Seis de la mañana. Hacía frío aún pero ninguno lo sentía. Estaban reunidos alrededor de la mesa disfrutando de unos mates acompañados por galletas de campo. Tres generaciones en una misma sala. Tres hombres muy diferentes entre sí hermanados por el amor y el respeto.
El olor de la cocina a leña se mezclaba con el del laurel que el dueño de casa dejaba secar colgado de un clavo formando un ramillete.
El gallo ya había cantado hacía unos minutos y el trinar de los pájaros fue en aumento. El día llegaba con toda su fortaleza removiendo el sueño y agitando el aire con una leve brisa de abril. Los únicos que no se habían enterado eran los perros, que seguían durmiendo frente a la puerta unos y a lo largo de la galería otros.
Santiago había sido el primero en levantarse y luego de asearse había despertado a su hijo que dormía en el mismo cuarto. A Nehuén le había costado un poco separarse de las sábanas pese a que estaba acostumbrado a dormir a los saltos y en las guardias. Cuando tenía la dicha de hacerlo en una cama no quería desprenderse de las mantas.
—Vamos, es la hora —fueron las palabras del padre.
Luego Santiago se dirigió a la cocina y agregó unos leños antes de poner la pava. Enseguida apareció su padre y se sentó frente a la ventana. Pese a su edad y sus achaques de salud su figura seguía siendo imponente.
—¿Pudiste descansar bien? —preguntó Santiago.
—Muy bien.
El hijo sacó la pava del fuego, se sentó frente a él y le extendió un mate.
Tenían planeada esa excursión desde hacía mucho tiempo, y siempre por una u otra cuestión no la concretaban. La llegada de Naiquen había propiciado la salida, dado que Santiago no deseaba dejar a Lihuén sola. La presencia de la prima, que estaba remodelando la casa que había alquilado, lo dejaba más tranquilo. De todas maneras serían apenas cuatro o cinco días, porque Vicente tampoco tenía ganas de separarse de su esposa. Nehuén era el único que no tenía a nadie que lo aguardara y cualquier fecha le daba igual, solo tenía que organizarse con las guardias.
Habían viajado en el auto de Santiago hasta un paraje cerca de Vidal, al campo de un antiguo compañero de cuando Vicente trabajaba en el Ferrocarril Oeste. Se llamaba Luis pero le decían “El Pibe”, aunque ya era un viejo. A los tres les gustaban las armas y la cita era ir de cacería. En el campo había perdices, liebres y “coloradas”, que eran las más grandes y sabrosas, aunque a veces algún que otro “peludo” era víctima de la partida.
Desayunaron planeando la ruta a seguir, el campo de varias hectáreas tenía distintas zonas. Hacia el norte se extendía una llanura de interesantes pastizales para albergar a las presas, pero hacia el oeste se encontraba el arroyo que presentaba un buen refugio para las víctimas por la presencia del agua. “El Pibe”, que disfrutaba de la cama hasta media mañana, les había advertido de la presencia de ganado en ciertos sectores a los cuales no podían acercarse, porque por más que estuvieran encerrados en sus corrales, un tiro desviado podía causar una muerte por demás innecesaria.
A Vicente el gusto por la caza se le había presentado de grande, y Santiago, que al principio se resistía a matar animales, cuando probó el guiso de perdices que le hizo Aime se fue entusiasmando. A Nehuén no tuvieron que tentarlo demasiado y enseguida se sumó al plan.
Abril era un buen mes, todavía no habían comenzado los fríos que serían perjudiciales para la salud de Vicente. Además en los meses de invierno tendrían el Mundial de Fútbol como diversión, de manera que nada los arrancaría de las casas y los televisores.
La noche anterior Santiago y su hijo habían estado limpiando las escopetas y carabinas mientras Vicente y “El Pibe” bebían ginebra y jugaban al ajedrez.
—Si Aime se entera que estás bebiendo te va a reprender —había bromeado Santiago.
—¿Cómo? —Se había burlado Nehuén—. ¿La abuela te tiene cortito?
Vicente ni siquiera se había dignado a contestar, absorto en la partida.
Una vez finalizada la ronda de mates los hombres tomaron sus abrigos, se colgaron las armas al hombro y salieron a la galería. Los perros todavía somnolientos ni siquiera se movieron. El olor del campo los envolvió y arrojó a cada uno al rincón de sus recuerdos.
Para la travesía “El Pibe” les había puesto a disposición una camioneta, así podían ir campo a traviesa y salirse del sendero.
Vicente, conocedor del lugar, se ubicó al volante y Santiago a su lado. Nehuén dio un salto y montó en la cabina trasera, sentándose en la sobre-rueda con la escopeta entre los pies y apuntando hacia el cielo.
Luego de un breve intercambio, enfilaron para el lado del arroyo. En el trayecto inicial vieron dos liebres, y pese a que Nehuén golpeó el vidrio para que su abuelo se detuviera y pudiera disparar, debió perder la presa dado que todavía estaban en la zona de los corrales.
Por ser el más joven al nieto le tocaba abrir y cerrar tranqueras, hasta que finalmente dejaron atrás el sector del ganado y sonó el primer disparo proveniente de la carabina de Santiago. Su autor descendió de la camioneta y fue en busca de su presa. Al regresar, en sus ojos verdes se reflejaba el triunfo y una “colorada” colgaba inerte de su mano derecha. La bolsa de arpillera comenzaba a llenarse.
La partida de los hombres había reunido a las mujeres de la familia. Naiquen continuaba en la casa de Lihuén, y si bien se sentía cómoda con su prima quería mudarse cuanto antes a la que había alquilado. La vivienda estaba ubicada a unas seis cuadras y aunque había que hacerle unas refacciones confiaba en que quedaría linda. Los pintores ya habían terminado y solo restaba comprar los muebles y decorarla. Naiquen pensaba que podrían mudarse en pocos días.
Mientras Lihuén cebaba mate Aime daba las últimas puntadas a las cortinas que había cosido para su sobrina.
—Pensaba que tu amiga Lynette podría ayudarme con la decoración —dijo de pronto Naiquen—. Por lo que vi en tu estudio tiene muy buen gusto.
—Lynette es increíble —concordó Lihuén—, cualquier baratija en sus manos termina siendo una obra de arte. Si querés podemos ir con ella mañana para que nos sugiera alguna idea.
—Me encantaría.
Aprovechando que los niños estaban jugando en el patio, Aime preguntó:
—¿Qué ocurrió con tu marido? —Así, sin preámbulos, puso la cuestión sobre la mesa.
Naiquen dejó a un lado la lámpara que estaba redecorando y suspiró.
—¡Mamá! —reprendió Lihuén al darse cuenta de lo desacertado del tema.
—No dije nada malo. —Y mirando por encima de sus anteojos añadió—: Creo que a Naiquen le hará bien hablar con su familia, ¿o me equivoco, sobrina?
—Es todo tan reciente, tía… —vaciló la mujer.
—¿Él te dejó? —cuando Aime quería algo no desistía con facilidad.
—No —bajó los ojos para ocultar las lágrimas—, fui yo.
La mirada gris de Lihuén la acarició. Ella sabía lo que era estar sola, lo había vivido en carne propia durante su primer embarazo.
—¿Otra mujer? —quiso saber Aime.
Naiquen meneó la cabeza negando, pero de inmediato se arrepintió.
—El recuerdo de otra mujer —terminó aceptando.
—No entiendo… —Lihuén le extendió un mate.
—Es tan difícil de explicar… —No tenía demasiadas ganas de contar su historia, pero al parecer su tía estaba empeñada en saber—. Él nunca me quiso.
—¿Cómo es eso? —fue Aime quien preguntó—. ¿Por qué te casaste con un hombre que no te quería? ¿Acaso…?
—No estaba embarazada —saltó su sobrina con altivez—, si te referís a eso. —Y con la cabeza en alto agregó—: Me casé enamorada.
—¿Entonces?
—Pero él no. —La resignación alumbraba sus ojos negros—. Tardé mucho en darme cuenta, fui una ciega, una tonta…
—El amor tiene ese efecto, querida. —Aime le acarició la mano.
—Lo supe mucho después por medio de mi suegra, él había estado a punto de casarse con otra mujer. Ella sí fue el amor de su vida, pero lo abandonó unos pocos días antes de la boda.
—Imagino lo que habrá ocasionado en él… —se compadeció la prima.
—Yo solo sé lo que su desamor ocasionó en mí. —Naiquen bajó los ojos para ocultar el brillo de sus pupilas. No deseaba que nadie la viera llorar, era un signo de debilidad que no se permitiría. Ella era una mujer fuerte y saldría adelante por sus hijos. No quería la lástima ajena.
—¿Él sabe que estás acá? —La tía se preocupaba por el futuro de la recién llegada a la ciudad—. ¿Consintió este viaje?
La tan temida pregunta había llegado: Naiquen se había ido de su casa y luego de pasar unos cuantos días en lo de su madre, había tomado la decisión de viajar a Buenos Aires. Su marido no había tenido oportunidad de despedir a sus hijos y era algo que ahora la joven se reprochaba, no por él, sino por los niños. Les había explicado de la mejor manera que las cosas no funcionaban bien con su papá y que por la tranquilidad de la familia pondrían un poco de distancia, al menos provisoriamente. Luego, con el tiempo, confiaba en que sus hijos se acostumbrarían a la nueva vida y no echarían de menos al padre, que por otra parte no era un hombre presente ni cariñoso en sus vidas.
—Te hice una pregunta, Naiquen. —Aime adivinó la respuesta aun antes de que su sobrina abriera la boca—. No lo sabe, ¿verdad?
—No —Naiquen la enfrentó con la mirada—, pero no le costará mucho darse cuenta de dónde estamos. ¿A dónde más podría ir?
—¡Ay, prima! —Lihuén se acercó a ella y se apoyó sobre su hombro en señal de apoyo—. ¿Sabés a lo que te enfrentás?
—Lo sé, pero no me importa, ya me hizo demasiado daño, no podía seguir viviendo cerca de él, nos hubiera lastimado a todos.
—¿Te pegaba? —Aime dejó a un lado la costura para penetrar en el rostro de la mujer que tenía enfrente.
—No —la negativa fue veloz pero no por eso menos vacilante. Meneó la cabeza como espantando los recuerdos—, pero sus agresiones eran mucho más fuertes que un golpe.
—¿Qué vas a hacer si viene a buscarte? —quiso saber la prima.
—Resistir, no voy a volver, es una decisión. Si tengo que denunciarlo lo haré, no voy a regresar con él.
—¿Serías capaz de denunciar al padre de tus hijos? —Aime quería ver hasta dónde llegaba su determinación.
—Si hace falta, sí.
La entrada de Pablo que venía corriendo detrás de una pelota interrumpió la conversación.
—¡Tengo hambre! —dijo el pequeño.
—¿Leche fría con Toddy o té con leche? —inquirió Lihuén.
—¡Toddy!