“Se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan, se respiran, se acuestan, se olfatean, se penetran, se chupan, se demudan…”
OLIVERIO GIRONDO
La entrada se abrió y unas manos la tomaron de las muñecas. Un ligero estremecimiento sacudió la piel de Libertad. Dio unos pasos guiada por esos dedos cálidos y la puerta volvió a cerrarse. Aun con la venda en los ojos se sintió a salvo. No era el infierno pese a que el calor ascendía por su columna vertebral y ahogaba su pecho. Ese olor era inconfundible, ese roce, ese respirar tan cerca de su boca, esa sonrisa que adivinaba en el hombre que tenía enfrente. Pese a que ansiaba verlo luego de tantas lunas le seguiría el juego. Así era Wenceslao, sorprendente.
Se dejó conducir sin palabras. Al borde de la cama donde el amor los haría de nuevo le permitió desnudarla lentamente mientras sus dedos la acariciaban con pasión reprimida. Su propia piel se conmovió ante la leve presión de sus labios en su cuello, ante su respiración tibia, contenida. Cuando estuvo desnuda elevó su brazo y se enroscó en él apretándose contra el cuerpo amado. Se abrazaron y tocaron, reconociéndose, demorando el encuentro de sus bocas que esquivaban besos para depositarlos en otras partes. Con la misma paciencia con que Wenceslao la había despojado de sus prendas, Libertad lo fue desvistiendo hasta que solo fueron piel y suspiros. Al fin permitieron que sus labios se hallaran y sucumbieran al amor postergado. Las lenguas se enroscaron, se sorbieron, se bebieron. Las manos apretaron, acariciaron, poseyeron.
Las piernas dejaron de sostenerlos y la pasión los obligó a acostarse. La cama los recibió dichosa y se amaron como si fuera la primera vez. No hubo espacio de piel que Wenceslao no besara, no hubo espacio de piel que Libertad no acariciara. Entre gemidos y sudores llegó la noche y el hambre los conminó a salir.
Libertad observó por primera vez la construcción donde se hallaba. Wenceslao le dijo que era una casa de un barrio periférico que pertenecía a uno de sus compañeros de la JUP.
—Está limpia por ahora —aseguró mientras buscaban comida en la cocina.
Desde otra habitación cercana llegaban voces, Wen le explicó que eran sus amigos, los mismos que la habían conducido hasta allá.
—¿Por qué me vendaron si son tus amigos? —quiso saber mientras comían con fruición.
—Porque cuanto menos sepas y a menos gente conozcas mejor es.
La joven sintió el peligro y supo que era necesario escapar urgente.
—¿Cuándo podremos irnos? —Había súplica en sus ojos gatunos—. Necesito saber, Wen, necesito alertar a mi familia, no puedo abandonarlos así…
—Amor —Wenceslao acarició sus cabellos desordenados luego de toda una tarde de pasión—, no podés decirles nada, es por su bien. Si saben algo será riesgoso para ellos.
—Pero no puedo desaparecer así como así… —protestó. Imaginaba la tristeza de su madre, la angustia de su abuela y el dolor de su padre—. Tengo que dejarlos tranquilos de que estaré bien.
Wenceslao se sentó a su lado y la abrazó por los hombros.
—Mis padres no tienen noticias desde hace más de un mes —la consoló—, prefiero que me crean muerto antes de colocarlos en situación de peligro.
—¡Estás loco! —interrumpió la muchacha—. ¿Cómo podés decir eso? ¿No sabés lo que sufre una madre? —Sus ojos verdes brillaban de frustración, no quería que él la viera llorar.
—No, puede ser que no lo sepa —le corrió un mechón de cabello—, pero solo será por un tiempo, hasta que toda esta locura acabe. —No quería ahondar en detalles con ella, no quería decirle que sabía de primera mano de las torturas y suplicios a que sometían a los detenidos. Cualquiera podía caer en las redes de los militares, cualquiera podía abrir de más la boca—. Debés obedecerme Libertad, si querés que tu familia esté a salvo.
—¿Pretendés que deje que me crean desaparecida? —Era el término que había empezado a circular por lo bajo.
—Solo un tiempo, hasta que estemos a salvo y podamos hacerles llegar noticias por terceros confiables.
La muchacha se puso de pie y caminó por el cuarto.
—Es mucho lo que me pedís…
—Lo sé —Wen ya estaba a su lado, abrazándola por la espalda— lo sé, mi amor.
Esa noche Libertad durmió junto al hombre amado, junto al muchacho idealista y de buen corazón que limpiaba mocos y sacaba piojos en las villas, que cocinaba en ollas donde solo cabía la pobreza, con los pies en el barro y el frío en los huesos. Esa noche Libertad lo amó con todo su cuerpo y con toda su alma, porque un miedo atroz se le había instalado en la piel y presentía que era la última vez que se cobijaría en su pecho.
Esa noche Wenceslao la amó con sus entrañas, la acarició como nunca y se bebió uno a uno sus gemidos y sus lágrimas. Esa noche Wenceslao le juró amor eterno pasase lo que pasase, y derramó en ella la semilla de la esperanza.
Al amanecer unos discretos golpes a la puerta los arrancaron del sueño. Uno en brazos del otro supieron que era la despedida.
—Pasado mañana te irán a buscar —dijo él mientras se vestían—, ya sabés dónde.
Ella asintió en silencio. El frío la hizo temblar, pero también la incertidumbre. Él lo notó y la ayudó a ponerse la ropa mientras la acariciaba para que entrase en calor.
—Extrañás mi cuerpo —quería bromear para aliviar la tensión del momento.
—Siempre —respondió ella con seriedad.
—¿Te acordás de todo? —insistió Wenceslao.
—Cada uno de los detalles.
El plan era similar al de otras veces. Libertad debía salir de su casa a la hora indicada, sin más cosas que su bolso y sus papeles de trabajo, como si fuera un día cualquiera. Debía tomar el colectivo habitual hacia la oficina en que se desempeñaba y bajar en la parada de siempre. Ahí un automóvil cuya patente había memorizado la aguardaría en la esquina. Se subiría y se dejaría conducir hacia el punto de intercambio. Luego de varios desvíos abordaría una camioneta y así sucesivamente hasta arribar al vehículo final en que viajaría rumbo a Brasil para reunirse con su amor.
Habían repasado todos los detalles infinidad de veces.
—Recordá que no podés llevar nada, Libertad, nada que alerte que vas a viajar.
—¿Ya están los pasaportes? —La preocupaba esa documentación falsa que los sacaría del país, la preocupaban su madre, su padre, su abuela… toda la familia sufriría con su desaparición.
—Vos tranquila, confiá en mí —la tranquilizó besándola.
Unos nuevos golpes en la puerta los hicieron poner de pie.
—Confío en vos más que nadie en el mundo. —Se apretó contra él y se aferró a su cuello oliendo su aroma, mezcla de sudor y sexo—. Pero tengo miedo. ¿Por qué no puedo quedarme acá y partir juntos?
—Porque no es seguro que salgamos juntos del país.
—Quiero ir con vos, por favor, Wen.
—Lo sé, mi amor, lo sé. —Él también tenía miedo pero no lo revelaría delante de ella—. Pero no soy yo quien dispone de todo.
—¿Quiénes son? —quiso saber.
—Ya sabés quiénes son, gente que está ayudándonos, comprometida con la causa.
Se despidieron en la puerta del cuarto y la joven permitió mansamente que Wenceslao le vendara los ojos antes de salir. Se iba como había llegado.
Tal como había prometido, Nehuén buscó a Naiquen y sus hijos para ir a casa de sus abuelos a ver el tercer partido que jugaría Argentina en el Mundial de Fútbol. Al abrirle la puerta el muchacho advirtió la tensión que dominaba a su tía segunda y sintió el impulso de abrazarla para brindarle las certezas que intuía le faltaban, pero como correspondía a su parentesco, lo dominó.
Ella lucía pálida y una mueca de dolor le atravesaba el semblante en cada movimiento. Al sentir su llegada los niños se aproximaron a saludar, Pablo con su soltura habitual y Mauro con su seriedad.
—Ya leí las revistas que me trajiste —explicó el mayor—, muy interesantes.
—¿Tan rápido? —Nehuén cruzó el vestíbulo y cerró la puerta. Se había asegurado de que nadie estuviera merodeando la zona antes de estacionar—. Tendré que conseguir más.
—¡Mirá lo que tengo! —Mostró entusiasmado Pablo blandiendo frente a él una guirnalda hecha con papel crepe con los colores patrios.
—Cuando ganemos el partido vamos a festejar con ella —prometió el tío.
—Vayan a buscar los abrigos —ordenó la madre.
Al quedar solos él preguntó:
—¿Te duele todavía?
—Un poco, pero ya pasará —minimizó, no le gustaba mostrar su debilidad.
—Tomá —sacó del bolsillo de su chaqueta unas píldoras—, son calmantes.
Ella agradeció y fue a la cocina a ingerir una, señal de que el dolor era más fuerte del que estaba dispuesta a admitir.
Al llegar a casa de Aime ya estaban todos. Luego de los saludos, Lihuén llevó a su prima aparte y le preguntó qué le ocurría.
—Nada de importancia —negó—, vayamos a ver el partido.
—No, no, no —la otra la tomó del brazo y la empujó hacia la cocina—, a mí no me engañás con ese cuento. Noto en tu cara la gravedad del asunto.
En ese instante entró Aime y percibió que algo se traían entre manos. Sin decir palabra puso la pava al fuego mientras estiraba la masa para las tortas fritas que había dejado reposando.
—Por mí sigan hablando —alentó—, saben que soy una tumba.
Lihuén rompió a reír para distender el momento.
—¡Ay, mamá, sos tremenda!
—No es nada, tía —intentó Naiquen; se sentía acorralada.
—A mí con cuentos no, hijas —giró para verlas y las conminó a hablar.
Naiquen se tomó la cabeza entre las manos y su fortaleza se desmoronó. Les relató lo ocurrido sin ahondar en detalles.
—¡Pero ese hombre es un animal! —dijo Lihuén—. Qué suerte tuviste que mi hijo llegara en ese momento…
Al escuchar sus palabras Naiquen tomó real conciencia de todo lo ocurrido. Más allá de la desgracia con su marido, era una locura lo que había sentido hacia su sobrino. Debía alejarse de él, poner un poco de distancia, limitar sus visitas de alguna manera. Pero hasta el momento era quien le había dedicado más tiempo, su soltería y afinidad con los niños lo hacían aparecer como el salvador.
—Hay que denunciarlo a la policía —continuaba su prima en una retahíla de quejas.
—No puede denunciarlo, es su marido —terció Aime.
—La tía tiene razón —esbozó Naiquen—, tengo que enfrentarlo y solucionar esto.
—Pero hija… ¿qué estabas pensando cuando decidiste abandonarlo? —reprochó Aime.
Desde el comedor las llamaron al grito de: ¡empieza el partido!
Entre las tres llevaron las cosas del mate y las tortas fritas y se dispusieron a disfrutar del juego. Pero esta vez no hubo ni festejo ni algarabía. Noventa minutos después Italia resultaba ganadora.
Los niños enrollaron las guirnaldas y los hombres cuestionaron jugadas, arbitraje y pelotas mientras que las mujeres fueron a preparar la cena.
Luego de la comida sonó el timbre y todos se miraron extrañados. Fue Vicente quien se levantó a abrir, regresando con Libertad colgada de su brazo.
—Me imaginé que estarían todos acá y quise pasar a saludarlos —esgrimió la muchacha besándolos uno por uno.
Iba a despedirse, al día siguiente comenzaría su exilio detrás de su amado. El viaje a Brasil se le antojaba emocionante, pero la congoja por el abandono había enturbiado su mirada habitualmente chispeante.
Lihuén la abrazó y la notó muy delgada, signo de que no se alimentaba bien y que los nervios la rondaban, pero no dijo nada. Le pediría a su hijo que le recetara algunas vitaminas o algo para que estuviera más fuerte.
—Hija querida, qué lindo verte. —La besó en los cabellos y la apretó contra sí—. Te extraño —susurró.
Libertad no dijo nada y se sentó al lado de su tía segunda, había pasado poco tiempo con ella desde su llegada.
Aime sirvió los postres y las voces se entremezclaron.
—Al fin toda la familia unida —dijo Vicente—, solo falta Milagros.