“Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo
para mostrar al mundo cómo era su casa.”
BERTOLT BRECHT
París, agosto 1978
Atrás había quedado el Mundial de Fútbol ganado por Argentina el 25 de junio en un partido contra Holanda definido por alargue. Ese día glorioso se levantó el toque de queda y todos salieron a la calle para reunirse ante el Obelisco. El pueblo argentino saltaba y gritaba “el que no salta es holandés”, bajo una lluvia de papelitos celestes y blancos.
El Mundial se había desarrollado pese al boicot francés y la tensión que había generado entre los argentinos exiliados. Pero mientras muchos gritaban goles, en los túneles se lloraba la vida y se sangraba en torturas.
La despedida de las mujeres había sido dolorosa, todos habían quedado con un sabor amargo en la boca y una llaga en el corazón. Vicente y Aime, firmes como postes, habían contenido las lágrimas para no entristecer aún más a los chicos que no entendían los por qué de tantos viajes. Lihuén y Santiago se habían aferrado a su hija sabiendo que era lo mejor para ella aunque sus sentimientos no comprendieran de razones. Nehuén se había mostrado entero aunque su alma enamorada llorara en silencio. Lynette había agregado notas de color al despedir a las viajeras en francés, pero estas habían respondido con tímidas muecas de incomprensión.
Luego de largos trayectos en autos y camionetas, por tramos juntas, por tramos separadas, después de pasar por Brasil y Mexico, dos mujeres y dos niños aterrizaron en el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle, ubicado a 25 kilómetros al noreste de París.
A pesar de la aventura de subirse por primera vez a un avión los chicos no mostraron entusiasmo. Sus bocas estaban secas de sonrisas y palabras, sus ojos hablaban la tristeza inmensa que sentían.
Mauro no había emitido palabra desde el atentado y Naiquen empezaba a preocuparse, temía que como secuela también hubiera alguna lesión neurológica. El jovencito solo asentía con la cabeza cuando era esencial, apenas ingería bocado y el resto del tiempo estaba ausente. Pablo por momentos se mimetizaba con su hermano y eran dos espectros mudos y tiesos. La madre no sabía cómo solucionar todos los problemas que se le presentaban a diario. De momento tenían que hallar a Milagros. Como no sabían la fecha exacta en que arribarían a la ciudad, que dependía siempre de los contactos que había generado Santiago para sacarlas del país, no habían podido avisarle.
Con Libertad no podía contar demasiado, la muchacha estaba tan retraída como los niños, hablaba poco y hacía menos. Parecía vencida, abandonada a la vida, como si no le importara siquiera respirar.
Entre el gentío eran como una boya en el mar. Todos andaban apurados y pasaban a su lado sin mirar, sin detenerse a explorar esos rostros donde el susto y la incertidumbre habían dejado huellas indelebles. Apretados los cuatro en torno al escaso equipaje miraban a esa multitud bulliciosa que dejaba a su paso distintos acentos y perfumes.
Naiquen tomó la iniciativa y emprendió la marcha hacia una de las salidas. Llevaba en una mano el papel que le había escrito Lynette con las palabras y frases fundamentales. Los chicos y Libertad la siguieron como autómatas, en filita y a pasos largos para no perderla entre tantas cabezas que se movían al compás del andar.
Hacía calor en comparación con Buenos Aires, pero no había dónde dejar la ropa, ya los brazos no daban abasto entre las valijas y los bolsos de mano.
Cuando lograron salir del aeropuerto, Naiquen divisó un taxi y hacia allí se dirigió la comitiva. En un francés espantoso la mujer dijo “bonjour” e indicó Montmartre, barrio donde vivía Milagros.
El viaje se les hizo largo pero los ojos se les deslumbraron mientras dejaban atrás las afueras para adentrarse en la Ciudad de la Luz.
Mudos y absortos, cada cual asimilaba a su manera ese nuevo hogar al que estaban destinados sin quererlo. Renegados los niños por haber sido arrancados de su lugar de nacimiento, de sus raíces y de sus vínculos, se mentían a sí mismos juzgando feo el entorno.
Libertad veía sin ver, pasaría mucho tiempo hasta que pudiera apreciar la belleza monumental de París y más aún, la calidez de Montmartre.
Cuando llegaron al barrio, ubicado en una colina sobre la derecha del río Sena, no pudieron evitar maravillarse por la imponente basílica del Sagrado Corazón reinando en la cumbre. Los cuatro pares de ojos se elevaron hacia el cielo y Naiquen dejó escapar un suspiro.
El taxista los dejó en un boulevard de los tantos que abundan en la ciudad y la sensación de orfandad y abandono fue mayúscula.
—Busquemos un teléfono —dijo Naiquen mirando en todas direcciones.
Como no los había a la vista caminaron unos pasos, al principio dubitativos, luego con mayor resolución hasta dar con una cabina. Al ver que funcionaba con monedas el ánimo de la mujer cayó al suelo. No tenía. Ingresó a una panadería y rogó que alguien la entendiera. Con gestos y señas logró hacerse comprender y la empleada le dio cambio.
Sudada y cansada Naiquen marcó el número de su pariente, ansiando que estuviera en casa. Al cuarto ring una voz cantarina dijo:
—Allô?
—¿Milagros?
Una hora después estaban sentados alrededor de la mesa de esa prima a quien Naiquen solo conocía por referencias. Su pareja, Gustave, estaba en su atelier a unas pocas cuadras de allí, subiendo la colina y en pleno centro de artistas, lo cual les permitió ponerse al día con las noticias.
Milagros trataba de absorber la gran cantidad de información que la morena le daba mientras que observaba con tristeza al niño manco y a su sobrina, que parecía ida.
Naiquen se sentía incómoda por haberla invadido así y se lo hizo saber explicándole que necesitaba un trabajo de lo que fuera.
—Querida, tranquila —Milagros hablaba castellano con acento francés—, pueden quedarse aquí el tiempo que sea necesario —abarcó con sus brazos la amplitud del lugar.
Era un departamento grande, con amplios ventanales de balcones floridos y paredes cubiertas por cuadros de diferentes estilos.
—Hay cuatro dormitorios, uno de ellos lo usamos con Gustave para trabajar, pero pueden acomodarse en los otros dos que quedan libres.
—No queremos molestar, de verdad —insistió Naiquen—, solo serán unos días…
—Prima —el tono de voz varió—, no quiero ser dura pero aquí si no hablan el idioma será poco lo que puedan hacer. Sugiero que de inmediato tomen clases…
—No podemos pagar clases —interrumpió.
—Ya veremos cómo lo solucionamos, ahora no pienses en eso, hay otras cuestiones de qué ocuparse —y en un gesto imperceptible señaló a Libertad y a Mauro, que continuaban distantes y ajenos.
Esa noche se desmoronaron en las camas luego de una amena cena junto con Milagros y su pareja. El hombre no hablaba español pero se hacía entender. Su alma de artista bohemio los envolvió y en ningún momento lo notaron molesto por esas visitas inesperadas, al contrario, parecía feliz de tener gente en la casa.
“Mañana será un nuevo día”, pensó Naiquen antes de que los ojos se le cerraran de agotamiento.
Hacía ya una semana que estaban en París y continuaban viviendo en casa de Milagros. Naiquen se afanaba en ayudarla con la ropa y la cocina mientras aprendía lo rudimentario del idioma para poder desplazarse y trabajar, aunque sentía una gran negación con el francés. Pablo ya podía comunicarse con los dueños de casa, el niño tenía una gran capacidad para retener frases y palabras. Su dicción era perfecta y Gustave le dedicaba una hora todas las noches para practicar. Mauro, por su parte, seguía sin emitir sonidos y su madre presentía que estaba frente a un grave problema, pero de momento no tenía recurso alguno para que lo viera un médico. Físicamente estaba bien, el muñón había cerrado limpiamente y ya no le dolía. El asunto era mucho más profundo.
Sin documentación en regla ni seguro de salud eran parias en un país extraño. No tenían acceso a la medicina ni a la educación. ¿Qué colegio recibiría a sus hijos? Los nervios de Naiquen estaban a flor de piel, sabía que el plazo de tres meses de sus papeles de turista vencería pronto y el poco dinero que habían llevado se iba como el aire que respiraban.
Libertad cargaba su tristeza infinita en los ojos, pero al menos había conseguido generar unos francos. Su belleza singular, sus ojos gatunos y su largo pelo habían captado la atención de un pintor amigo de Gustave que le había ofrecido que fuera su modelo para una serie de retratos. Al principio la joven se negó, entre temerosa y desconfiada, pero ante el aliento de su tía Milagros, accedió.
Pasaba varias horas sentada en un taburete, tiesa y seria, para que el artista la retratara. Durante esas sesiones su mente volaba hacia el pasado, hacia las tardes junto a Wen, hacia sus palabras y sus besos. Añoraba sus caricias, anhelaba sus ojos mansos y la dulzura con que la cobijaba entre sus brazos. Por momentos una lágrima se escapaba y moría por su mejilla.
El pintor, embelesado con ella, captó ese instante en su memoria para plasmarlo en la tela, lo que dio como resultado un cuadro extraordinario.
No se habían alejado del barrio de Montmartre pese a que Milagros había insistido para visitar la ciudad.
—Deben ver la torre Eiffel —decía con entusiasmo, pero Naiquen se negaba, no estaban allí para pasear—, el arco del Triunfo, ¡Notre Dame!
—Ya habrá tiempo para eso.
—Al menos deberían conocer la cima, ni siquiera fuimos a la basílica.
Tanto insistió Milagros que arrastró hasta allí a Naiquen y sus hijos. Libertad ya la había visitado luego de una de sus tardes con el artista, pero lejos de maravillarse se había sentado en uno de los bancos a rezar mientras su pena causaba ríos de lágrimas.
Avanzaron por las callecitas adoquinadas dejando atrás el barrio de departamentos antiguos y cafés de esquina. El sitio era encantador, parecía el escenario de un cuento, con sus persianas de colores y los balcones floridos. Las escalinatas estaban custodiadas por lámparas a gas, características en Montmartre.
—La ciudad está dividida en arrondissements, que sería algo así como nuestros barrios, y este es el número dieciocho —explicó Milagros.
—Es bellísimo —reconoció Naiquen a la par que recorría embelesada todo lo que sus ojos oscuros podían apreciar.
Copiosas enredaderas trepaban por los muros y canteros con flores alegraban hasta el ánimo de un moribundo.
—¡Regarde, mamá! —dijo Pablo—, une boulangerie.
Naiquen sonrió, su hijo entendía los carteles y lo premió con una caricia. Mauro, por su parte, avanzaba serio y distante, aunque por el rabillo del ojo la madre pudo ver que el niño estudiaba todo lo que ocurría a su alrededor.
“Dios, si es que existís, ¿por qué no me dejaste lisiada a mí? ¿Por qué no me mataste a mí?¿Qué te hizo mi niño para que le hicieras esto?” No podía dejar de cuestionarse todo el tiempo lo que había ocurrido.
Milagros seguía hablando y mostrándoles el entorno.
—Más abajo está el famoso Moulin Rouge —dijo—, otro día iremos para que lo veas. Ahora comienzan los escalones —anunció frente a la gran escalinata que llevaba a la cima, donde la imponente basílica del Sagrado Corazón brillaba al rayo del sol.
Todos miraron hacia arriba y sintieron que la meta estaba lejos pero el espíritu los acompañó en la subida. La ascensión fue rápida pese a lo que habían supuesto y en unos minutos estaban en la cumbre.
Rodeando la enorme iglesia y entre callecitas estrechas y coloridas, los artistas ofrecían sus obras mientras pintaban y retrataban. Era una fiesta de colores, texturas y olores, porque las pinturas se elevaban en el aire amalgamándose. Cuadros, postales, recuerdos y bullicio.
Naiquen se extasió ante tanta belleza y calidez, era un sitio acogedor, muy distinto a las calles de Buenos Aires, donde sentía que todo era gris y peligroso. Pensó en su madre, tan lejos, y añoró poder reunirse con ella algún día. Miró a sus hijos y deseó que pudieran ser felices, que lograran perdonarla por haberse equivocado tanto en sus decisiones, por haberlos arrastrado fuera de su hogar. Muchas veces se cuestionaba si debería haberse quedado junto a Adolfo, y soportar su desamor y sus agresiones. Ni bien se decía esto se retractaba, nadie debía aguantar la indiferencia del otro, mucho menos las humillaciones a que la sometía, pero tal vez debería haber sido más cauta.
Todo aquello no habría ocurrido. Tampoco entendía por qué estaba en una lista negra, ella no tenía vinculación política ni se había manifestado en ningún sitio. Seguramente era un error, o tal vez era por el parentesco con Libertad, lo cual era improbable también ya que poco y nada se había visto con su sobrina segunda.
“¿Mamá? ¿Por qué no contestaste mi carta?” Seguía preocupada por Fresia, se había ido de la Argentina sin noticias. ¿Volvería a verla?
Alejó esos funestos recuerdos y volvió a disfrutar de la vista que le ofrecía la ciudad desde el frente de la basílica. Hacia abajo se veía París en su inmensidad, brumas y nubes. Entre las dos escalinatas se apreciaba el verde intenso del césped y los descansos con bancos para los que se atrevían a subir a pie. Más allá la ciudad, con sus edificios y su encanto.
—Ingresemos —animó Milagros caminando hacia la iglesia.
En el interior el rayo del sol se perdía y quedaba todo iluminado por la luz artificial. Era imponente. Los vitrales de las altas cúpulas, con sus colores y grabados, las ojivas, las imágenes de los santos, el gran Cristo presidiendo el cielo, los bancos de madera lustrada, el olor, todo era impresionante.
El edificio tenía forma de cruz griega, adornado con cuatro cúpulas: el domo central llegaba a los ochenta metros de altura y la vista se perdía en su bella contemplación. En el ábside una inmensa torre cuadrada hacía las veces de campanario y albergaba la Savoyarde, una campana de tres metros de diámetro y 18.550 kilogramos de peso, ofrecida por la Diócesis de Chambéry. Luego estaba la cripta, con igual disposición que la iglesia, pero que ese día no se podía visitar.
Naiquen nunca había visto tanta belleza junta y su corazón herido se conmovió. Se dirigió hacia uno de los altares, se arrodilló frente a la figura de la virgen sosteniendo a su hijo y rogó por la sanación de Mauro.
“Virgencita mía, vos que sos madre podés entenderme. Por favor, te ruego, te suplico, que vuelvas a mi hijo a la normalidad. Devolvele la voz y la alegría, hacé de él un niño contento, como antes, que pueda jugar y hasta pelear con su hermano. Por favor, te lo ruego, como madre debés entender este dolor que me parte el pecho en dos. No soporto verlo así, tullido y mudo, indiferente a todo. Ni siquiera sé si le duele el brazo ausente, si le pica, si nada. ¡Por favor!”
Una lágrima atrevida se deslizó por su mejilla y un ligero estremecimiento le hizo sentir que la Virgen la había escuchado.