“La belleza reside en el corazón de quien la observa.”
ALBERT EINSTEIN
Campiña francesa
A Lucien Mathieu la vida no le había sonreído. Desde su nacimiento estaba marcado: había llegado al mundo sin una oreja, aunque no tenía problemas de audición. Comparado con su hermano Bernard, tres años menor que él, siempre fue el niño feo de la familia.
Su padre, un viñatero de la región, nunca aceptó a ese hijo que juzgaba deforme y lo relegó a las faldas de su esposa. En contraposición Eve, su madre, lo adoraba.
Lucien creció en las cocinas, con la dueña de casa y la servidumbre, dado que esos tiempos eran prósperos. El señor Mathieu trabajaba todo el día con la vid y la cosecha, y cuando llegaba por la noche no quería ver al niño, ansioso por un rato a solas con su esposa. Por ello, Eve lo acostaba temprano y le leía cuentos de príncipes y caballeros honorables y valientes.
Cuando nació Bernard el trabajo de la madre se vio multiplicado y el corazón dividido. Su segundo hijo era perfecto: tenía la piel blanca y el cabello claro, nariz respingona y ojos azules como el mar del Mediterráneo. En cambio Lucien tenía la tez mate, nariz demasiado grande y recta y ojos negros como el desconsuelo. Su cabeza era asimétrica, la falta de una oreja lo volvía extraño, y no había ser humano que no se volteara a mirarlo dos veces. En contra de su estructura mental el padre ordenó que le dejaran crecer el negro cabello para cubrir tal deformidad.
El pequeño se acostumbró a llevar el pelo largo mientras que Bernard lo llevaba siempre al rape. El rubio y el moreno eran compinches pese a las grandes diferencias que el padre hacía respecto de ellos.
La madre siempre mediaba para que Lucien no advirtiera la preferencia, pero el niño era perspicaz y conocía muy bien los motivos. Pese a ello no era un muchacho acomplejado ni rencoroso, se afianzaba día a día en la seguridad que le daba su inteligencia suprema, porque la maestra que iba a la casa a enseñarles siempre lo ponderaba y resaltaba sus cualidades.
Mientras que Bernard era bonito y disperso, Lucien era feo y aplicado. El hermano mayor observaba la naturaleza y había aprendido que hasta la flor más bella perdía su hermosura y su perfume con el paso del tiempo, pero sabía que el árbol con tronco firme y fuerte permanecería, aun cuando no tuviera las más lindas hojas. Él no sería flor, él quería ser árbol.
Los hermanos crecieron amigos aunque el padre eligió al menor para continuar en su viñedo, dejando que Lucien buscara su camino. Por mucho que Eve insistió para que ambos muchachos llevaran adelante el emprendimiento familiar, el marido no se conmovió; nunca pudo ver el potencial que anidaba en el corazón y en la mente de su primogénito.
Al saberse relegado, Lucien dejó el campo pese a la tristeza de su madre y buscó trabajo en la ciudad.
En Dijon, después de hospedarse en pensiones y trabajar aquí y allá, al cabo de un año comenzó a trabajar junto a Marcel Rodiné, que se dedicaba a la fabricación de mostaza, la especialidad de la región.
Rodiné advirtió enseguida que tenía frente a sí a un muchacho inteligente y le enseñó todos los secretos para obtener el mejor aderezo. A Marcel no le importó que a Lucien le faltara una oreja, el joven era capaz y perseverante y al cabo de unos meses se convirtió en su mano derecha.
Lucien sabía reconocer cuándo un grano era bueno y cuándo debía desecharse, conocía las proporciones exactas de vinagre, agua y sal y el tiempo necesario de amasado con agraz.
Mientras que Bernard seguía en el campo gastando el dinero que trabajosamente ganaba el padre, Lucien ahorraba viviendo en una pensión.
Esporádicamente volvía al campo a ver a su familia y los ojos claros de la madre se iluminaban y perlaban entre charlas y abrazos con su hijo mayor. Bernard, volátil como siempre, se unía a las conversaciones y festejaba la visita del hermano mientras que el padre se mantenía al margen, serio y callado.
El cuerpo de Lucien fue madurando y ganó musculatura y peso. Dejó de ser el jovencito esmirriado para transformarse en un hombre. Sus manos acostumbradas al trabajo eran fuertes y sus brazos torneados. Su nariz recta y sus ojos tan negros le conferían a su rostro cierto grado de fiereza que se suavizaba cuando sonreía y dejaba ver sus dientes blancos y sus labios finos. La costumbre hizo que sus cabellos lucieran siempre a la altura de los hombros, rara vez los peinaba hacia atrás. Conocía su deficiencia y había aprendido a lidiar con ella, no tenía complejos y tampoco eso le había impedido relacionarse con las mujeres. Sin embargo, se cubría, porque sabía que en un primer vistazo la gente se asombraba y no sabía qué hacer con él. Tenía la ventaja de ser un buen amante y todas olvidaban que tenía una oreja de menos cuando él las acariciaba. Pero aún no había conocido a la mujer que cambiaría su vida.
Marcel tenía una hija, Sophie, que cuando Lucien llegó a la ciudad rondaba los dieciocho años. Era una muchachita graciosa y conversadora que acudía a la fábrica y distraía al dueño. Al poco tiempo se fue a París a estudiar una carrera y Lucien dejó de verla.
Pero como la jovencita no tenía demasiados brillos intelectuales a los tres años regresó, sin título y con los bolsillos vacíos. El padre no tuvo más remedio que tomarla como secretaria en la empresa, aunque no fuera más que una excusa para pagarle una mensualidad que Sophie gastaba en zapatos, carteras y escapadas de fin de semana a la costa.
Lucien por su parte había ahorrado una cantidad importante de dinero y soñaba con poder comprar las hectáreas que tenía en mente desde que había dejado el campo. Eran unos lotes linderos con los de su padre, lo que le permitiría recuperar la cercanía con su madre y dedicarse al cultivo de la mostaza. Ya no quería trabajar los granos, su sueño era cultivar las plantas y venderlas a las fábricas como las de su jefe y amigo Marcel. Extrañaba la vida al aire libre y en especial a Eve.
Rodiné, conocedor de su proyecto, lo alentaba; se había convertido en el padre que Lucien hubiera querido tener. Marcel a su vez lo quería como si fuera un hijo, el hijo varón que la vida no le había dado. Tanto lo apreciaba que una idea fue creciendo en su mente: sería un buen marido para su díscola hija, aunque no se detuvo a pensar si Sophie sería una buena esposa para Lucien.
Con paciencia y sin que ninguno de ellos lo advirtiera, Marcel los fue acercando hasta que un día Lucien la invitó a salir. Al principio ella vaciló, la atraía ese muchacho fuerte y emprendedor del cual tan bien hablaba su padre, pero le daba impresión su lado derecho carente de oreja. Pero pudo más su curiosidad y aceptó.
La primera salida fue divertida, Lucien era un gran conversador y tenía buen sentido del humor. Sophie olvidó su oreja y sus miedos cuando él la besó al dejarla en la puerta de su casa. Las citas se repitieron y a los pocos meses anunciaron su noviazgo. Marcel estaba feliz y Lucien enamorado de esa muchachita despreocupada y siempre lista para la aventura que fue menguando su seriedad; ella solía quejarse de su mentalidad de viejo.
—Siempre estás pensando en el futuro, Luc, vive hoy —mientras lo decía lo besaba en el cuello y lo arrastraba hasta la cama.
La relación iba de maravillas, Sophie estaba más sosegada y habían comenzado a pensar en la boda. Lucien le había comentado sobre su proyecto de volver al campo y aunque ella no estaba del todo segura había accedido a acompañarlo como su esposa. El padre estaba feliz aun cuando su única familia se alejara algunos kilómetros. Su mujer había fallecido había ya unos cuantos años y tendría que acostumbrarse de nuevo a la soledad. Pero si Sophie estaba con Lucien sabía que nada malo le ocurriría; él podría descansar en paz.
Una nube negra se posó sobre la cabeza de Lucien cuando recibió la noticia: su madre había enfermado. Una feroz neumonía la estaba consumiendo y el muchacho decidió viajar. Sophie quiso acompañarlo y él agradeció el gesto de compañerismo. Su amor por la muchacha se solidificó y juntos partieron hacia la campiña.
Al ver a su madre Lucien se desmoronó: Eve se estaba muriendo. Su cuerpo pesaba menos de cuarenta kilos y tenía la piel pegada a los huesos. El médico ya había probado distintos remedios pero la neumonía no cedía, estaba cada día peor. Su padre se había escondido en el alcohol, un recurso que utilizaba de joven y que había vuelto con más fuerzas ante la enfermedad de su mujer.
Bernard había perdido su alegría y se ocupaba del viñedo como podía dado que sin la supervisión del padre las cosas se le iban de las manos. Al ver a su hermano se abrazó a él como si fuera su tabla de salvación y lloró sobre su hombro. Luego descubrió que no estaba solo y limpió sus lágrimas de un manotazo, no era signo de hombría derramar su tristeza.
Sophie pasó esas horas muertas deambulando por la casa, perdida en el laberinto de plantas de vid y aburrida por demás. Su prometido solo tenía ojos y voz para su madre, y se pasaba el día sentado a la orilla de su cama sosteniéndole la mano y premiándola con palabras dulces que Eve se llevaría en su viaje final.
Una tarde se cruzó con Bernard en los alrededores, él venía de la plantación, lucía cansado. Ella estaba hastiada del silencio y de la enfermedad que reinaba en la casa. Su hartazgo había ido creciendo y quería volver a la ciudad. Extrañaba a sus amigas, la vida nocturna, la música y los excesos. Por las noches Lucien ni siquiera se hacía un rato para escabullirse en su cuarto y hacerle el amor, y esa indiferencia ante su cuerpo joven y ardiente la malhumoraba.
Y allí estaba su cuñado, sonriendo con esa boca carnosa y plena, con esos ojos azules que parecían derretirla con la intensidad de su mirada.
—Demos un paseo —propuso tomándose de su brazo y llevándolo hacia el fondo de los viñedos donde las plantas se cerraban a su paso, alejándose de la casa.
Al principio el hombre iba nervioso, intuía que algo no andaba bien. Sophie le gustaba, era una mujercita preciosa, pero era de su hermano. Pero ella lo aturdió con su charla inocente mientras se internaban más y más en el verde.
La cita se repitió todas las tardes mientras duró el reposo de la madre. Sophie aguardaba a Bernard en el mismo sitio y juntos recorrían los viñedos, ya no del brazo sino de la mano. Ambos sabían lo que ocurría pero ninguno lo quería poner en palabras hasta que un anochecer no aguantaron más y sucumbieron uno en brazos del otro.
Como fieras en celo hicieron el amor entre las plantas y se confesaron los sentimientos que habían ido creciendo en ellos entre la culpa y el remordimiento.
—Tenemos que decírselo —dijo el hermano—, Lucien tiene que saberlo.
—Esperemos a que tu madre mejore —sugirió ella.
Y así los amantes se escapaban al campo y hacían el amor a cielo abierto. Pero la lujuria quiso arrastrarlos a la cama, al disfrute de una noche completa, y fue esa noche cuando a Lucien se le ocurrió visitar a su novia en la habitación.
Una década había pasado desde esa fatídica velada. A los cuarenta y dos años Lucien era un hombre plantado ante la vida, serio y de carácter sombrío. La traición de Sophie y Bernard lo había hecho caer en el refugio del alcohol, al que recurría en una taberna de la zona. De día cumplía con todas sus obligaciones a la perfección, pero al caer el sol se sumergía en el olvido.