“Ella está acostada hecha un ovillo, posición fetal. Es una mujer pero a veces se siente como niña. Y tiene ganas de llorar y no puede. Llorar por algo. Es algo que no conoce. Llorar como un río, agua que escape. Llorar como un volcán, furiosa. Pero no puede.”
FEDRA SPINELLI, Delta
Al despertar Naiquen no supo dónde estaba. Le dolía todo el cuerpo y no recordaba con exactitud qué había ocurrido. Miró a su alrededor y se descubrió en una camilla. Las imágenes la abordaron de repente y tuvo que sentarse para no ahogarse con su propio vómito.
Apenas logró inclinarse y ya estaba largando aguas en el suelo. Los ojos vidriosos no acertaban a enfocar bien, todo era borroso y el mundo giraba a su alrededor. Voces, ruidos, palabras… Volvió a caer en la inconsciencia.
Horas más tarde regresó a la realidad, esa realidad a la que no deseaba enfrentarse. Lo último que recordaba era la salida del colegio, los niños avanzando y luego cayendo bajo una lluvia de balas. Pablo primero, Mauro después. Sangre y más sangre, aullidos y más aullidos.
Respiró profundo y se incorporó con lentitud, no quería volver a vomitar. Se miró la ropa y advirtió que se la habían quitado para ponerle un camisolín de enfermería. Ni bien puso los pies en el suelo su prima Lihuén entró en su campo visual.
—¿Cómo te sentís? —preguntó tomándola del brazo al ver que tambaleaba.
—Los chicos, ¿qué pasó con mis hijos? —No tenía resquicio para otra pregunta.
El gesto de su prima se contrajo.
—¡Decime qué pasó! —Naiquen empezó a caminar por el pasillo buscando desesperada a alguien que le informara algo.
Santiago le salió al paso y recién en ese instante se dio cuenta de que toda la familia estaba ahí, cuidándola. Una luz de esperanza se reflejó en el azabache de su mirada, estaban en el hospital, de manera que había vida.
—Tranquila, Naiquen —dijo el hombre—. Pablo está durmiendo, solo recibió un rasguño en el hombro, está bien.
Los ojos de la madre se llenaron de agua y no pudo evitar el sollozo. Lihuén la abrazó hasta que cesó de convulsionarse.
—Nehuén lo revisó, está bien —continuó su primo.
Nadie hablaba de Mauro y la madre temía preguntar. Tomó aire antes de formular la temida pregunta.
—¿Y Mauro?
Los esposos se miraron, dudaron. Fue Aime, curtida por las tragedias que habían asolado su vida, quien habló.
—Lo están operando, hija. —La tomó de la mano y la guió hasta un banco sin dejar de sostenerla por los hombros.
—¿Operando? —La angustia y el miedo restaban firmeza a sus palabras.
—Sí, sufrió una herida de importancia, pero se va a poner bien.
—¿No me mentís?
—¿Cómo voy a mentirte, hija? —respondió la tía—. Las malas noticias siempre llegan, no vale la pena demorarlas y atrasar el sufrimiento.
—Entonces…
—Se pondrá bien. —Lihuén ya estaba sentada a su lado y le acariciaba los cabellos.
Pasaron varias horas esperando que Mauro saliera de la operación. Nehuén, como médico de la institución, había ingresado al quirófano a pesar de no ser cirujano.
Lihuén había llevado ropa para que su prima se vistiera, aunque a esta no le importaba su imagen en esos momentos cruciales en que el tiempo parecía haberse detenido para siempre.
—¿Por qué no puedo ver a Pablo? —preguntó por enésima vez.
—Porque está en observación, ya podrás verlo más tarde —la tranquilizó Aime.
Solo cuando el pequeño despertó casi al anochecer Naiquen pudo ingresar al cuarto donde estaba. Se le rompió el alma en mil pedazos. Pablo lucía desmadejado sobre la cama gris del hospital y su rostro opaco encerraba toda la tristeza del mundo.
—¡Mi chiquito! —Se sentó al borde y lo abrazó, sin tocar su hombro vendado donde la balacera lo había marcado.
El niño otrora locuaz y feliz empezó a llorar y ella no tuvo fuerzas para contenerlo. Sus lágrimas se unieron a las de su hijo hasta quedar vacía.
Cuando lograron calmarse la madre acarició su rostro y le prometió que todo estaría bien.
—Volvamos a casa, mamá —pidió Pablo.
—Sí, mi amor, ni bien lo permita el médico iremos a casa.
—A nuestra antigua casa —explicó. A Naiquen se le estrujó el espíritu.
—Ahora tenés que descansar y reponerte. —No le mentiría, no le diría algo que no pensaba cumplir.
Como sentía dolores en la herida le administraron un calmante y Pablo cayó en un sueño profundo.
—Despertará recién por la mañana y si todo sigue bien podrá irse —anunció la doctora que lo había atendido.
—Gracias —balbuceó Naiquen, aturdida y preocupada. Hacía más de cinco horas que estaban operando a Mauro y no había noticia alguna.
Las puertas del quirófano recién se abrieron a la una de la madrugada dando paso a dos enfermeras y a un médico con visibles signos de agotamiento, pero todos siguieron de largo.
A los pocos minutos salió Nehuén y Naiquen se abalanzó sobre él.
—¡Decime que está bien! ¡Decime que mi hijo está bien! —Lo tomó por las solapas del guardapolvo y lo sacudió, estaba como loca.
—Está bien, calmate —tranquilizó, pero al ver que ella no abandonaba su actitud nerviosa debió sostenerla de las muñecas—. Calmate —repitió—, está bien, está fuera de peligro.
Naiquen se dobló en dos y cayó al suelo llorando. Sus piernas no podían sostenerla. Santiago acudió en su auxilio, la llevó hasta el banco y la hizo sentar.
La madre estaba fuera de sí, no podía controlar sus emociones, ella que estaba entrenada para la simulación de repente se mostraba vulnerable y débil.
—Mi hijo dice que Mauro está bien, tranquila. —Lihuén le acarició los cabellos alborotados.
Unos minutos más tarde Naiquen logró serenarse. Se puso de pie y avanzó hacia donde Nehuén conversaba con el resto de la familia. Sin importarle interrumpir, disparó la desafortunada pregunta:
—¿De qué operaron a mi hijo? —En todo ese tiempo no se le había ocurrido saber, pero una nube oscura se había instalado entre sus ojos.
Nehuén sabía que ese momento llegaría y que la respuesta la desgarraría en miles de fragmentos. Y le tocaba a él darle la peor noticia.
—Hubo que amputarle un brazo. —Era mejor ser rápido, como bien decía su abuela, las malas noticias siempre llegaban y mejor temprano que tarde.
El suelo se elevó de repente para recibir a Naiquen.
Cuando Libertad llegó a su casa se extrañó de que estuviera vacía. Era tarde, casi medianoche, y se preocupó. ¿Y si los habían cazado a todos? Se había cuidado bien de no ser seguida, aunque era seguro que tenían todos sus datos y conocían su dirección. ¿Cómo nunca habían dado con ella? Lo adjudicó a que en los últimos tiempos no dormía allí. Seguramente se habían cansado de vigilar ese domicilio y estarían rastreándola.
El hecho de que no hubiera nadie la inquietó, ni siquiera una nota, ni el desorden habitual de cuando había una requisa. Nada.
Telefoneó a su hermano pero no respondió, tampoco en la casa de sus abuelos. ¿Y si algo les había ocurrido a ellos? Tal vez su abuelo Vicente había sufrido una recaída, los años se le habían vuelto de revés y su salud era delicada.
Tomó su bolso y salió a la noche, sin temer a los fantasmas y asesinos que albergaba. La muerte de Wen la había vuelto insensible. Se había roto de llorar y ya nada le importaba. Solo quería un abrazo de su madre, el cobijo primero y el único cierto.
Caminó por las calles desiertas sin ver ni escuchar. Guiada por el impulso de la muerte avanzó sin temor y sin conciencia, hasta que su rostro estuvo frente al hospital que jamás dormía.
Ingresó y buscó por los pasillos algún rostro familiar hasta que dio con ellos en una pequeña sala de espera.
Su padre fue el primero en verla y acudir a su encuentro. Sus brazos la sostuvieron y la jovencita aflojó el llanto que venía atenazando su garganta. Cuando cesó de convulsionarse, Santiago le despejó el pelo de la cara y la indagó con la mirada.
—Murió, papá —barbotó—, Wenceslao murió.
Al hombre se le contrajo el alma al sentir a su hija tan triste. Nada podía hacer, solo darle la certeza de su amor.
Lihuen ya estaba a su lado e interrogaba a su marido con los ojos más grises que nunca. Con un gesto este le indicó de qué se trataba, entre ellos no hacían falta las palabras.
Juntos la condujeron hasta el asiento y la abrazaron. Libertad se fue relajando hasta quedar recostada sobre las piernas de sus padres. Al cabo de un rato se durmió.
Despertó cuando ya era de día. Su amanecer estuvo teñido con los rostros demacrados de sus padres y abuelos. Tomó conciencia de que no sabía aún por qué estaban todos en el hospital, solo faltaban Naiquen y su hermano, que debería estar trabajando.
—¿Qué pasó? —Se incorporó, le dolían los músculos.
—Hubo un atentado —explicó Santiago.
—¿Atentado?
Con paciencia Aime le relató lo acontecido y Libertad, sensible por la muerte de su gran y único amor, derramó su tristeza en gotas saladas.
Cuando se calmó llevó a su padre a un costado.
—Papá, Nilda me dijo que estoy en una lista negra —había temor en sus ojos.
De repente había tomado dimensión del poder e impunidad que ejercían los que dominaban el país. No quería morir, aun sin Wenceslao, quería vivir, aunque no fuera una vida plena, la sangre derramada de tanto inocente la impulsaba para seguir respirando.
Santiago suspiró. Era la tan temida noticia.
—Nos dispararon, papá —continuó Libertad, ajena a los pensamientos de su padre—, atacaron el auto de mi amiga…
—Tenemos que tomar algunas decisiones, hija —acarició sus mejillas coronadas por ojos hinchados.
—¿Qué decisiones? —se inquietó la muchacha.
Pero Santiago no respondió. Sabía que al estar Libertad en una lista, toda la familia era blanco fácil. La casa no era segura, pero ¿a dónde ir? Libertad tenía que huir, había que poner océanos de por medio, aunque eso implicara no volver a verla en mucho tiempo. “Más vale no verla un tiempo a no verla nunca más”, se dijo.
Miró a su alrededor y divisó el rostro ceniciento de su padre. Estaba viejo, Vicente era un anciano y le dolió reconocerlo. Aime aún conservaba cierta apostura y firmeza tanto en el andar como en el decir. Su padre en cambio a menudo se olvidaba de las cosas. Sintió pena. Eran tiempos difíciles en que nadie era feliz. Él simulaba a diario su disgusto, no lo conformaba su trabajo encasillado y controlado, ni la excesiva rigidez para todo. Pero la noticia de su hija lo había golpeado fuerte.
Lo ocurrido en el colegio de los chicos de Naiquen también lo había aturdido, era una atrocidad sin nombre meterse con los más pequeños. Por fortuna solo unos pocos niños habían sido heridos y nadie muerto. Al parecer el francotirador no era un experto o no había querido matar a nadie. Nunca se enteraría de que a último momento Lito Napolitano había perdonado la vida de los niños. La imagen de Felicia se había interpuesto en la mira en el instante de disparar. Cumpliría su venganza llevándose la sangre de Naiquen Battistelli.