“Una persona que quiere venganza guarda sus heridas abiertas.”
SIR FRANCIS BACON
Lito Napolitano estaba más feliz que nunca. Desde que había hallado a la hija de Abel Battistelli su ánimo era excelente. Tanto que ni siquiera se comportaba como el verdugo que era y sus inferiores creyeron que debían aflojar con la tortura y los martirios. Lito parecía haberse olvidado de todo y apenas aparecía por el centro de detención, solo se quedaba por horas en sus oficinas con vista al verde, llenaba formularios y firmaba papeles.
Era hombre de acción pero en esos días la reservaba para su lecho conyugal. Allí desplegaba todas sus dotes de macho tanto para su propio placer como para el de su mujer. Su desempeño en la cama había mejorado y María no sabía a quién agradecer por el cambio experimentado.
Felicia recibía regalos y premios todo el tiempo, mientras que su esposa lo reprendía.
—La estás malcriando demasiado, Lito, ¿qué será de esta niña el día de mañana cuando no pueda tener todo lo que quiere?
—A mi princesa no le va a faltar nada —retrucaba él mientras seguía colmándola de mimos y besos.
Detrás de toda esa alegría se gestaba su venganza. Ya sabía todas las rutinas de Naiquen Battistelli. Conocía sus horarios y lo que hacía cada día de la semana. La mujer tenía organizadas hasta las compras. Lunes, miércoles y viernes, carnicería y verdulería. Pan todos los días. Alguna que otra ida a la farmacia y un día del fin de semana visita familiar, ya fuera su prima o su tía. Conocía con exactitud el camino que recorría para ir al colegio de los hijos, a quién llamaba cuando necesitaba que se los cuidaran, todo.
Lito Napolitano no le había perdido pisada durante esas semanas de escrutinio. La mujer ni siquiera se daba cuenta cuando la seguía por las calles del barrio, ni cuando se camuflaba entre los padres que aguardaban a la salida del colegio. O era tonta o inconsciente, con las cosas que pasaban…
Tal vez se había relajado ante la desaparición del marido que dormía su sueño eterno en una zanja comunitaria. De seguro ni estaba enterada de la trágica muerte de su madre, de otra manera hubiera viajado de inmediato.
Lito pensó en la india que estaría siendo consumida por los gusanos en su casucha del sur. Ella también formaba parte de la venganza, ella era la esposa del traidor. Todavía faltaba resolver el tema del dinero, que si bien no le importaba demasiado, le gustaría recuperar en memoria de su padre. Sabía que alguien se había alzado con él, pero la única persona que había quedado con vida había sido esa india con nombre de flor. Aunque a juzgar por cómo vivía y cómo había sido su historia, tenía serias dudas. O la viuda había sido muy hábil para ocultar el botín, gastándolo a cuentagotas, o no lo había tomado y se había perdido en la gran casa donde ocurrió la matanza. Era un verdadero misterio que jamás podría dilucidar.
Pero ya no importaba, ahora su mente estaba abocada a ocuparse de la hija y los nietos. No le gustaba que se ensañaran con los pequeños, de modo que su muerte sería rápida, pero ella iba a sufrir, tanto como había sufrido él al perder a su padre.
Su infancia había estado teñida de soledad y abandono, porque pese a vivir en el seno de una familia no era hijo sino sobrino, y las diferencias se hacían notar. No tenía sitio en la mesa junto con sus primos sino con la servidumbre, en la cocina; tampoco tenía cuarto digno sino un colchón en mal estado tirado en un rincón. La ropa siempre era usada, los pantalones cortos y los zapatos casi sin suela. No olvidaría nunca el invierno metido en sus pies, la picazón y el ardor que le ocasionaban los sabañones para los cuales no había remedio alguno, salvo su propia orina, como le habían dicho.
Sus tíos cumplieron con el deber de educarlo y por propia iniciativa llegó a ser lo que era, un capitán del Ejército Argentino, lo cual lo enorgullecía sobremanera. Ese era su logro personal, había llegado solo, se había propuesto ser alguien en la vida y lo había hecho. Se sentía digno del cargo que ejercía con hidalguía, sin arrogancia ni pedantería. Era justo con sus inferiores, por eso los superiores lo premiaban con ascensos y alguna que otra licencia.
La dominación que ejercían los militares sobre el país le permitiría cumplir su plan de venganza. Naiquen Battistelli pagaría por la felonía de su padre. Primero bajaría a sus hijos de dos tiros a la salida del colegio, rápido y limpio. Para Lito Napolitano los niños eran sagrados, y aún rezaba para que Dios le enviara alguno propio mientras veía crecer feliz a su amada Felicia. Luego dejaría que Naiquen sufriera unos días la pérdida de su prole antes de secuestrarla y entregarla a merced de los grupos de tareas que aguardaban como lobos en celo carne nueva. Dejaría que la ultrajaran hasta que rogara por su muerte. Recién en ese momento, él se presentaría y le explicaría el motivo de su martirio y final.
Lito Napolitano no se ensuciaría las manos con esa sangre, él sería un espectador calificado, a lo sumo daría alguna indicación para aumentar la tortura. Lito Napolitano le era fiel a su mujer, era un buen católico, nunca le fallaría.
Pasaron varios días agónicos para Libertad y las noticias de Wen no llegaban; era como si se lo hubiera tragado la tierra. Pese a ello en ningún momento se le ocurrió pensar en la posibilidad que había sugerido su hermano. Confiaba ciegamente en su amor, sabía que él era incapaz de abandonarla. Por ello moría con cada segundo que se estrellaba contra el piso de la incertidumbre. Tenía el horrendo presentimiento de que algo espantoso había ocurrido con su novio. Y el no saber era el peor castigo.
Si al menos tuviera alguna pista, alguien a quien contactar, pero ni siquiera podía recurrir a sus padres dado que el muchacho se había apartado de todos para no perjudicarlos. Habían quedado solos dentro de esa red de falsa contención que no había sabido protegerlos.
¿Qué hacer? No podía continuar su vida como si nada hubiera pasado, pretendiendo que Wenceslao no había existido. No había vuelto ni a su casa ni a su trabajo y se había refugiado en el departamento de su hermano que no estaba durante casi todo el día.
Cuando sentía que las paredes la ahogaban y le faltaba el aire salía a la calle y volvía a los viejos sitios que solían recorrer juntos, mucho tiempo atrás, cuando el peligro solo consistía en cruzar un semáforo en rojo o beber en exceso.
Una tarde llegó hasta la facultad y se sintió una extraña. Ya nada era como antes, el edificio estaba custodiado y no flotaba en el aire la algarabía de la juventud, como en los viejos tiempos cuando ella recién empezaba a cursar sus primeras materias. Todo lucía gris y tenebroso.
Su alma otrora bulliciosa estaba apagada y su antigua risa había muerto dejando lugar a una obscena cacofonía de sonidos. Sus ojos gatunos habían perdido la chispa que los caracterizaba, toda ella era sombría.
Su cuerpo había adelgazado en lágrimas y la ropa le colgaba. Pese a la insistencia de Nehuén para que comiera, Libertad se negaba, todo le caía mal y su estómago se iba cerrando. El hermano se afanaba en la preparación de exquisitos platos que terminaban en la basura.
Santiago y Lihuén iban a verla a diario y la madre se ocupaba de que se aseara, ella se había abandonado. Sin preguntas y con consejos, los padres trataban de sacarla adelante sin mayores resultados, ya nada importaba, todo le daba igual.
—Hija, por el amor de Dios, hablame —pidió la madre, obteniendo como respuesta una mirada muerta.
Fue su padre quien logró sacarla de su mutismo acudiendo al último recurso que se le ocurrió.
—Libertad —comenzó—, estuve pensando que tal vez esa amiga tuya, la hija del militar, pueda ayudarte.
Al oír la propuesta la muchacha elevó los ojos y los padres vieron un destello de luz.
—¿Te referís a Nilda Moreno?
—Sí, la chica morena, de ojos grandes —aclaró Santiago—, no me acordaba de su nombre.
Libertad lo miró sin entender y el padre continuó:
—Escuchá, hija, vos sabés todo lo que está pasando… —Le costaba poner en palabras lo que se hablaba solo en clave—. Tal vez Nilda pueda obtener información de lo que le ocurrió a tu novio.
—¿Vos creés? Pero… —Libertad se puso de pie con nuevos bríos y Lihuén aprovechó para extenderle una empanada para que comiera, que la joven tomó sin ser consciente de ello y llevó a la boca—. Hace mucho que no la veo, nos fuimos distanciando.
—¿Sabés dónde ubicarla? —intervino la madre.
—Sí… tiene una oficina en el centro —recordó la jovencita—. Iré a verla —el tono y toda su postura habían cambiado.
Libertad caminó hacia el cuarto, recogió su bolso y se dispuso a salir.
—Yo te llevo —dijo Santiago.
—Gracias, papá. —Se abrazó a él con la escasa fuerza que su cuerpo reservaba y desde el hombro le sonrió a su madre—. Gracias —repitió.
Salieron los tres y subieron al auto. El trayecto fue en silencio pero se respiraba un aire de esperanza, esperanza que se desvaneció cuando luego de dar con la oficina de Nilda Moreno les informaron que ya no alquilaba más allí.
Por mucho que preguntaron no lograron mayor información y tuvieron que irse. Libertad tenía el ánimo por el suelo.
—Vamos hija, pensá —pidió su padre—, en algún lado debés tener su teléfono, sino lo buscaremos en la guía. No debe haber tantos Moreno en la ciudad.
—Vamos a casa, Libertad —sugirió la madre—, no podés seguir viviendo donde tu hermano. Dejá que nosotros te cuidemos y ayudemos a encontrar a tu novio.
La muchacha elevó sus ojos de una tristeza infinita y asintió.