“Por lo menos no habrá sido fácil
cerrar tus grandes ojos claros
tus ojos donde la mejor violencia
se permitía razonables treguas
para volverse increíble bondad…”
MARIO BENEDETTI, “Muerte de Soledad Barrett”
Cuando Libertad se fue con sus padres, Nehuén volvió a pensar en su problema con Naiquen. Mientras se hizo cargo de su hermana había relegado el tema a un rinconcito de su mente, aunque no había caído en el olvido. Ahora, de nuevo solo, podía pensar con más claridad.
Se había enamorado de esa mujer que lo esquivaba, no había vuelto a verla desde ese apasionado beso. Ya habían transcurrido varios días y él había respetado su orden de no volver. Tampoco había habido reunión familiar por el Mundial de Fútbol, los ánimos habían impedido juntarse y cada cual había visto los partidos en su casa. El 14 de junio se había jugado en Rosario y había sido triste gritar solo los dos goles que Mario Kempes le hizo al equipo de Polonia. Luego, el partido que se jugó el 18 contra Brasil, lo vio en un bar frente al hospital, pero en él no hubo goles y finalizó cero a cero.
Ya era hora de visitar a Naiquen, de insistir, él no era hombre de darse por vencido. Se dio una ducha y se arregló con mayor esmero que el habitual, quería impresionarla. La buscaría en el trabajo y la llevaría al colegio a buscar a los chicos, hacía mucho frío para que anduvieran en la calle. Deseaba que ella apreciara esos gestos de cuidado, quería demostrarle que él sería un buen padre.
Aguardó en la esquina donde ella tomaba el colectivo y cuando la vio avanzar una sonrisa se le escapó de la cara y voló hacia ella, quien de inmediato lo divisó y esbozó un gesto de malestar. Nehuén no se amilanó y bajó del auto.
—Vine a buscarte —dijo sin dejar de sonreírle—, hace mucho frío.
Ella no respondió y quedó tiesa en la parada mirando con ansiedad si venía el transporte.
—Vamos, Naiquen, no seas terca, dejame que te lleve a buscar a los chicos.
—Te dije que no quería volver a verte. —Había frustración en sus palabras—. Andate, yo sé ocuparme de mi familia.
—Lo sé, solo quiero ayudarte.
Un trueno quebró la paz del mediodía y la mujer se sobresaltó. De inmediato enormes gotas de lluvia comenzaron a caer con fuerza.
—Vamos. —Nehuén la tomó del brazo y la introdujo en el rodado.
Ella se sacudió el pelo con fastidio y se acomodó la ropa mientras él conducía con una sonrisa triunfal en sus labios. Naiquen lo odió por su autosuficiencia y arrogancia. Jamás caería rendida a sus encantos por mucho deseo que sintiera, producto del desamor de su marido. Si lo pensaba bien, era la primera vez que un hombre la deseaba, era eso lo que la volvía vulnerable, y por esa misma vulnerabilidad se enojaba.
A las pocas cuadras la lluvia cesó tan precipitadamente como se había descargado, como si hubiera existido un pacto secreto con Nehuén para poder llevársela de la parada.
Llegaron al colegio un buen rato antes del horario de salida, que él quiso aprovechar para hablar. Pero Naiquen le negó la palabra y descendió para apostarse cerca del portón de entrada de la escuela.
El muchacho no se dio por vencido y se situó a su lado. El silencio era por demás incómodo pero a él parecía no molestarle. Por el contrario, ella quería desaparecer.
—Naiquen, ¿podrías al menos darme una razón por la cual no podemos estar juntos?
—¡No seas impertinente! —bramó—. ¡Mirá dónde estamos!
—Te invito a cenar, entonces —adujo—, o a lo que quieras con tal de que podamos hablar tranquilos.
—No hay nada de qué hablar. —Sus ojos azabache querían atravesarlo.
—Estoy enamorado de vos —Naiquen se perdió en su mirada azul y advirtió la sinceridad de sus palabras. Bajó los ojos, avergonzada.
—Pero yo no.
Otros padres habían ido llegando y conversaban mientras aguardaban a sus hijos. Las puertas del colegio se abrieron y un tropel de niños se agolpó en la entrada mientras la directora dirigía el tránsito hacia la salida.
Naiquen avanzó unos pasos hacia el lugar de siempre y divisó que Pablo se aproximaba conversando con un chico de su edad. Una sonrisa encorvó los labios de la madre, su hijo no tenía problemas de integración, como sí Mauro, que siempre estaba serio y distante. Este venía unos pasos más atrás, solo y reconcentrado, como si una adultez anticipada lo dominara.
Todo sucedió en segundos. Disparos ensordecedores, gritos desgarradores, corridas y cuerpos cayendo. Nehuén la tumbó al suelo de un empujón mientras la madre se arrastraba hacia donde estaban sus hijos. La visión era borrosa a causa de las lágrimas que se fueron desangrando de sus ojos. Gemidos por doquier, palabras sin sentido, llantos y lamentos.
Una nueva lluvia torrencial se descargó llevándose la sangre de los inocentes.
Al día siguiente de volver a su casa, Libertad dio con Nilda Moreno. Al principio la muchacha se mostró reticente pero ante la insistencia de su amiga, que lucía desesperada, decidió desobedecer a su padre y ayudarla.
Por teléfono Libertad le había contado sobre su novio y su desaparición, y le había pedido encarecidamente que averiguara algo sobre él.
—Vení por mi barrio —pidió Nilda—, te esperaré en mi auto en la esquina de casa y hablaremos.
Nilda Moreno vivía en San Miguel, en la calle Irigoin, cerca de la ruta 8; hacia allá se dirigió Libertad. Llegó al atardecer, la noche se aproximaba, pero en su afán de contar con información que la reuniera con Wenceslao olvidó el miedo y los recaudos que su novio le había inculcado.
La casa de Nilda era una quinta, tenía un parque inmenso y árboles por doquier. Camino al chalet que estaba al fondo una gran pileta reinaba sobre el verde.
A la hora señalada Nilda apareció conduciendo un flamante Peugeot 404 color verde musgo que le había comprado su padre.
—Subí —pidió la jovencita, sin detener el motor.
La morena lucía nerviosa, las manos tensas sobre el volante y el rictus en la boca la delataban. Sus ojos oscuros se movían inquietos mientras avanzaba por las calles que se iban vaciando de gente.
—Papá se va a enojar si se entera que estoy con vos, Libertad.
—Lo sé, y agradezco que hayas accedido. ¿Pudiste averiguar algo?
—Sí, y no son buenas noticias.
Al oír sus palabras el corazón de Libertad pareció detenerse. El miedo se apoderó de su razón y sus ojos empezaron a llover.
—Calmate —pidió Nilda—, por favor, no llores.
—¡Decime, decime qué sabés! —rogó Libertad entre hipos y ahogos. Le dolía el pecho, le costaba respirar.
—Tanto vos como él están en una lista negra —confesó la morena.
—¿Lista negra? —Si bien sabía que Wenceslao formaba parte de una lista, no sabía que ella también.
—Sí, te están buscando, y si no dieron con vos es porque tuviste suerte. Wen ya tenía pedido de captura. —Había dolor y vergüenza en la voz de su amiga.
—¿Y él? ¿Pudiste saber algo de Wen? —Que hablase de su novio en pasado la llenó de terror.
Nilda tragó saliva antes de hablar, era duro lo que tenía que decirle. Buscó la forma de dar un rodeo antes de lastimarla con la noticia final.
—Hubo un tiroteo ese día, cuando debían buscarte.
Libertad permaneció expectante, temerosa de preguntar. El auto avanzaba con lentitud hacia el centro de San Miguel.
—Por lo que pude leer en el informe había un traidor, un infiltrado en el grupo, que los delató.
—¡Oh! —Libertad aún no comprendía cómo su amiga había podido hacerse de esa información, pero ya no importaba.
—Wenceslao murió, Libertad, murió mientras intentaba escapar.
Un grito desgarrador hizo temblar los vidrios empañados del auto. Libertad se inclinó hacia adelante, su cuerpo se convulsionaba y sus lágrimas no dejaban de caer.
Nilda conducía dando vueltas alrededor de la plaza, incapaz de detenerse y abrazarla. Sabía que estaba traicionando a su padre al haberle robado una de las carpetas que dormían sobre su escritorio. La culpa le impedía consolar a su amiga que desfallecía a su lado.
Con la vista nublada por los remordimientos, Nilda condujo sin darse cuenta de que se alejaba del centro y se aproximaba a un descampado. No midió las consecuencias de su imprudencia y avanzó.
Sobre la izquierda, a un costado, había un auto detenido con el capot abierto. A su lado, pero casi en medio de la calle, dos muchachos con los brazos en alto le hicieron señas para que se detuviera. Fue un instante de indecisión, pero enseguida Nilda divisó que a la derecha y sobre la vereda había tres hombres más con un busca huellas en alto, cuya luz le provocó encandilamiento.
De inmediato advirtió el peligro y gritó a Libertad, que continuaba llorando a mares, que se tirara al piso del rodado. Apretó el acelerador al ver que los hombres de la izquierda se arrojaban contra su Peugeot y los del busca huellas sacaban sus armas largas.
Los tiros impactaron por todos lados agujereando el parabrisas trasero y gran parte de la carrocería, pero no lograron lastimarlas.
Libertad seguía gimiendo hecha un ovillo sobre el asiento, sin entender nada de lo ocurrido, mientras que Nilda se dirigía hacia la comisaría, aun sabiendo que era una locura presentarse con su amiga que figuraba en una lista negra.
Solo cuando logró estacionar en un sitio que juzgó seguro Nilda se desmoronó y rompió en llanto. Libertad se incorporó y se abrazó a ella.
—¿Por qué pasa todo esto? —gimió Libertad—. ¿Por qué?
—Ni yo lo entiendo, amiga, ni yo… —Se compuso y limpió su rostro—. Esperame acá.
—¿A dónde vas? —Se inquietó la otra.
—A pedir ayuda, para que llamen a mi papá. —Sin darle tiempo descendió del auto e ingresó en la seccional.
Libertad quedó temblando. No podía controlar los estertores de su cuerpo y su cerebro aún no lograba discernir qué había ocurrido. La noticia de la muerte de Wenceslao todavía seguía martillando en sus sienes y en su pecho, clavándose más adentro de su corazón, desangrándolo.
Al cabo de unos minutos su amiga regresó y subió.
—Será mejor que te vayas —musitó—, papá viene en camino.
Luego de exhibir su cédula militar del Ejército Argentino la habían tratado casi con honores. Nilda no atinaba a mirarla a los ojos, sabía que le había fallado a su padre, la vergüenza y la culpa desdoblaban su lealtad.
—Lo siento, Libertad, no puedo seguir ayudándote. —Su voz temblaba y la amiga se compadeció.
Un abrazo las unió, separándolas para siempre.