y al que había abandonado con cuatro años, de un niño que se había quedado huérfano a los cinco. Buscaba un destello de lo que siempre había existido, más o menos oculto, en el alma lastimada de Gafas: el miedo, la incomprensión, el dolor.
Buscaba a mi padre. Estaba haciendo el retrato de Gafas, un puzle de Gafas con las fotografías de otras personas.
Me metí en la cama, aunque no fueran más de las siete de la tarde, y no me levanté más que para cenar.
Y fue después de la tibia reconciliación con la mujer a la que había querido durante años, y después de ese descubrimiento, cuando empecé a pensar que el amor permanecía constante.
Imaginé el mundo como un campo llano y enorme que daba miedo, negro en la oscuridad de la noche. Pero en ese campo plagado de peligros había miles de velas encendidas que iluminaban un poco, y anulaban un poco de ese miedo. Esas llamas eran el amor, y el viento hacía que oscilaran. Unas veces soplaba más fuerte y apagaba una vela; otras, la vela aguantaba mucho tiempo prendida hasta que se derretía por completo, volviéndose irreconocible. Pero cuando algo de eso sucedía, otra vela se encendía en ese campo negro, porque el amor era más fuerte de lo que parecía a simple vista, y tenía sus recursos.
El amor permanecía constante en el mundo.
Ni se creaba ni se destruía, sino que se trasladaba. Cambiaba de cuerpo, de alma: jamás moría. Era una ley de la física sentimental.
Pensaba que si mi vela se había apagado era porque se había encendido otra en cualquier lugar del mundo, en Alemania o en Zacatecas, en Tánger o en California, en un pueblo de Aragón o de Argentina.
De alguna manera, sin que yo pudiera saber cómo ni cuándo, mi amor había levantado el vuelo para posarse en otro. Mi amor se había mudado, pero nada se le podía reprochar, pues mi amor no era mío. No era de nadie ni de todos: simplemente era. Una porción de amor había habitado durante un tiempo en mí y luego había cambiado de rama, eso era todo.
Siguiendo la más elemental ley de la Física Sentimental.