“La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene.”
JORGE LUIS BORGES
Buenos Aires, septiembre 1978
Aún no podían comprender qué había ocurrido. Pese a que tenía el alma curtida de dolores, Aime se desmoronó ante la noticia de la muerte de Fresia.
Las cartas que habían enviado habían sido devueltas sin ser recibidas. Aime había pedido a Santiago que la llevara hasta Valcheta y este había solicitado unos días en el diario. Vicente estaba muy anciano para trasladarse y se quedaría con Lihuén.
Cuando tenían todo listo para partir, Aime recibió una comunicación de la intendencia de Valcheta. En ella le notificaban sobre la muerte de su hermana y le pedían que fuera.
El viaje había sido espantoso, largo y caluroso, parecía que las rutas se estiraban como chicle y que no llegarían nunca. Aime se lamentaba, no haber insistido para que su hermana se mudara a Buenos Aires, pero también sabía que Fresia vivía con miedo a causa del botín que había robado su difunto marido Abel Battistelli, y que ella había tomado luego de su asesinato. Ese dinero le había servido para ayudar a Lihuén y Santiago a instalarse en Buenos Aires y el resto lo había gastado en cuentagotas para criar a su única hija Naiquen. Si quedaba algo, solo Fresia lo sabía. Pese a no estar de acuerdo, Aime había respetado a su hermana, aunque no creyera que alguien alguna vez fuera a buscar ese tesoro. Se equivocaba de cabo a rabo.
La estadía en Valcheta había sido corta. La casa de Fresia había sido limpiada y no le tocó ver los restos de sangre ni las roturas ocasionadas por los asesinos de su hermana.
El intendente en persona le entregó el acta de defunción donde decía que la causa de la muerte había sido un traumatismo. Hermetismo total en torno al caso que nadie denunció como homicidio. Pero Aime no creyó tal situación e indagó entre los pocos vecinos de la zona, dado que su hermana se había convertido en una ermitaña con la partida de Naiquen. Nadie quiso soltar prenda pero uno se animó a confesar que había visto a unos hombres con aspecto de militar, por el corte de pelo, que habían ingresado a la casa.
Aime regresó a Buenos Aires con la certeza de que Fresia había sido asesinada, aunque no entendía bien el porqué. Los militares no tenían relación con aquella familia que había estafado Abel Battistelli. ¿O sí? ¿Cómo saberlo? Ya no tenía importancia, su hermana estaba muerta.
De haber hablado el tema con su nieto Nehuén, tal vez uniendo cabos, habrían develado el misterio, pero este no había rebelado la identidad del hombre que buscaba a Naiquen y el hecho fue sepultado con el dolor y la impotencia de la pérdida.
—Hay que avisar a Naiquen —dijo Aime una vez en Buenos Aires.
—No creo que sea conveniente enviar cartas por ahora, mamá —opinó Lihuén, aún conmovida por la muerte de esa extraña tía que la había ayudado años atrás dándole una buena parte de su dinero.
—De alguna manera tiene que saber… es su hija.
—Coincido con mi madre —terció Nehuén—, es mejor esperar un poco, sé que hay mucha interceptación de correspondencia… ella está en una lista y Libertad también está en la mira. Mejor no dar rastros de dónde están.
—Pero podemos enviar la carta a nombre de Gustave…
—Salen de acá, abuela —interrumpió el hombre—, mejor esperemos. De todas maneras, las malas noticias siempre llegan.
A pesar de ello, nadie supo qué ocurrió con Adolfo, el marido de Naiquen, hasta tiempo después. Su cuerpo había sido arrojado en una fosa junto con otros muertos por la dictadura. Adolfo terminó siendo otro desaparecido más y su madre murió de pena antes de que se supiera sobre su muerte.
Debía volver a la vida. Los doctores no le encontraban nada a nivel neurológico pero el muchacho no despertaba de su sueño.
Tuvieron que pasar dos angustiosos meses con Wenceslao perdido en la inconsciencia hasta que abrió los ojos y su primera palabra fue Libertad. Un mes más de postración y dolores tras el cual Wenceslao pudo ponerse en pie. Se sentía débil, sus músculos habían perdido tonicidad, pero su espíritu se conservaba intacto.
Debía reponerse, tenía que encontrar a Libertad. No sabía qué había ocurrido con ella, si estaba viva o si también la habían atrapado. Su último recuerdo de aquella mañana fría era el tiroteo, sus intentos por ayudar a sus compañeros y la balacera que lo abatió y dejó inconsciente durante esos meses.
Le faltaría vida para agradecer al conductor del auto que lo había salvado, sin conocerlo se había arriesgado por él y lo había sacado de la refriega para llevarlo a un lugar seguro. Allí lo habían cuidado las primeras horas hasta que contactaron a su familia.
Su padre había ideado un plan de ocultamiento, aun cuando no aprobaba las actividades de su hijo, y lo había sacado de escena escondiéndolo en una quinta en los alrededores de la ciudad de Olavarría. Había llevado a los mejores médicos para que lo revisaran y se había encargado de que no le faltara nada. Su madre se había mudado con él y Honorio viajaba cuando su trabajo y la seguridad se lo permitían.
Con la ayuda de kinesiólogos y otros especialistas, su cuerpo se fue fortaleciendo, sus ganas de salir en busca de su novia lo impulsaban cada jornada con más ímpetu. Su madre quería ponerlo a salvo, mandarlo fuera del país, no deseaba que continuara en la Argentina, pero su hijo no cejaría. Lo conocía, podía leer la decisión en sus ojos de cielo, esos ojos que habían perdido la inocencia de un escopetazo y que solo tenían una imagen en la retina: la mujer que amaba.
Cuando Wenceslao se sintió fuerte de nuevo, se abrazó a sus padres sabiendo que tal vez no volviera a verlos nunca. Luego se despidió de cada uno de sus hermanos que se habían convocado en la quinta.
Su padre también venía sufriendo en su trabajo los avatares de la dictadura, pero por su condición de juez provincial en lo Civil y Comercial no se sentía tan controlado como sus pares nacionales.
Honorio dejó de lado su honestidad, acalló sus escrúpulos y se contactó con extupamaros que se habían refugiado en la Argentina luego del golpe militar en Uruguay, el 27 de junio de 1973. Por su intermedio le consiguió una identidad falsa que le permitiría salir del país.
Antes de emprender la partida Wenceslao se cortó el pelo bien cortito y lo tiñó de negro, junto con el bigote que se había dejado crecer.
Con apenas un bolso de mano y su identificación, tomó el dinero que su familia le dio y a bordo de un viejo auto se lanzó a la ruta, camino a Buenos Aires. Tenía decidido visitar a la familia de Libertad, tenía que saber qué había ocurrido con ella, encontrarla y sacarla también de ese país de locos.
Había escondido toda su tristeza en un bolsillito del equipaje, para llorarla luego, cuando pudiera relajarse. De momento necesitaba fuerza.
Los kilómetros parecían no terminar nunca, el viaje se le hizo eterno pese a que lo acompañaba la música de Sui Generis, esa que escuchaban con Libertad en sus encuentros clandestinos. Entre su escaso patrimonio contaba con el segundo álbum del grupo llamado Confesiones de invierno y aunque la casetera no funcionaba muy bien pudo disfrutar de sus canciones de estilo roquero, como “Mr. Jones” y “Bienvenidos al tren”. Otros temas lo llenaban de nostalgia y cada vez que oía “Rasguña las piedras”, una lágrima azul se deslizaba por su mejilla.
Arribó a Buenos Aires casi al anochecer. La oscuridad no le impidió dirigirse a la casa de Libertad. Tocó el timbre con el corazón en la mano y la ansiedad bailándole en los ojos. Desde adentro alguien descorrió la cortina para ver de quién se trataba. Era consciente de ser un desconocido para la familia, no eran horas de llegar; temió que lo dejaran afuera. Insistió con el timbre y una voz de hombre le preguntó qué quería a través de la madera.
—Soy Wenceslao, el novio de Libertad. —Se arriesgó. No sabía si ella había dado su nombre, no sabía nada.
La puerta se abrió y un hombre de cansados ojos verdes lo interrogó con la mirada.
—Gracias por abrirme, señor —dijo con temblor en la voz—, soy Wenceslao Quesada. —Extendió su mano y Santiago la tomó.
El dueño de casa lo estudió y no halló signos de peligro en ese joven. Su mirada otorgaba certezas aunque su disfraz de morocho era palmario. Si era en realidad el novio de su hija, figuraba en una lista negra, por tanto era justificable su apariencia.
Se hizo a un lado y lo dejó entrar. Wenceslao suspiró aliviado. Ambos hombres quedaron de pie en el recibidor, estudiándose, hasta que Santiago habló.
—Soy el padre de Libertad —informó—. ¿Cómo saber que es usted quien dice ser?
—Por favor, dígame que Libertad está bien —suplicó—, sáqueme esta espina del pecho. Prometo contarle todo.
Sus palabras conmovieron al padre. Recordó su propio pasado, cuando buscaba a Lihuén con desesperación. La historia se repetía por distintos motivos. Decidió darle la oportunidad.
—Ella está bien, aunque muy triste porque lo cree a usted muerto.
—¡Gracias a Dios! —El alivio se trasladó a sus ojos en forma de lágrimas que limpió con el dorso de la mano—. Gracias, señor, gracias.
Santiago lo invitó a sentarse, el muchacho se veía agotado. Pese a que había sido dado de alta por el médico, el cuerpo aún no se habituaba. Y el viaje había hecho el resto.
Conversaron mucho y Wenceslao les relató gran parte de lo que le había ocurrido. Al enterarse que Libertad estaba en Francia sentimientos encontrados se alojaron en él. Por un lado, estaba feliz de que ella estuviera con vida y a salvo, por el otro, la espera para verla se alargaba.
Esa noche cenó con la familia como uno más. Lihuén se mostró complaciente con él.
—Puede pasar la noche acá —ofreció—, deduzco que no tiene a dónde ir.
—Gracias, señora.