A pocas calles de allí, en un departamento cuyas ventanas daban al Jardín Botánico, una pareja hacía el amor. Ella, de piel blanca y cabellos negros como la noche, iluminaba la estancia con sus ojos gatunos. Él, rubio y de ojos azules como el mar en un día soleado, la acariciaba con la misma pasión con que militaba.
La espalda de la joven se arqueaba a cada caricia de las manos del hombre y sus caderas subían y bajaban a ritmo, mientras su risa cristalina se elevaba en el aire.
—Te amo —susurró él, enfervorecido por la pasión que ella le despertaba.
—Y yo a vos. —Se desplomó sobre su pecho luego del orgasmo y lo besó en el cuello—. Deberíamos ir a buscar algo para comer.
—Esperá un rato… —rio el hombre— siempre tenés hambre luego de hacer el amor.
—Gasté mucha energía —respondió burlona.
Libertad se acurrucó sobre su hombro y se apretó contra él.
—¿Cómo va el tema? —No hacía falta que aclarara a qué se refería, ambos lo tenían bien presente. De pronto sus ojos verdes se aguaron. Disfrazaba su angustia con risas y cantos, pero en el fondo estaba triste.
—En dos semanas. —Él tampoco quería hablar de eso, le causaba la misma tristeza que a ella.
—Me gustaría que conozcas a mi familia…
—Sabés que eso no es posible —Wenceslao le apartó un mechón de pelo que se le había deslizado sobre los ojos—, no es conveniente que te relacionen conmigo.
—Tengo miedo.
—Lo sé… pero está todo arreglado. Ni bien me instale mandaré por vos. —La apretó contra su cuerpo—. Te amo Libertad, no podría vivir lejos de vos mucho tiempo.
—Ni yo.
La joven olvidó su hambre y se refugió en el cuerpo amado. Había conocido a Wenceslao en la facultad, cuando cursaba segundo año. De inmediato se había sentido atraída por ese joven de ojos de mar, alto y de buena presencia que se destacaba en todas las clases por su participación acertada. Los profesores lo consideraban uno de los mejores estudiantes y era admirado por sus pares. Libertad era una alumna más, del montón, no descollaba por su inteligencia ni se hacía notar, pese a ser alegre y segura de sí.
Eran tiempos turbulentos para Argentina, con un gobierno que tambaleaba y los militares acechando. Estudiar era una odisea, la violencia estaba a la orden del día, las bombas estallaban sin ton ni son y había que ser valiente para ir a la facultad. Libertad lo era, y pese a la oposición de sus padres cursaba la mayor cantidad de materias posibles. Wenceslao militaba en la Juventud Universitaria Peronista y participaba activamente en manifestaciones y actos. El joven estaba preso de ideales de justicia y soñaba con un país más equitativo donde todos tuvieran oportunidades. Junto con un grupo de estudiantes, que más que estudiar se dedicaban a hacer política, había sido captado por el accionar de los Montoneros, sin tener real conciencia de dónde se estaba metiendo.
Libertad se vio de inmediato seducida por ese líder estudiantil al que todos admiraban y no cejó en sus intentos por conocerlo. Fue en una fiesta privada a la que se hizo invitar donde finalmente pudo conversar con él. Tenía en ese momento veinte años y todos los sueños a flor de piel. Wenceslao, concentrado en sus estudios y en la militancia, no tenía tiempo ni ganas de entablar una relación con una mujer, pero esa chica de gatunos ojos verdes logró captar su atención.
Lucía una minifalda de color verde fuerte y una blusa en tono celeste pastel lo suficientemente escotada como para dejar ver un busto pequeño pero firme. Las altas plataformas resaltaban sus piernas de modelo y su larga cabellera negra caía lacia sobre un hombro y envolvía su cuello dejando a la vista la piel sedosa de su garganta. Libertad no se dejó amilanar por esa mirada azul y le sonrió. Wenceslao apoyó el vaso de ginebra, se acercó a ella y la tomó de la mano, llevándola hacia el otro extremo de la casa donde el silencio y la oscuridad los cobijaron.
Sin decir palabra la apretó contra la pared y le dio el primer beso que ella recibió con sorpresa. Libertad no sabía besar y temió que él se desilusionara, pero el efecto fue el contrario.
—Yo te voy a enseñar —susurró sobre sus labios mientras le hacía sentir la dureza de su miembro.
Miles de cosquillas invadieron a Libertad y un sudor helado corrió por su espalda. La lengua de Wenceslao bailó con la suya y sus manos subieron de su cintura a sus pechos. Sabía que debía decir que no, que no debía ser una chica fácil, pero era tal la fascinación que él le causaba que no pudo. Se olvidó de las recomendaciones de su madre y de las charlas con amigas sobre lo que había y no había que hacer con un hombre. Solo contaba Wenceslao y su boca, Wenceslao y sus manos.
Libertad lo dejó hacer, sentía su pene contra sus muslos empujando cada vez con más fuerza y le parecía que sus piernas estaban mojadas. Wenceslao le había desprendido los primeros botones de la blusa y succionaba sus pezones con avidez. Todas esas nuevas sensaciones la reconfortaban sobremanera, apartaba la culpa y disfrutaba, temiendo que terminara ese desfile de placer.
—¡Qué linda sos! —dijo él antes de alcanzar el clímax, entre jadeos y besos húmedos.
De pronto todo se había acabado y Wenceslao se arreglaba la ropa. Ella sentía la falda mojada y pegada a sus muslos, pero no quiso mirarse ni mucho menos tocarse. Sabía de qué se trataba y la vergüenza se apoderó de ella. Él debió advertirlo porque le preguntó:
—¿Estás bien? —Libertad asintió sin animarse a verlo a los ojos—. Mirame —como ella no reaccionaba le tomó la barbilla y le levantó el rostro—. Me gustó mucho lo que hicimos, pero la próxima vez lo vamos a hacer de verdad.— La besó en los labios y una sonrisa pícara se dibujó en su boca—. En horizontal y sin ropa.
La tomó de la mano y volvieron a la fiesta. Libertad no supo cómo pero terminó sentada en un sillón con Wenceslao a su lado, con su brazo sobre sus hombros, y entre su grupo de amigos. Él dirigía la conversación y era el centro de las miradas mientras ella observaba todo con ojos asombrados. Le llenaba el vaso cuando su bebida se acababa y no se apartó de ella en ningún momento. Cuando la reunión llegó a su fin, Libertad buscó a la compañera con la que había llegado, pero ya no estaba.
—Te llevo a tu casa —dijo él sin darle opción.
En la calle se subieron a una moto de color azul y ella se apretó a su espalda. La madrugada se acercaba y él evitó las avenidas. Era peligroso andar a esas horas, aunque lo peor estaba por venir. Se gestaba el golpe de Estado pero Libertad todavía era ajena a todo eso. Su inocencia la volvía una presa fácil y deseable para cualquiera.
Cuando llegaron a la puerta de su vivienda ella bajó y no supo qué hacer. Wenceslao no le dio tiempo. Alargó su brazo y la tomó por la cintura acercándola a su cuerpo.
—Volveremos a vernos. —La besó con tanta intensidad que ella desconfió de sus palabras y temió que fuera una despedida.
Luego arrancó su Vespa y ella ingresó a la seguridad de su hogar.
De eso hacía ya casi tres años. Tres años de un amor apasionado y oculto, de un amor clandestino porque estaban en juego las vidas de ambos. Wenceslao, perseguido por los militares, no quería que relacionaran a Libertad con él. Por eso sus encuentros eran siempre en distintos sitios y él mismo carecía de un lugar fijo de residencia. Había tenido que alejarse de su casa natal en Don Torcuato y se hospedaba en pensiones o departamentos que le prestaban las pocas personas en quienes podía confiar. Había muchos delatores y no se sabía de dónde podía venir la batida. Pero el amor que sentían les impedía estar separados, necesitaban verse, sentirse, tocarse, beberse y alimentarse con la energía del otro.
Libertad aceptaba todas sus condiciones de seguridad, habían inventado un código de comunicación que iban variando periódicamente, pero la espera se hacía larga. La organización le había prometido conseguir pasaporte y documentos falsos para poder exiliarse y continuar la resistencia desde afuera. Varios de sus compañeros ya estaban en Francia, en Suiza o en cualquier otro lugar del mapa donde no pudieran hallarlos, militando contra el poder de la dictadura.
Nehuén llegó luego de veinticuatro horas de guardia y se tiró sobre la cama sin siquiera cambiarse la ropa. La noche en el hospital había sido intensa y le dolían los ojos y los huesos. Pese a su juventud el cuerpo le pasaba factura cada vez más seguido. Entornó los párpados y trató de relajar los músculos. Sabía que sus padres lo esperaban a cenar pero no tenía ganas de ir. Anticipaba que su madre se enojaría por el desprecio que significaba faltar justo esa noche que había arribado su prima proveniente de Valcheta. Pero estaba muy cansado.
Esperaba que Libertad estuviera presente, últimamente su hermana estaba extraña, salía a deshora o aparecía a altas horas de la madrugada, exaltada y nerviosa. Debía hablar con ella, era su deber de hermano mayor prevenirla de los excesos y los peligros.
Eran tan diferentes que a veces le costaba creer que habían sido criados de la misma manera y por los mismos padres.
Ella era todo viento, hacía honor a su nombre con todas las de la ley. Su espíritu era alegre y despreocupado, siempre con planes, y su vida era vertiginosa. Tenía muchas amigas y ninguna, porque Nehuén advertía que cuando algo la angustiaba de verdad estaba sola.
Él en cambio era todo montaña pese a que latía el fuego en su interior. Pensaba y reflexionaba, tal vez demasiado, todas sus decisiones. No daba un paso si no había previsto el posterior. Toda su vida había sido estructurada, nada quedaba en manos del azar. No había vértigo ni locuras en su actuar.
Comparado con sus amigos se sentía viejo. Pese a sus veintiséis años su mentalidad era la de un hombre de cincuenta. Por eso se rodeaba principalmente de gente mayor con la cual podía conversar de temas interesantes.
Su trabajo como residente en el hospital, en el sector de pediatría, lo enfrentaba a diario con el dolor; debía revestir su corazón con una capa de acero para no caer en el desánimo. Amaba su profesión, se había graduado hacía un año con excelentes notas pese a lo difícil que habían sido aquellos tiempos de estudio, tiempos de transición de un régimen a otro extremadamente opuesto.
Poniendo freno a sus pasiones internas había sabido mantenerse al margen de los grupos y facciones políticas que se gestaban y disputaban poder en los claustros académicos. Había logrado volverse invisible para todos y solo se dedicaba a estudiar, evadiendo a aquellos que deseaban reclutarlo. No estaba en sus planes cambiar el mundo, solo salvar vidas.
Cerró los ojos durante unos instantes y enseguida se durmió. Lo despertó el sonido estridente del teléfono y sin saber qué hora era ni tener conciencia de lo que estaba ocurriendo se incorporó. A veces se dormía sobre una camilla durante las guardias nocturnas pero despertaba de inmediato ante el llamado de alguna enfermera.
La ventana había quedado abierta y vio que ya era tarde, la luz del día había dejado su sitio al reflejo de la luna llena, que se colaba por entre las cortinas. Miró el reloj que descansaba sobre la mesa de luz: las ocho de la noche.
El teléfono seguía sonando y no tuvo más remedio que levantarse e ir hasta la cocina. Sabía que sería su madre reclamándole su tardanza. Dio a tientas con el aparato negro que se mezclaba con la oscuridad del recinto y levantó el tubo.
—Hola.
—Hijo, sé que estás cansado por la guardia —su madre era una mujer práctica, notaba por el tono de su voz que estaba apurada—, pero prometiste venir a cenar.
—Lo sé… perdoná, me dormí. —No podía fallarle, sus ganas lo instaban a quedarse en la cama pero sabía que terminaría yendo—. En cuarenta y cinco estaré ahí. ¿Necesitás que lleve algo?
—Nada, solo vení.
Decidió darse una ducha, necesitaba despejarse y sacarse el cansancio del cuerpo. El agua tibia alivió la tensión, despabiló su mente y avivó su apetito. Después de todo, pensó, le vendría bien una cena en familia. Su madre estaba entusiasmada con la llegada de su prima Naiquen, a quien él no recordaba. Era un bebé cuando vivían todos juntos. Pero Lihuén se refería a ella como una hermana, habían compartido años de infancia en Mendoza y luego su madre se había refugiado en casa de su tía Fresia en Valcheta. Si bien Lihuén tenía buena relación con su media hermana Milagros, los dieciséis años que le llevaba marcaban una diferencia.
Desistió de afeitarse, peinó sus cabellos hacia un costado intentando dominar el remolino que se le formaba sobre la izquierda y se puso un poco de colonia.
Se vistió con una camisa color celeste y calzó unos mocasines Guido color suela. A Nehuén le gustaba vestir bien, era puntilloso a la hora de combinar los colores y las texturas, y compraba prendas de calidad. Poco pero bueno solía decir. Y los mocasines Guido eran un lujo que podía darse gracias a las horas extras que cubría en el hospital.
Una vez listo salió a la calle y subió a su Citroën 3CV color blanco. Vivía cerca de la casa de sus padres, aunque no tenía ganas de caminar.
Al cabo de unos minutos estaba tocando timbre. Lo recibió Santiago y se dieron un abrazo. Nehuén ya era un hombre y seguía siendo cariñoso con sus mayores, no lo avergonzaban las demostraciones afectivas.
—Menos mal que viniste… —dijo su padre.
—Me tiré un rato en la cama y me dormí, pero no iba a fallarle a mamá.
—Vení, están todos en la cocina.
Nehuén lo siguió a través del pasillo y al llegar lo primero que vieron sus ojos fueron dos niños muy parecidos jugando al ajedrez. A simple vista parecían mellizos, ambos de cabello castaño y tez mate.
—¡Hijo! —Su madre se acercó a él y lo tomó del brazo luego de besarlo con efusividad en la mejilla—. Ella es Naiquen, mi prima hermana.
La mujer que Nehuén tenía frente a sí en nada se parecía a lo que había imaginado. Había supuesto una señora próxima a la edad de su madre y vaya a saber por qué motivo la había pensado entrada en carnes. Por el contrario, Naiquen tenía el aspecto de una jovencita. Era delgada pero bien formada y llevaba los cabellos largos y ondulados, fuera de moda, dado que las muchachas lo usaban al hombro. Su nariz era recta y sus ojos negros y almendrados.
Naiquen le sonrió antes de decir:
—Es increíble lo que cambiaste… la última vez que te vi llevabas pañales.
No supo por qué pero el comentario molestó a Nehuén.
Luego del saludo Lihuén presentó a los niños que apenas lo miraron para volver a concentrarse en la partida de ajedrez.
Ya en el living, solos, Santiago le sirvió un vaso con vino.
—¿Cómo está todo por acá? —Nehuén se sentó en uno de los sillones—. ¿Mi hermana?
—Tu hermana me tiene preocupado… —Santiago se masajeó el puente de la nariz, costumbre que había adquirido cuando estaba inquieto—. Hay noches que no duerme en casa —añadió con pesar.
—Eso no es tan grave, papá —aunque sabían lo que eso significaba y eran una familia de una apertura mental peculiar, comprendía a su padre—. ¿Lo conocen?
—No, en ese aspecto es muy reservada. Hoy sabía que llegaba Naiquen, que la esperábamos para cenar, y sin embargo…
—Cuando la encuentre hablaré con ella —prometió Nehuén.
—¡A comer! —anunció Lihuén asomándose.
Sentados alrededor de la mesa oval disfrutaron del pollo al horno con papas y ensaladas que Lihuén había preparado. Nehuén miró a su madre y la vio bella a pesar de que recientemente se había cortado el pelo a la moda y de las incipientes arrugas que rodeaban sus ojos grises. Su padre también era un hombre apuesto; los admiró. Sabía cuánto habían luchado para estar juntos pese a la oposición de sus abuelos. El amor nunca los había abandonado y habían superado todas las distancias y pruebas. Seguían teniendo esa complicidad de la juventud y a veces los sorprendía sonriéndose con los ojos en un mudo lenguaje que solo ellos comprendían.
Anhelaba para él un amor así, aunque tal deseo no tuviera todavía destinataria. Era demasiado exigente y muy diferente a los jóvenes de su edad, lo cual dificultaba su búsqueda. Se sentía a destiempo con respecto a ellos, como si los hubiera superado en etapas y proyectos.
Después Nehuén observó a los niños. Si bien físicamente eran muy parecidos, notaba que Mauro era muy reservado, atento a las palabras y miradas de los mayores. Parecía un hombre en miniatura, era de baja estatura para sus doce años. Sus ojos verdes no miraban como un niño, escrutaban como si estuviera midiendo a cada uno para ver hasta dónde podía confiar.
Sin darse cuenta, Nehuén se encontró preguntándose de quién habrían sacado los jovencitos los ojos claros, los de la madre eran oscuros. Seguramente del padre. ¿Qué habría pasado con el marido de Naiquen? Nadie lo había nombrado y a él no se le había ocurrido preguntar.
—Mamá está bien —escuchó decir a la parienta recién llegada—, solo que los años se le notan en el cuerpo, hay días en que sus huesos le reclaman reposo.
—¿Y tiene a alguien que la ayude? —se interesó Lihuén. Quería mucho a su tía.
Ella había sido quien la había recogido cuando tuvo que huir de la estancia de Mendoza para salvar la vida de su hijo. Ella la había ayudado para que pudiera casarse con Santiago, ser madre y volver a Buenos Aires sin tener que pasar penurias. Le estaría agradecida de por vida, y si ahora estaba en ella poder ayudar a su prima, le daría lo que fuera necesario.
—Una chica del barrio va un rato todos los días, pero conocés a mamá… —Naiquen meneó la cabeza,— nada la detiene.
—No sé de qué te asombrás —añadió Santiago con una leve risa—. Todas ustedes —refiriéndose a las mujeres de esa familia— son iguales. Nada las frena cuando algo se les mete en la cabeza.
—¿Alguna queja? —desafió Lihuén clavando con picardía los ojos grises en los verdes de su marido.
—Ninguna, mi amor.
Pablo sonrió ante los comentarios y la risa fue interrumpida por los tiros. Instintivamente los chicos se agacharon y Naiquen pegó un salto de la silla. El resto de los comensales permaneció sin alterarse pero la desazón se instaló en sus rostros.
—Tendrás que acostumbrarte, prima —dijo Lihuén—. Esto es habitual.
—Pero… ¿qué es lo que pasa? ¿A quién le disparan? —quiso saber la recién llegada.
—Seguramente a algún animal —terció Santiago, no deseaba que los niños estuvieran al tanto de lo que ocurría en las calles.
Naiquen entendió que la explicación le llegaría luego. Sabía que desde el golpe de Estado en marzo de 1976 todo había cambiado, que la libertad de los años anteriores había dado paso a un régimen duro, donde todo estaba controlado. Tampoco había delincuencia en las calles debido a los constantes controles militares.
Luego de la comida sirvieron la fruta y mandaron a los chicos a la cama. Pablo fue gustoso, cansado del viaje y tantas emociones. Mauro hubiera preferido quedarse entre los mayores pero no osó siquiera solicitarlo.
Mientras las mujeres se ocupaban de los platos en la cocina, Santiago invitó a su hijo con una caña.
—¿Se piensa instalar acá la prima de mamá? —quiso saber.
—No, va a alquilar. Ya tenemos una casita para ellos, mañana la va a ir a ver y si está todo bien hacemos el contrato.
—¿Y el marido?
—No sé mucho todavía —hizo un gesto hacia la cocina donde estaban las mujeres—, tuvieron poco tiempo de hablar a solas, ya me contará tu mamá.
Nehuén terminó su bebida y se puso de pie.
—Me voy a dormir, estoy cansado. Ni bien me cruce con mi hermana voy a hablar con ella —prometió.
Se dirigió hasta la cocina y halló a su madre y a su prima cuchicheando, apoyadas en la mesada y con repasadores en las manos.
—No quiero interrumpirlas —dijo ni bien se asomó— solo quiero despedirme.
Se acercó a su madre y la besó en la mejilla.
—Gracias por venir, hijo, sé que estabas cansado —lo acarició con su mirada gris y él le devolvió una sonrisa.
Luego besó a su tía segunda.
—Un gusto conocerte.
—Ya nos conocíamos. —Naiquen sonrió pero a él no le causó gracia el comentario. Le molestaba que esa mujer hiciera constante referencia a que lo había visto en pañales.