“El valor no es la ausencia del miedo, Sino el miedo junto a la voluntad de seguir.”
FELICIANO FRANCO DE URDINARRAIN
El invierno se aproximaba. Hacía un mes que Naiquen estaba instalada en Buenos Aires. Los niños habían empezado el colegio, le había sido difícil que los admitieran casi a mitad de año, pero gracias a los contactos de Santiago lo habían logrado previo rendir unos exámenes de nivelación que dejaron a los chicos exhaustos.
Todavía no había podido conseguir un trabajo, era poco probable dado que carecía de recomendaciones y experiencia. Se defendía con la costura pero necesitaba un ingreso fijo. Además tenía ambiciones de progresar y capacitarse. Anhelaba escribir pero lo único que crecía en páginas y palabras era ese cuaderno que llevaba como un diario, más por necesidad de desahogar su alma que por otra cosa. Sabía que no tenía ninguna utilidad pero era la única manera que tenía para dejar discurrir sus sentimientos y sus dolores.
Se mostraba fuerte y segura frente a todos pero la soledad y la angustia la tenían prisionera desde hacía varios años.
Todavía tenía bastante dinero de sus ahorros, pero no quería usarlo. El alquiler por un lado y los demás gastos diarios acabarían con él en poco tiempo. ¿Y luego? No podía ni quería vivir de la caridad de su familia, por mucho que su prima le hubiera asegurado que nunca le faltaría con qué llenar la olla. Ella tenía su dignidad. Por ella y por sus hijos tenía que salir adelante. No podía volver a Valcheta, no quería.
En la soledad de su cama rogaba para que su marido no fuera a buscarlos, para que se olvidara de ellos y reiniciara su vida. Pero en el fondo sabía que el orgullo de macho herido lo impulsaría a perseguirlos. Y temía ese momento.
Por eso tenía que estar fuerte, saberse a resguardo. Su familia era un buen refugio pero tampoco podía tenerlos de guardaespaldas todo el tiempo; había entrado en la paranoia de sentirse vigilada. Le había parecido ver a un hombre observándola cuando llevaba a los nenes al colegio, siguiéndola mientras transitaba las calles haciendo las compras. Tal vez eran suposiciones suyas, pero sentía siempre un par de ojos acechándola. Y comenzó a temer que Adolfo intentara robarle a los hijos.
No quería confiárselo a nadie, no quería que la creyesen una mujer con problemas. También podía ser que la vigilaran como a tantas otras personas en los tiempos que corrían. Sabía que los ojos de los militares estaban puestos en cada casa y en cada rincón.
Esa mañana se levantó más temprano que lo habitual, quería arreglarse para una entrevista. Santiago le había hecho un contacto en el diario con un redactor. El hombre necesitaba alguien que le hiciera de cadete y pese a su reticencia inicial a que fuera una mujer, había sucumbido a las palabras de su primo político.
Santiago le había dicho que ella era una persona muy culta y responsable, que necesitaba trabajar, que tenía disponible toda la mañana e incluso los sábados. Esto último había sido iniciativa de Santiago, pero suponía que de ser necesario, tanto Lihuén como Lynette podrían ocuparse de los chicos.
Se puso una pollera estrecha, hasta la rodilla, una blusa y un suéter tejido a mano. Le hubiera gustado ponerse un pantalón, pero sabía que no sería bien visto, al menos en la primera cita de trabajo.
Luego de aplicarse un poco de maquillaje despertó a sus hijos, que como siempre, se sujetaban a la cama como si fuera una balsa de salvación ante un naufragio.
—Vamos, que se hace tarde.
Mauro fue el primero en aparecer en la cocina, vestido y peinado para ir al colegio. Pablo como de costumbre se hizo rogar, desafiando la paciencia de la madre.
Desayunaron casi en silencio y luego tomaron los portafolios, verificando que tenían lo necesario para la jornada.
En la calle el frío de la madrugada los recibió con violencia y Naiquen apretó cuellos y los instó a caminar detrás de ella. Pocas cuadras los separaban de la escuela pero el viaje se hacía largo a causa del sueño que aún entumecía los músculos de los pequeños.
Al llegar despidió a cada uno con un beso en la mejilla y un apretón de hombros.
—Que tengan una buena jornada.
Volvió sobre sus pasos pensando en qué le depararía el día. Santiago había quedado en pasar a buscarla en una hora de manera que aprovechó para ordenar un poco la casa antes de salir.
Cuando el primo llegó ella estaba lista y nerviosa. Él lo advirtió ni bien subió al auto.
—Cambiá esa cara —bromeó— que todo saldrá bien.
—¿Vos creés?
—Estoy seguro. —Santiago condujo por las calles que ya habían despertado al tránsito—. Le dije que podrías trabajar los sábados en caso de ser necesario.
—¿Y los chicos?
—Sabía que preguntarías eso, pero no hay problema, Lihuén o Lynette pueden ocuparse, solo será de mañana, pero vos decile que sí a todo. Luego las cosas se irán ordenando.
Naiquen admiraba el carácter de Santiago, su optimismo y su simpleza para resolver las cosas. Poco había quedado del joven impulsivo y rebelde que había sido. Los años y los hijos lo habían sosegado un poco. Y el golpe de Estado había hecho el resto. Más le valía permanecer en el anonimato, no llamar la atención en ningún círculo. En su fuego íntimo Santiago era el mismo, solo que debía adaptarse para sobrevivir, él y su familia. Aunque dudaba que su hija hubiera tomado la misma resolución.
Recordaba los días que había pasado en prisión, reclamando por sus derechos, y que por ello había perdido el rastro de Lihuén cuando estaba embarazada. Había tenido suerte y recuperado la libertad. Pero sabía que los tiempos que corrían no eran los mismos, que cuando uno caía no se volvía a saber de él. Que pasadizos secretos y túneles oscuros eran cárceles clandestinas donde la vida y la muerte jugaban a la ruleta rusa.
Santiago sabía mucho más de lo que contaba a su esposa y a sus hijos. No deseaba que toda la tragedia subterránea los contagiara de su dolor. No era feliz en su trabajo, los grandes diarios habían legitimado, de alguna manera, el golpe de Estado como la única solución posible al descalabro general que vivía el país.
Pero el golpe había venido de la mano de la censura y la labor de la prensa quedó regida bajo el Comunicado número 19 emitido el mismo 24 de marzo, que suprimía la libertad de prensa al reprimir con la cárcel a quien difundiera actividades “subversivas” o desprestigiara a las Fuerzas Armadas o de Seguridad.
Con una oficina de censura dentro de Casa de Gobierno, camuflada con el nombre de “Servicio Gratuito de Lectura Previa”, la labor periodística de Santiago devino nula. El trabajo era hostil y vigilado, y solo Lihuén lograba calmar el dolor de su alma a fuerza de mimos y abrazos. No había palabras de aliento posible ante tanta impotencia.
Nada alusivo a desapariciones forzadas, lucha antisubversiva ni aparición de cadáveres; menos aún mencionar las tremendas disputas de poder dentro del mismo régimen, que ponían en evidencia las contradicciones del Proceso de Reorganización Nacional.
Santiago sufría a diario el malestar de no poder ejercer esa profesión que tanto amaba con la verdadera libertad que nacía de sus entrañas, pero había aprendido a reprimirse y censurarse porque se jugaba la propia vida y la de su familia.
—¿Sabés qué hizo ahora la revista Para Ti? —había dicho esa mañana a su esposa—. Repartió entre sus lectores postales para que envíen al extranjero, para desprestigiar la supuesta campaña antiargentina.
—¿Y qué dicen esas postales? —había preguntado Lihuén.
—Llevan el lema “Argentina, toda la verdad”.
Recordando esa conversación llegaron al lugar y Santiago dejó a Naiquen en la puerta para que no tomara frío mientras él iba a estacionar.
Cuando ingresaron debieron recorrer varios pasillos antes de dar con el redactor que la entrevistaría. Naiquen había imaginado el diario como un sitio más espectacular, sin embargo no eran más que oficinas dispersas y pequeñas, atiborradas de papeles y olor a cigarrillo, habitadas por hombres desaliñados.
Un breve intercambio de miradas y Santiago la hizo ingresar al cubículo donde Ramírez los aguardaba.
—Ella es mi prima Naiquen Battistelli. —Se extendieron las manos y el hombre la observó de arriba abajo.
Ramírez era un hombre entrado en años y en carnes, propio de alguien que pasó media vida sentado tras una máquina de escribir. Se puso de pie con dificultad para vaciar una de las sillas que había a un costado del escritorio e invitar a la mujer a sentarse.
Santiago permaneció de pie a un costado de la pequeña sala, no quería abandonar a Naiquen en ese trance en que la sabía expectante y nerviosa.
—Me dijo Santiago que acaba de mudarse a la capital —comenzó.
—Así es, señor.
—No voy a preguntarle por su experiencia y antecedentes porque sé que no los tiene —Naiquen empezó a sudar—, solo confiaré en lo bien que su pariente me habló de usted y en mi escasa intuición, que me dice que una mujer será mucho más diligente y responsable que un muchachito igual de inexperto que usted.
Naiquen no supo si agradecer o maldecir, optó por el silencio.
—Si quiere puede quedarse ahora mismo —aquello no lo había esperado y sus ojos se agrandaron por la sorpresa—, ¿puede? —preguntó Ramírez ante su gesto.
—Por supuesto —la respuesta fue rápida y agradó al hombre.
—Los dejo trabajar entonces —dijo Santiago al ver que Naiquen quedaba en buenas manos—. Nos vemos luego.
La mujer quedó en compañía de ese desconocido que la intimidaba por su tamaño y su parquedad en el trato. La mañana se le pasó en un vuelo, entre llevar y traer papeles de una oficina a otra que quedaba en la punta del corredor, servir café, hacer mandados, atar paquetes y comprar cigarrillos.
Al despedirse al mediodía, porque debía buscar a sus hijos al colegio hasta tanto se organizara con la salida, Ramírez le dijo:
—Mañana véngase con ropa más cómoda —acompañando su frase con una sonrisa.
Naiquen también sonrió: el hombre había advertido que se sentía comprimida con la blusa y la pollera estrecha.