“Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.”
ANTOINE SAINT-EXUPÉRY, El principito
Cuando Felicia se repuso del todo, Lito Napolitano volvió a su trabajo. De a ratos se enfurecía consigo mismo, había sido débil a último momento. Había perdonado la vida de esos niños y había disparado solo para ocasionar lesiones. Ser padre lo había ablandado y eso no le gustaba, a él nunca le había temblado la mano cuando de castigar a alguien se trataba. Nadie debía enterarse de su debilidad, si sus inferiores lo sabían se burlarían de él y le faltarían el respeto.
Había sido inteligente ir a ese colegio solo. Pese a todo tuvo su instante de gloria, pudo ver el rostro de pánico de la mujer en el momento mismo de la balacera. El reguero de sangre había sido suficiente para golpearla.
Pero ahora la situación se había complicado. Esos días alejado de todo junto a su esposa y su hija enferma habían desbaratado sus planes. Naiquen Battistelli había desaparecido. La casa que habitaba estaba vacía y le habían puesto un cartel de alquiler. Sus hijos ya no formaban parte del colegio y nadie en el barrio sabía nada.
Había mandado a sus hombres a averiguar en el diario en que trabajaba, y allí le habían dicho que la señora había renunciado y partido de viaje. Tuvo la esperanza de que hubiera vuelto al sur, enterada de la muerte de su madre, esa india roñosa, pero sus perros de presa habían regresado de allí sin novedades.
La mujer y los chicos habían desaparecido. La vigilancia que le había puesto a la familia había resultado infructuosa y debido a otras necesidades tuvo que destinar a los uniformados otras tareas.
El humor se le caldeó al capitán Lito Napolitano y para menguar su frustración volvió a las salas de tortura, donde se sentía poderoso. Hacía rato que no participaba en los interrogatorios y esos días lo necesitaba. Arrancar datos a esos infelices le quitaba el enojo que sentía contra Abel Battistelli y toda su familia.
Por las noches llevaba su potencia al lecho conyugal. María se sentía extraña, desconocía a ese hombre que ocupaba su lugar en la cama y le hacía el amor con fiereza. Más de una vez la esposa sintió dolor pero calló para no importunarlo, advertía que algo aquejaba a su marido.
Con el transcurrir de los días, Lito se volvió más violento y egoísta, ya no le importaba acariciarla ni abrazarla y la penetraba con brutalidad. La relación entre ambos se resintió tanto que un día María se le impuso y le dijo que no.
Recién en ese instante Napolitano advirtió en la locura que estaba cayendo. Le pidió disculpas y le prometió que nunca más llevaría el trabajo a la casa.
María quedó pensativa y preocupada, como la gran mayoría de las personas prefería no saber lo que estaba sucediendo en el país.
Nehuén escribió una carta para Naiquen y se la entregó a Wenceslao, que en pocas horas partiría rumbo a París en busca de Libertad. Ambos eran hombres enamorados y el mensajero no hizo preguntas. Prometió entregar la misiva en manos de su destinataria.
En ella el joven le reiteraba su amor y le contaba cómo estaban las cosas en la Argentina. También se condolía por la muerte de Fresia, que Wenceslao se encargaría de anoticiar.
“Sé que nunca voy a encontrar una mujer como vos, y aunque océanos y años nos distancien siempre vivirás en mi corazón. Te voy a estar esperando para cuando decidas volver.” Así se despedía Nehuén en su larga misiva en la que también había copiado algunas poesías que le había escrito en las noches de hospital.
Íntimamente Nehuén sabía que ella no le estaba destinada, que aunque vivieran en la misma casa Naiquen jamás se fijaría en él como hombre. Era demasiado rígida en sus conceptos como para dejarse tentar, aun cuando entre ambos se encendía el fuego si estaban juntos.
Nadie jamás sabría lo que su tía segunda había despertado en él. Durante esos meses de ausencia intentó olvidarla en otras bocas y en otros cuerpos, aunque nunca hubiera disfrutado del de la amada, pero todos sus ensayos fueron en vano. Era su rostro el que aparecía cuando cerraba los ojos, era su olor el que se había quedado grabado en sus sentidos, era su piel la que quería acariciar. La extrañaba aunque jamás hubiera sido suya y le dolía saber que sería de otro. Porque así como Naiquen había vibrado con él en ese efímero beso, vibraría en otros brazos. Porque era una mujer que anhelaba ser amada, una mujer a quien el desamor había desencantado pero que estaba lista para volver a vivir. No era él el elegido, intuía que Naiquen caería bajo el embrujo de otros ojos y se dejaría arrastrar por la pasión que anidaba en su interior.
Nehuén no era de los que se daban por vencidos, pero también reconocía que era una locura ir en su búsqueda cuando ella le había dejado bien en claro que no habría nada entre ellos más que el parentesco.
Recostado sobre la camilla de la sala de guardia Nehuén cerró los ojos y la imaginó. La vio en la campiña junto con sus hijos, lejos de la gran ciudad luz, sonriendo, con flores en sus manos y caballos de fondo. Era una imagen extraña, Naiquen vivía en París, en pleno barrio de Montmartre, con su otra tía, Milagros.
Una enfermera interrumpió sus pensamientos.
—Doctor, lo busca un hombre.
—¿Una urgencia? —se incorporó y se acomodó el pelo.
—No parece —informó la muchacha—, se lo ve bien.
Nehuén le dijo que lo hiciera pasar y lo recibió sentado detrás del pequeño escritorio. Se sorprendió al ver ingresar al militar que había tenido a su chiquita enferma tiempo atrás.
El capitán Napolitano entró con la resolución que lo caracterizaba y la estancia pareció achicarse.
—Doctor, buenas noches —dijo extendiendo su mano y mostrando su sonrisa.
—Buenas noches, señor. —Con un gesto le indicó que se sentara—. ¿Su hija está bien? Espero que su visita no tenga que ver con ella.
—Ella está bien, gracias por preguntar.
—¿Acaso usted…?
—No, no —sonrió el hombre—, yo estoy bien. En realidad vine a agradecerle de otra manera su ayuda en la curación de Felicia.
—No hace falta, es mi deber.
—Como debe ser —dijo orgulloso—. Sin embargo, yo soy un hombre agradecido. —Metió la mano dentro de su chaqueta y extrajo un paquete que le entregó.
El joven médico estaba sorprendido y contrariado. No podía olvidar que ese sujeto tenía una foto de Naiquen a quien había presentado como su sobrina, una falsa sobrina.
Con cuidado abrió el envoltorio y se sorprendió al hallar una pluma marca Parker, modelo Custom, con capuchón e insignia bañados en oro.
—Gracias, señor Napolitano, le reitero que no hacía falta.
—Un doctor como usted no puede andar con una simple lapicera. —Haciendo alusión a la que descansaba sobre el escritorio.
El militar se puso de pie, despidiéndose.
—Sé que es tarde, pero nuestro trabajo es así —extendió la mano—, usted me entiende.
Nehuén asintió.
—Espero que su familia esté bien —dijo por decir algo.
—Mi esposa y mi hija son mi única familia, y ellas están bien.
Nehuén encontró el resquicio para formular la ansiada pregunta.
—Creí que tenía también una sobrina… —Hizo un gesto de incertidumbre—. ¿No tenía una foto de ella la vez anterior?
Lito descubrió su error pero lo enderezó enseguida.
—Ah, sí, mi querida sobrina… —Sonrió y la falsedad se le trasladó a los ojos—. Es la oveja negra de la familia, hace rato que la estamos buscando.
—Todos tenemos a alguien de quien avergonzarnos —respondió el médico.
—Sabe que cuenta conmigo para lo que necesite —reiteró el capitán.
—Gracias.
Al cerrarse la puerta, Nehuén arrojó la lapicera al cesto. No quería nada de ese sujeto, sabía que buscaba a Naiquen y tal vez también a Libertad. Le dio asco haber tratado con él y por un segundo lamentó haber salvado a su hija. De inmediato se arrepintió: había hecho el juramento hipocrático.