“País ronco y vacío
tumba muchacha
sangre sobre sangre
país lejos y cerca
ocasión del verdugo
los mejores al cepo.”
MARIO BENEDETTI,
“Hombre que mira su país desde el exilio”
Con la manga vacía colgando como un burlón disfraz, Mauro, más sombrío y callado que nunca, regresaba al hogar. La madre lloraba a escondidas y fingía una fortaleza que no sentía; ni siquiera ella conseguía aceptar su imagen incompleta, de niño manco, terriblemente discapacitado de por vida.
Nadie percibía que el pequeño no hablaba, entre tantas preocupaciones era lo menos que podía ocurrir.
Pablo había perdido la alegría y desviaba la vista, no soportaba ver a su hermano así, sin brazo.
Aime se había instalado en la casa de Naiquen para ayudar a la sobrina que lucía perdida. Desde el atentado no había vuelto a ser la misma, parecía haber perdido la fortaleza y el espíritu para seguir adelante. Tanto ella como Lihuén y Lynette se afanaban para animarla un poco pero la mujer era impenetrable.
El dinero se iba acabando, no había vuelto al trabajo y tampoco tenía intenciones de regresar. Nadie sabía qué pasaba por su cabeza.
Pablo insistió con volver a la casa de su padre pero la madre lo fulminó con la mirada.
—¡Nunca vamos a volver! —Lo dijo con tal brusquedad que el chiquillo corrió a refugiarse en los brazos de Aime, lo más parecido a una abuela.
—Hija, tenés que calmarte —aconsejó la tía cuando los niños se fueron a dormir—, ellos buscan su lugar, tal vez extrañen a su papá.
—Su papá es un malnacido —respondió Naiquen con rencor.
—Entiendo cómo te sentís…
—¡No! No entendés —interrumpió la sobrina—. No entendés que mi hijo perdió un brazo, que está imposibilitado de por vida.
—No seas tan negativa, hija. —Aime se sentó a su lado, la muchacha había dejado caer la cabeza entre sus manos y lloraba—. Vas a ver que Mauro dentro de poco va a aprender a utilizar bien su otro brazo… Todo en la vida pasa, hija. Tal vez deberías repensar en volver al sur, tu madre debe extrañarlos. —Omitió decir que ella también había enviado una carta hacía varios días y que esperaba la respuesta con ansias.
—No voy a volver.
—A veces es necesario partir —aconsejó Aime pensando en su nieta Libertad, que estaba oculta en un hotel de mala muerte hasta tanto su padre le consiguiera el pasaporte para irse del país, tarea que le sería difícil ya que la joven figuraba en una lista negra.
—¡Ay, tía! —La morena elevó los ojos—. ¡No sé qué hacer! Estoy rota por dentro.
—No digas que no podés, porque eso te condiciona. —La tía le acarició las manos—. Yo sé mejor que nadie lo que es el dolor, hija… —Pensó en su primer marido, Stein, el padre de Lihuén—. Me sobrepuse a él, luché y salí adelante. Y la vida me premió trayéndome a Vicente.
—Lo sé, tía… yo no espero que me traiga a nadie. —Por un momento los ojos azules de Nehuén la distrajeron—. Solo quiero que mis hijos estén bien.
Esa noche, al quedar sola luego de acostar a sus hijos, Naiquen pensó en todo lo ocurrido. Era como una mala película de terror. El derrotero de sus pensamientos la llevó hasta su sobrino segundo. Nehuén se había portado muy bien con ellos, se había ocupado de que a Mauro no le faltase nada durante la internación y le había llevado los mejores médicos. La herida de Pablo era menor, casi superficial, pero el joven médico había acudido diariamente a revisarlo.
Durante todas esas jornadas no había insinuado nada, ni siquiera había deslizado una mirada fuera de lugar que molestase a Naiquen. Era como si jamás se le hubiera declarado. La mujer se tranquilizó con su actitud, seguramente el muchacho había entendido que no había futuro entre ellos, por mucha pasión que hubieran intercambiado en ese único beso que al recordar aún erizaba su piel.
Miró hacia atrás y lo único que había hecho bien eran sus hijos. Su matrimonio errado había sido un desastre, no había estudiado, ni siquiera había continuado su diario, lo único que al parecer escribiría en la vida. Mudarse a Buenos Aires también había sido un yerro casi fatal, de milagro sus pequeños estaban con vida. Adolfo la había encontrado y cada vez que salía a la calle temía hallarlo en una esquina amenazándola para que regresara. Nada había salido bien. Finalmente, luego de mucho divagar, logró conciliar el sueño.
La despertó el timbre, era temprano, y más para ser sábado, pero alguien tocaba con insistencia. Se vistió deprisa y avanzó aún adormilada. En la puerta estaba Nehuén con signos de no haber pegado un ojo en toda la noche. El fastidio se le dibujó en el rostro pero él hizo caso omiso y pasó sin ser invitado.
Fue directo a la cocina y puso la pava sobre la hornalla ante la mirada molesta y sorprendida de la dueña de casa.
—Vengo directo del hospital —anunció—, estuve de guardia.
—Pasá, sentite como en tu casa —ironizó Naiquen, pero él no se dio por aludido.
—Tengo algo importante que decirte —empezó mientras preparaba el mate.
Naiquen suspiró, temía que su sobrino volviera a la carga con sus avances.
—Nehuén, no quiero escuchar lo mismo… solo puedo pensar en Mauro.
El hombre giró y la acarició con sus ojos cansados.
—Ya entendí que no querés nada conmigo, Naiquen. —No había resignación sino tristeza—. Vine a hablar de otra cosa.
Llevó las cosas del mate a la mesa y se desplomó sobre la silla. Naiquen se compadeció de él y fue en busca de pan para tostar y ofrecerle un digno desayuno.
—Ayer atendí a una beba de poco más de un año —comenzó—, tenía mucha fiebre y al principio no sabíamos qué mal la aquejaba.
La mujer se preguntó qué tendría que ver la pequeña enferma con ella, pero lo dejó hablar.
—Finalmente descubrimos qué era una infección estomacal, algo que comió, pero no viene al caso. El tema es —sorbió el mate y lo saboreó— que su padre, militar, estaba muy angustiado.
—No es para menos —dijo Naiquen, por decir algo, aún sin comprender.
—Estuve junto a la beba toda la noche, me ocupé personalmente de su salud y logré bajarle la fiebre. Hoy de madrugada tomó su leche y no la vomitó.
Naiquen escuchaba atenta, esperando la información que según su sobrino era de su interés.
—Cuando la pequeña estuvo bien y pudo pasar a una habitación común, el padre, un hombre rígido y de alto rango en el ejército, se mostró muy agradecido hacia mi persona, tanto que me dio sus datos, por si alguna vez necesitaba algún favor. —Nehuén elevó los ojos de un azul infinito—. Al sacar la tarjeta de su carterita una foto cayó al suelo; al levantarla vi que era tuya.
—¿Una foto mía? —Se inquietó Naiquen.
—Sí, una foto tuya, en la calle, con los chicos de tu mano, antes del atentado al colegio.
La mirada de la mujer se ensombreció.
—¿Qué querés insinuar?
—Que estás en una lista. —La espantosa noticia la abofeteó—. El hombre me mintió, dijo que eras su sobrina, pero ahí entendí la verdad, Naiquen. —Extendió su mano sobre la mesa y tomó la de ella, que estaba helada.— Lo que pasó no fue casual, temo que ese hombre venga por vos y los chicos.
—¡Oh! ¿Por qué?¿Por qué nos pasa esto? —gimió la mujer.
El muchacho se puso de pie y la abrazó.
—No lo sé, mi amor —las palabras se le escaparon de la boca—, pero deben irse. —El dolor con que lo dijo le indicó a Naiquen que estaba en lo cierto—. Voy a hablar con papá, él se está ocupando de sacar a Libertad del país —su voz se quebró al hablar—, deberían irse juntas.
Naiquen suspiró y se aflojó sobre el pecho masculino. Nehuén arrinconó el deseo que fue superado por la inmensa tristeza. Sabía que la perdería para siempre.
Los días que siguieron fueron de mucho trajín y nerviosismo. Libertad estaba oculta y llorosa en un hotel del barrio de Once. Solo su padre la visitaba luego de dar varios rodeos perdiendo a quienes lo seguían. La muchacha se deshacía en lágrimas, no lograba reponerse de la muerte de su novio. Wenceslao le faltaba en el cuerpo y en el espíritu, anhelaba sus ojos mansos, su sonrisa y optimismo para todo, su afán de igualdad y su sencillez. Extrañaba sus manos y sus besos, su risa contagiosa y su inteligencia que tanto admiraba. Todo él le faltaba y nada la sacaba de su abulia.
Encerrada en ese cuarto gris e impersonal pasaba las horas muertas hasta su viaje, viaje que no la entusiasmaba. Saber que no se iría sola sino con su tía segunda y los niños animó un poco su espíritu, aunque su mirada seguía opaca y su boca recta, sin sonrisas.
Lihuén simulaba una fortaleza que no sentía pero si era mejor que su hija se fuera para salvar su vida, que así se hiciera. Se cobijaba en su marido todas las noches, cuando este llegaba exhausto luego de todo un día de peripecias y trámites para ayudar a las mujeres. Ya habían resuelto que irían a Francia, donde vivía Milagros, al menos tendrían alguien que las ayudara a instalarse.
—¿Qué van a hacer allá? —se preocupaba Lihuén.
—Lo importante ahora es en qué condición van a entrar —le explicaba Santiago—, la opción de refugiadas no me parece la mejor.
—No entiendo… —Su esposa no estaba al tanto del régimen para los que obtenían el estatuto de refugiado—. ¿No pueden ir como turistas?
—Las alternativas son las siguientes —comenzó el marido—: pueden ir como turistas, pero tienen que salir del país cada tres meses. La otra posibilidad es ir como estudiante, pero esto solo sería posible para Libertad, Naiquen ya no está en edad de estudiar, ella debería conseguir un trabajo estable y no habla el idioma.
—Lynette puede ayudarlas…
—Sí, pero llevaría tiempo. ¿Quién emplearía a una mujer de cuarenta años madre de dos niños? Seamos sensatos, mi amor —dijo Santiago con pesar.
—¿Qué es eso de los refugiados? —insistió Lihuén.
—Es un régimen reconocido universalmente a partir de la Convención de Ginebra de 1951, es una categoría jurídica para proteger a los perseguidos por cuestiones étnicas, religiosas, nacionales o políticas cuando el Estado de origen no los protege.
—¿Y por qué no pueden ir bajo ese régimen? Libertad está en una lista negra, y también Naiquen —se animó la madre.
—Porque no podrían volver al país —Santiago mostró su tristeza y resignación—. Sé que sería la mejor opción, porque estarían cuidadas y resueltos por un tiempo sus problemas de manutención, pero ni siquiera podrían pasar por la Embajada Argentina.
Los ojos de Lihuén se llenaron de lágrimas. No quería que su hija se fuera para siempre a Europa, no podía perderla.
La mujer liberó sus lágrimas y el esposo la abrazó. No creyó necesario explicarle que el derecho de opción que preveía la Constitución argentina involucraba una situación similar: su hija, en caso de conseguirlo, podría transitar por todos los países, excepto volver a la Argentina.
—Por eso tenemos que buscar otra solución. Ahora lo importante es conseguir los papeles, ya falta menos para eso. —Gracias a sus contactos en el diario y a una importante suma de dinero, había logrado tramitar los pasaportes para que ambas mujeres y los chicos emigraran de manera legal.
Durante esos días previos a la partida, Lynette se empeñó en enseñarles lo rudimentario del idioma. Se había tomado el trabajo de escribir algunas frases, su fonética y su traducción, para que pudieran comunicarse. Pero Naiquen ni siquiera las había leído y los niños se mostraban apáticos al respecto.
Entre toda la familia habían reunido la mayor cantidad de dinero posible para que las viajeras no pasaran tantas penurias.
Aime presentía que aún faltaban tragedias en esa familia que se iba desmembrando poco a poco. Primero había sido Milagros, que se había ido a París detrás de un amor, y ahora se irían su nieta y su sobrina. Lejos había quedado su hermana Fresia, y la preocupaba no recibir cartas ni noticias. Se aferraba a su marido cuya salud declinaba día a día y se preparaba para el final.
Nehuén se aturdía trabajando, mentalizándose que tanto su adorada hermana como la mujer de la que se había enamorado, tomarían distancia por quién sabía cuánto tiempo. No perdía la esperanza de viajar y tener otra oportunidad, pero de momento no podía hacerlo. Además, ella no se lo permitiría. Entendía que Naiquen debía reponerse y curar sus heridas para renacer como mujer.