Aime se levantaba cada vez más temprano, era cierto el mito popular de que los viejos dormían poco. A las seis de la mañana ya estaba en la cocina preparándose el mate. Vicente solía dormir un poco más, los años le habían caído encima de un golpe y el cuerpo le pasaba reclamos. Tenía setenta y seis y si bien su mente seguía lúcida y su vista era impecable, los dolores articulares se mezclaban con problemas intestinales que lo sometían a dietas y remedios que él se negaba a ingerir, porque era más el malestar que le causaban que la solución a sus problemas.
Su nieto Nehuén le había explicado que tenía que tener paciencia y aguardar a que los comprimidos hicieran efecto, pero la vejez lo había vuelto demandante y quejoso.
—Parecés un viejo —solía decirle Aime en broma, logrando que la mirada de su esposo se tornara cálida y una sonrisa amaneciera en su boca.
—Soy un viejo —respondía él.
La vida para ellos se había transformado en espera. Esperaban noticias de sus hijas y visitas de sus nietos. Aime soñaba con tener bisnietos pero parecía que tendría que resignarse a la idea.
Su hija Milagros se había ido a vivir a Francia poco antes del golpe de Estado, siguiendo a Gustave, un bohemio pintor de quien se había enamorado. Tenían poca comunicación dado que las cartas llegaban espaciadas y hablar por teléfono era caro, de modo que lo hacían muy esporádicamente. Vivían en Montmartre, barrio de artistas, y habían abierto un atelier donde él pintaba retratos y vendía otras artesanías. Ella lo ayudaba restaurando cuadros antiguos y eran felices. No tenían grandes aspiraciones más que la de la libertad.
A veces a Aime le daba por pensar que Milagros había heredado la sensibilidad artística de Stein, su primer marido, aunque sabía que eso era una locura dado que Mili era hija de Vicente, totalmente alejado de las artes. Lihuén, en cambio, no tenía esa percepción para lo bello y abstracto, sin embargo, mantenía el taller de dibujo y pintura que había instalado hacía varios años y que ahora llevaba adelante su amiga Lynette.
Si Milagros tenía hijos probablemente ella no los vería crecer, y los hijos de Lihuén no daban signos de compromiso como para casarse y tener familia. Se dijo que no debía anhelar un bisnieto cuando la vida la había premiado tanto. Había tenido a su lado a dos hombres totalmente opuestos que la habían amado de manera incondicional. Stein primero, con quien había tenido a Lihuén, y Vicente después, padre de Milagros.
Lihuén le había dado dos nietos: Nehuén y Libertad. No los veía mucho dado que ambos eran profesionales, de lo cual la abuela se enorgullecía.
Nehuén era quien más los visitaba, siempre se hacía un hueco para pasar a tomar unos mates y ver si necesitaban algo. Solía llevarle a Vicente muestras gratis de medicamentos y trataba de lograr que los ingiriera.
Libertad en cambio era un ave de paso. Siempre apurada, llevaba un ritmo de vida vertiginoso. Sabía por Lihuén que nunca estaba en la casa, que a veces no dormía allí y ambas presumían que tenía un novio o algo por el estilo. Les disgustaba no saber de quién se trataba pero ella era hermética con ese tema.
Esa tarde iría a casa de su hija. Tenía ganas de ver a su sobrina Naiquen, que hacía apenas dos días había llegado a Buenos Aires, y conocer a sus hijos. También quería saber qué le había ocurrido para venirse desde tan lejos de un día para el otro, sola, sin un marido. Su hermana Fresia poco le había contado a través de las escasas cartas que le había enviado, dado que no era buena escribiendo. Su relación se había resentido durante un tiempo, cuando Aime se enteró que Lihuén se había escondido en su casa de Valcheta, pero luego, al conocer cuánto la había ayudado su hermana, el corazón se le ablandó y le abrió de nuevo las puertas de su cariño.
Ansiaba ver cómo estaba Naiquen, la última vez era una niñita… Ahora era una mujer, madre de dos varones. Recordó con nostalgia el día que llegó su hermana Fresia a su casita de Mendoza, cargando ese bultito entre sus brazos, asustada y desamparada. Naiquen era apenas un bebé. Las jornadas que siguieron fueron duras, el sustento de Stein y el de ella misma no alcanzaba para todos, y la intimidad de la familia se vio interrumpida. Pero el amor superaba todos los escollos. Su marido era un ser noble y ni siquiera osó deslizar una queja por tener que recoger en su casa a su cuñada y su hijita.
Las primas crecieron juntas en los olores de la cocina del hotel mientras las madres trabajaban. Aprendieron a compartir hasta el colchón y los escasos juguetes que tenía Lihuén.
—¿En qué estabas pensando? —La voz de Vicente la trajo al presente.
Su marido se había levantado y la miraba desde la puerta con el mismo amor de antaño. Aime volvió a la realidad y se encaminó hacia la cocina para poner la pava y cebarle unos mates.
—En mi sobrina —respondió—. Ella y Lihuén se criaron juntas. Me vinieron de repente todos esos recuerdos … —Con los años las fortalezas se le habían resquebrajado y los ojos se le nublaban más de lo que ella deseaba.
Vicente se acercó por detrás y la abrazó, presintiendo que el pasado se le venía encima con la tenacidad de los vientos. Sabía que había sido muy duro para ella enfrentar la muerte de su primer marido, sola y con una hija a cuestas.
—¿Te acordás de que te amo? —Sus palabras la hicieron sonreír. Giró entre sus brazos y se refugió en el pecho de su esposo.
—Siempre.
Del diario de Naiquen.
“Abril de 1965. Mañana me caso y será uno de los días más felices de mi vida. Lamento que mamá no simpatice mucho con Adolfo, pero sé que con el tiempo aprenderá a quererlo. Es extraño, porque mamá quiere a todo el mundo. Decidí inaugurar hoy este diario porque hasta este momento mi vida fue como la de cualquier chica de pueblo, nada interesante me ocurrió como para que quede testimoniado. Sé que a partir de mañana todo será diferente y quiero y necesito dejarlo plasmado acá, para que en un futuro mis hijos o hijas puedan conocer del gran amor que nos profesamos con Adolfo. Además, planeo dedicarme a escribir. Me gustaría hacerlo sobre cultura en general, todo lo que tenga que ver con las artes. No sé si es técnicamente un trabajo, yo lo haría más por placer que por dinero, solo espero que cuando se lo cuente a mi futuro esposo esté de acuerdo.
Lo conocí en uno de los bailes del pueblo y de inmediato quedé hechizada por sus ojos claros y su sonrisa tímida, porque es tímido en los comienzos, cuando no conoce a la gente. Bailamos unas piezas, o mejor dicho, intenté bailar porque Adolfo lo hace de manera espantosa, como si tuviera los pies atornillados al suelo. Luego tomamos unos tragos, se relajó un poco y me contó que era abogado. La verdad es que no lo parecía, no tenía ese aire doctoral que suelen tener los letrados sino más bien una sencillez cercana a la humildad. Quedamos en vernos al día siguiente y así fue que empezamos a andar en una relación que, pese a mi sorpresa porque jamás creí que un abogado me fuera a prestar atención, terminó en promesa de boda. Y mañana será el gran día.”
“Julio de 1965. Cuánto tiempo pasó desde mi última entrada… La vida de casada me insume casi el día entero, sobre todo con un marido como Adolfo, tan demandante a quien le gusta tener las camisas almidonadas y los pisos y picaportes relucientes. La casa donde vivimos finalmente la eligió él con sus padres, pese a mi descontento. Y no porque yo sea pretenciosa, sino porque desde mi humilde opinión tiene defectos que a la larga serán escollo. Pero a él le entró por los ojos el gran parque con árboles frutales, las tranqueritas blancas y bajas que le dan aspecto de casa-quinta, la carpintería de calidad y el barrio. Estoy bastante lejos de mi casa, de la casa de mamá, pero la visito dos veces a la semana. La otra noche fuimos a cenar con Adolfo pero no la pasé bien. Se nota la tensión entre ellos y prefiero ir sola.
Adolfo está muchas horas fuera, trabaja demasiado, dice que para darme una vida mejor, pero yo quisiera que estuviera más tiempo conmigo. A veces me siento sola, y cuando vuelve por la noche apenas hablamos, es como si estuviera ausente, o melancólico. Ante mis preguntas niega que tenga algún problema e intenta mostrarse interesado. Solo en la cama está bien dispuesto, es en el único sitio de la casa en el cual lo percibo con ganas. Me casé virgen, como corresponde, y eso le dio mucha satisfacción, lo sé porque me lo dijo. Para él una mujer que tuvo relaciones antes de casarse es una puta. Yo ni siquiera había tenido un novio antes de Adolfo, pero de todas maneras me molestó su expresión. Uno no es quién para juzgar.”
“Septiembre de 1965. Hoy estoy particularmente triste. Vino mi suegra a visitarme, en realidad vino a buscar unas camisas de Adolfo porque él le pidió que le diera vuelta los cuellos, porque estaban gastados. Podría habérmelo pedido a mí que soy la esposa, pero no, recurrió a ella. No tengo problemas con la madre de mi marido, pero a veces se mete demasiado y él no le pone límites. Un día se apareció en casa y con excusas de estar ayudándome terminó lavando la ropa de mi esposo, como si yo fuera una inútil. No me gustó la intromisión, pero por respeto aguanté lo que yo consideraba una afrenta. Pero lo de hoy me hirió, demasiado. Entre mate y mate mi suegra me contó que Adolfo estuvo a punto de casarse, con fiesta paga y todo, y que la novia lo plantó diez días antes de la boda.
—Adolfito estaba muy enamorado de Adriana, yo creo que todavía no se repone de su abandono.
Sus palabras martillearon en mi cabeza todo el día. Mi esposo nunca me había contado de su anterior noviazgo ni de su frustrado matrimonio. Cuando llegó a casa traté de frenar mi ansiedad y mi malestar, me sentía burlada. Busqué las palabras más adecuadas para no revolver en sus heridas, todo salió mal. Apenas empecé a hablar del tema Adolfo se puso como loco. Me gritó que yo no era quién para meterme en su vida y otras cosas que me hacen daño repetir. No pude contener el llanto, y eso que no soy de lágrima fácil, pero pareció enfurecerse más con mi debilidad. Entre tantos gritos alcancé a entender que decía que yo era su mujer ahora, la que él había elegido para formar una familia, y que eso tenía que bastarme. No hubo cena. Adolfo se fue directamente a la cama y yo estoy acá, escribiendo para no llorar.”
“Enero de 1966. Estoy feliz. Ayer el doctor me confirmó que estoy embarazada. No lo buscábamos pero la noticia me devolvió un poco la alegría que fui perdiendo en este matrimonio. Adolfo no es un mal hombre pero sus valores son diferentes a los míos y sus proyectos no me incluyen. Todo lo decide con sus padres y yo, que soy la esposa, apenas me entero de lo que hace. No comparte nada conmigo, siempre está distante y solo se entusiasma en el lecho. Al principio disfrutaba de esos encuentros, pero con el correr del tiempo, su desatención hacia mi persona ocasionó un quebranto en mi corazón. Lo amo pero hay días en que sufro mucho su indiferencia. Me siento nada más que un pedazo de carne con el cual él juega durante las noches. De día soy algo así como un mueble o una mucama. Por más que me afane en la cocina y en el planchado de sus prendas, él siempre recurre a su madre para que le repase las mangas, le cosa los botones o le cocine algún escabeche. Sé que no debería estar celosa de mi suegra, pero por momentos siento que su idea de familia son ellos tres, un círculo cerrado al cual yo no puedo pertenecer. Y no entiendo los motivos. Por eso la noticia del embarazo me puso tan feliz: tal vez la llegada de un hijo nos convierta en una familia. Y si no es así, al menos tendré a un ser que será mío, exclusivamente mío, como son los bebés con sus madres, dependientes e incondicionales. Con el tiempo sé que se irá, pero mientras tanto… ¡un hijo! ¡Qué más puedo pedir!”