“Es infinitamente peor y mucho más cruel condenar a alguien a la tortura y al sufrimiento eterno, que privarle de su vida.”
FERNANDO TRUJILLO SANZ
Valcheta, Río Negro
Cuando Fresia abrió la puerta no imaginó lo que la aguardaría detrás de ella. Al principio los hombres fueron respetuosos sin ser amables. Comenzaron sus preguntas con firmeza y las terminaron con brutalidad.
El sargento Jiménez intentó detener a Fontana pero para el joven militar en busca de un ascenso, un pedido del capitán Napolitano era como una orden del mismísimo Dios. Arrancaría la información buscada como fuera necesario.
Fresia se resistió y no abrió la boca por más amenazas y golpes que recibió.
—Dejala —pidió Jiménez al ver que la mujer ya no reaccionaba y que la sangre había comenzado a brotar del costado de su cabeza.
Pero Fontana estaba enceguecido. Solo cuando el cuerpo inerte cayó de la silla y terminó desparramado y tieso en el suelo, el soldado bajó brazos y bastón.
La descompostura de Jiménez no importó al asesino, quien se limpió el dorso de la mano ensangrentado e ingresó al dormitorio. Vació los cajones de la cómoda en busca de fotos o papeles que aseveraran que la hija de la muerta era la persona que estaban buscando. Si no hallaban algo ahí, tendrían que ir a la casa del marido, pero por lo que habían averiguado este había partido en busca de la esposa.
Mientras Jiménez se reponía del mal momento sentado en una silla con la cabeza entre las rodillas, el principal Fontana revolvía el pasado. Se hizo de unos pocos billetes que tenía la dueña de casa pero no halló otras cosas de valor, en coherencia con el estado general de la casucha y su ubicación.
—Vieja de mierda —barruntó—, dejarse matar por nada. —Y mirando a Jiménez dijo—: Vamos, niña —una sonrisa burlona le achinó los ojos.
El aludido se puso de pie y emprendieron el viaje de regreso. Al cabo de dos días, Fontana se presentó ante su superior.
—Espero que me traiga buenas noticias. —Fue el recibimiento del capitán Napolitano.
—No hallamos nada en la casa de la mujer, señor —comenzó Fontana mientras el sudor le corría por las sienes pese a que era pleno invierno. Conocía la importancia de ese caso para su superior. Él mismo se jugaba un ascenso—. La vieja se resistió hasta último momento sin decir palabra.
—Imagino que habrán culminado bien el asunto. —Los ojos del militar lucían amenazantes.
—Quédese tranquilo, capitán, la señora no hablará.
Napolitano dio unos pasos alrededor del escritorio. Sus botas resonaban en el silencio imperante. Solo se oía el tic tac del reloj de la pared.
—De modo que no sabremos si esa hija fugitiva que tiene por ahí es la persona que buscamos —bramó el capitán.
—Todavía hay una línea que debo investigar, señor —Fontana sentía que se hundía en arenas movedizas que lo devorarían de inmediato.
—¿Qué línea? —Un brillo asesino entusiasmó los ojos de su interlocutor.
—El marido, señor. Está aquí en Buenos Aires.
Una sonrisa complaciente se instaló en las facciones de Lito Napolitano.
—Ya sabe lo que tiene que hacer —dio por concluida la reunión—. Retírese.
—Sí, mi capitán.
La noche se despedía lentamente dejando en su lugar un cielo rosado. Unas nubes oscuras y de formas dantescas anunciaban un frío intenso. La tapa de la pava al hervirse el agua dio su último baile y el hombre maldijo por lo bajo. Otra vez se le había pasado, sus compañeros se burlarían, ni siquiera el mate de la despedida le saldría bien.
Wenceslao ingresó a la cocina y sonrió al ver la escena: el otro echaba agua fría en la pava.
—No quiero comentarios —se atajó.
Wenceslao elevó su mano derecha en señal de silencio e hizo un gesto. Se sentó y preparó el mate con su parsimonia habitual. Miró por la ventana y vio que el día avanzaba poco a poco. En pocos minutos abandonaría la casa y en unas cuantas horas vería otro cielo.
La ansiedad por reencontrarse con Libertad le había pintado una sonrisa en el rostro, no tenía miedo. Sabía que habían repasado todos los detalles minuciosamente, se habían mudado con sigilo y los documentos estaban listos. Irían arribando a Brasil por distintos caminos pero al final un grupo de ocho personas se reuniría en el exilio.
Era imperioso irse de la Argentina porque cada día que pasaba había más riesgos. Muchos de sus compañeros habían desaparecido sin dejar rastros y otros tantos habían resultado muertos mientras intentaban escapar. Por mucho ideal que lo impulsara, Wenceslao no quería perder su vida. Pensó en sus padres y en sus hermanos y el dolor le oprimió el pecho. Jamás entenderían su accionar. Eran buena gente que iba a misa dos veces a la semana y cumplía misiones de caridad. Pero la caridad no estaba bien vista en esos tiempos y los Quesada se habían acoplado a los pasos vigentes. No los juzgaba, no era quien, pero él no marcharía al mismo ritmo. Aunque sí sabía que era tiempo de ponerse a salvo, al menos de momento, y militar desde afuera.
Además estaba Libertad. Libertad, en consonancia con su nombre. La amaba y no quería arrastrarla a la desdicha. Ya se lamentaba por arrancarla del seno de su familia, por haberla hecho vivir esos tiempos en la clandestinidad de su amor. Quería formar una familia con ella y no era justo lo que estaba ocurriendo. Confiaba en que podrían volver, nada era eterno.
A la hora señalada se abrazó con su anfitrión y tomó su bolso. Miró por la ventana y divisó el auto que se acercaba con lentitud hacia la casa. Con un gesto indicó a los otros dos que viajarían con él que era el vehículo que esperaban.
—Un último mate. —Su compañero extendió con una sonrisa brillando en su semblante.
Wenceslao lo tomó, agradeció y avanzó hacia la puerta. Al abrirla lo recibió el frío del amanecer pero no logró enturbiar su ánimo. Descendió los dos escalones que lo separaban de la vereda y caminó hacia el rodado. No conocía al conductor pero confiaba en él.
Atrás venían los otros dos, completos desconocidos que como él habían arribado al refugio la tarde anterior. Algo lo alertó, tal vez la mirada de satisfacción que sintió a través de la ventana de la casa que acababa de abandonar. Su dueño, aún con el mate en la mano, lo observaba con el triunfo instalado en sus ojos. Una mueca burlona fue el preludio de la balacera que vino desde la esquina.
La primera bala le dio en el hombro y lo echó para atrás. Sintió el proyectil quemándole la piel, arañándole la carne y astillando sus huesos. Su grito de dolor se unió al de sus compañeros de viaje que también habían sido alcanzados por las balas y se retorcían en el suelo entre su propia sangre.
Wenceslao se acercó a uno de ellos para auxiliarlo y fue alcanzado por otro disparo, esta vez en una de sus piernas. Todo sucedía en cámara lenta y en segundos. Eran varios los que abrían fuego a mansalva.
El conductor en un acto de verdadero coraje y solidaridad salió para ayudar y solo alcanzó a tomar a Wenceslao que apenas podía moverse a causa de sus heridas. Lo arrastró como pudo el tramo que faltaba hasta la puerta del auto y uno de sus zapatos, sus queridos mocasines Guido, se perdió en el camino. Cuando iba a empujarlo hacia dentro otro disparo bañó todo con sangre. La cabeza de Wenceslao estaba abierta, la bufanda que le había tejido su madre y que siempre llevaba al cuello se teñía de rojo. Lo último que vio Wen fueron los bellos ojos gatunos de Libertad que le sonreían.
El chofer dudó entre dejarlo tirado en la acera o terminar de introducirlo al vehículo. Ganó la segunda opción.
Los disparos continuaban y el parabrisas estaba hecho añicos. Como si un escudo protector lo cubriera, el hombre estaba ileso y pudo retroceder alejándose del lugar. Al llegar a la esquina dobló en una curva cerrada y apretó el acelerador a fondo.
Dejaba tras de sí dos cuerpos inertes y un traidor. Llevaba un hombre que se debatía entre la vida y la muerte.
Esa mañana Libertad despertó en su cama. Había decidido dormir en su casa, su última noche con la familia. Le dolía el corazón, se sentía egoísta y traidora al correr detrás de su amor. Pero por mucho que lo pensara una y otra vez, volvía a elegir su vida junto a Wen.
Se vistió con tristeza y miró su ropa y sus adornos. Sus carpetas de cuando estudiaba aún estaban guardadas en lo alto del placard, así como sus libros y exámenes. Sabía que jamás volvería a usarlos, pese a ello se resistía a tirarlos y que formaran parte de un asado, como sabía que habían hecho varios de sus compañeros.
Desistió de dejar una carta de despedida, Wen le había advertido de no hacerlo, era peligroso para su familia conocer su destino. Nada, tenía que irse sin nada si quería protegerlos.
La culpa la perseguiría por siempre, lo anticipaba. Sería otra desaparecida más. Tenía que ser fuerte y no desmoronarse cuando le diera a su madre un beso. No acostumbraba a hacerlo, hacía rato que había perdido esa costumbre de cuando era niña. Cuando estaba en la casa entraba y salía diciendo adiós, pero pocas veces los premiaba con un cariño.
Ese día lo haría, tal vez fuera el último abrazo. Las lágrimas pugnaron por salir y las tragó. Tenía que ser de hierro, que no sospecharan. Su padre intuía algo, podía leer la intriga en sus ojos verdes. A veces creía mantener con él un mudo diálogo.
Hizo la cama y tomó sus papeles de trabajo, aunque sabía que no iría a la oficina ese día ni ningún otro. Sintió culpa por su tía Naiquen, a quien había citado para evacuar sus dudas en cuanto a su marido y su pretención de que volviera. Pero seguramente algún otro abogado del estudio la atendería.
Cerró la puerta de la habitación y una etapa. Respiró hondo y se vistió con una sonrisa falsa antes de aparecer en la cocina.
Su padre leía el diario mientras su madre preparaba el mate y le contaba de las nuevas ideas de Lynette para el estudio. Era una vieja costumbre, ella hablaba mientras él intentaba leer.
—Buenos días —se anunció.
—Hola, hija —dijo Lihuén—, ¿vas a desayunar como corresponde o vas a tomar mate?
—Está bien, voy a desayunar. —Al menos le daría el gusto por última vez.
—¿Estás bien? —Su padre la miró por encima de sus anteojos y ella sintió que la pregunta quería ser otra.
—Sí, papá, estoy bien.
Santiago hizo un gesto por demás elocuente, sabía que algo le ocultaba; la joven sintió pena.
Bebió su café con leche deprisa y llevó la taza a la pileta.
—Acordate que hoy va tu tía por ese temita —recordó Lihuén.
—Sí, mamá, tranquila —mintió—, sabés que nunca falto a mis obligaciones.
Besó a ambos, recogió sus cosas y salió de la cocina. Necesitaba escaparse para no terminar llorando sobre la mesa. La angustiaba sobremanera pensar que tal vez pasaría mucho tiempo antes de volver a verlos. Los miró desde el pasillo antes de partir y reprimió el llanto.
El frío de la calle le desarmó las decisiones y estuvo a punto de entrar corriendo y desahogar su angustia en el pecho paterno. Cerró los ojos un instante y eligió. Habría tiempo de volver, era joven y visualizaba una eternidad por delante. “Siempre hay tiempo”, se dijo.
Ajustó la bufanda a su cuello y sonrió al evocar el gesto de Wenceslao, que nunca se separaba de esa prenda tejida por su madre. El recuerdo del amor le dio nuevos bríos y más luz a sus ojos que habían amanecido apagados.
Miró su reloj y vio que estaba retrasada, de no apurarse perdería el colectivo. Corrió hacia la parada y divisó que se acercaba. Montó en él y echó un vistazo a su cuadra, a las veredas por las que tanto había caminado y una lágrima rebelde resbaló por su fría mejilla. Se concentró en el recorrido, apreciando las calles de su querida Buenos Aires que tal vez no volviera a ver en mucho tiempo.
Al llegar a su destino descendió y caminó unos pasos hasta hallar un lugar adecuado para sentarse a esperar. El edificio donde trabajaba distaba de ella unos doscientos metros y miró en su dirección, despidiéndose. Ya nunca volvería a trabajar ahí. Sabía que el futuro era incierto, que su título no tendría valor en otro país, que el idioma sería una barrera más para atravesar, pero se sentía con fuerzas. Algo encontraría para hacer y ganarse la vida. Con Wenceslao a su lado nada le parecía imposible.
Se sentó sobre un escalón alto al frente de un local que estaba cerrado y aguardó. No había mucho tránsito aún y los autos que desfilaban frente a ella continuaban su viaje. Dio un nuevo vistazo a su reloj, se habían demorado ya casi diez minutos. Era extraño, siempre habían sido puntuales. ¿Habría llegado tarde ella? No, no era posible, al bajar del colectivo corroboró que estaba bien, incluso le habían sobrado unos minutos.
Comenzó a inquietarse cuando la media hora dio en las agujas. Se puso de pie y caminó unos pasos, mirando en todas las direcciones. El pájaro dentro de su pecho estaba agitado y quería salir. El calor le subía por la columna y sintió las gotas de sudor corriéndole desde las axilas. ¿Qué habría pasado? Las garras del miedo la tomaron por la espalda y le comprimieron el ánimo.
Volvió a sentarse, tal vez había entendido mal. Pero los minutos siguieron su cruel curso hasta que pasó una hora. El dueño del negocio la corrió del escalón, era hora de abrir.
Libertad permaneció allí hasta que el sol del mediodía entibió las aceras y sacó a los niños para ir a la escuela. El perro que la había acompañado, presintiendo su desazón, se cansó y se fue tras ellos.
La joven decidió que ya era hora de irse y caminó hacia su trabajo. No podía enfrentar a nadie en ese estado y la oficina, cerrada a la hora del almuerzo, sería un buen refugio hasta que su mente se aclarara. Tenía que encontrar a Wenceslao y no sabía cómo.