La camioneta que llevaba a Libertad y a los músicos avanzaba dejando atrás rutas y ciudades. Las primeras demostraciones no habían salido bien, los nervios dominaban el escenario y los bailarines terminaron enojados. Libertad reprochaba a Jean-Louis y este a ella. Las desinteligencias en el baile duraron una semana, hasta que ambos se relajaron y se concentraron en la danza. Jean-Louis tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para dejar a un lado la tensión sexual que sentía cada vez que tenía a Libertad entre sus brazos, ya fuera en las representaciones o en los ensayos. Cuando logró dominarla y poner distancia las cosas empezaron a mejorar.
La joven también pudo aflojarse al no percibir su deseo y empezó a disfrutar del ritmo y de las canciones que la volvían a su Buenos Aires natal. La nostalgia que acompañaba cada letra se le fue grabando en la mirada y su aura de tristeza la volvía aún más bella tanto para su compañero como para el público al que iba encantando.
La gira se prolongaría más de lo previsto dado que en algunas ciudades los contrataban para más presentaciones, lo cual abultaba los bolsillos, pero vaciaba el alma de la muchacha, cuyo único deseo era volver a la Argentina.
Sentía en el pecho una extraña opresión, como si alguien la llamara y buscara desde el otro lado del océano. Por momentos pensaba que se estaba volviendo loca y hacía a un lado esa sensación que al poco tiempo la invadía de nuevo.
Ni Lyon, ni Marsella, ni siquiera Avignon con su castillo medieval y su famoso puente lograban alegrarla.
Esa noche estaban en un bar de Avignon, cenando tardíamente luego de una exhibición. Los músicos, acodados a la barra, conversaban entre sí. Libertad y Jean-Louis habían quedado apartados en un rincón, bajo las tenues luces del lugar.
—Je suis heureux —dijo su compañero de baile con una enorme sonrisa en los labios— mais tu…
—Yo no soy feliz, Jean-Louis —interrumpió la joven—, y nunca lo seré.
—No digas eso… —Extendió su mano por sobre la mesa y tomó la de ella. Libertad no la retiró, como tantas otras veces, sino que dejó que él le infundiera calor en esa noche fría—. Eres una muchacha bella, y bien sabes que estoy loco por ti.
—Por favor… no vuelvas con eso, ya te dije que…
—Ya lo sé. —A pesar de todo no la soltó—. Me dijiste que tu corazón está muerto, pero déjame que intente revivirlo. —Había tal entusiasmo en sus ojos que la joven sintió pena por él—. Podemos ser felices juntos, formamos una excelente pareja —lo dijo ironizando y ensayando una pose de tango que logró una sonrisa en Libertad—, y te hago reír, aunque tú no lo desees, te hago reír.
—En eso tenés razón, admiro tu sentido del humor —tuvo que reconocer.
—Por algo se empieza, chérie. —Tocó su palma y ella sintió sus caricias por primera vez en mucho tiempo. Una señal de alarma resonó en su cabeza, no deseaba olvidar a Wenceslao, no deseaba revivir sus sentimientos y menos aún hacia otra persona—. Escucha, te propongo un trato —continuó Jean-Louis.
—¿Qué tenés en mente? —quiso saber Libertad ante la mirada burlona de su compañero de baile.
—Desde esta misma noche hasta el final de nuestra gira me dejarás conquistarte, te entregarás a mis galanterías…
—Yo no voy a…
—No llegaremos a la cama, si es lo que te preocupa. —Ella se ruborizó al oír tales palabras y de modo tan directo—. Salvo que tú así lo desees, claro está —sonrió irónico—, yo no me opondré.
—Tus intentos son en vano…
—Verás que no. Después de todo, ¿qué te harán unos pocos besos? —Se acercó a ella y sintió su perfume. Acercó su nariz al cuello femenino y husmeó en él. Libertad se estremeció y sacudió como si una corriente eléctrica la hubiera rozado—.Verás qué bien lo pasamos, chérie.
Le volvió el rostro con su mano y sin darle tiempo la besó, al principio con suavidad, tanteando su reacción. Al ver que ella permanecía en su sitio sin intentar alejarse, tomó su nuca y la apretó hacia su boca, introduciendo la lengua, bailando con ella. Libertad sintió el calor en todo el cuerpo, mientras él la arrinconaba contra la pared y buscaba su cintura con su otra mano.
—¡Oh, chérie! —susurró dominando el deseo de tocar sus piernas desnudas debajo del corto vestido con el que habían deslumbrado en su última función.
Al notar su propia excitación Libertad se tensó y puso fin al beso. Turbada se acomodó el cabello y las ideas, y bebió de un solo trago lo que quedaba en su copa.
—Vamos, es tarde —murmuró.
Jean-Louis se puso de pie, le alcanzó el abrigo y avisó al resto de la comitiva que partían para el hotel. Caminaron del brazo por las callecitas empedradas plenas de misterio e historias.
—Una pena que mañana nos vamos temprano —dijo él mientras la conducía del brazo—, de lo contrario podríamos visitar el Palacio de los Papas.
—Sí, realmente me hubiera gustado verlo por dentro.
—Por ti soy capaz de atrasar la gira —ofreció Jean-Louis—, podemos demorar un día más en partir…
—No, quiero volver. —Iba a decir “a casa”, pero se detuvo a tiempo. ¿Cuál era su casa? No tenía ninguna, carecía de sensación de pertenencia. Su casa estaba junto a Wenceslao, y al no estar él… no tenía nada.
Hicieron el resto del camino en silencio y arribaron al hotel. Jean-Louis la acompañó hasta la puerta de su habitación y allí la tomó por la cintura. Inclinó la cabeza y la besó con ardor. Sus manos subieron a su espalda, esa espalda que tantas veces había tomado mientras bailaban y que lo hacía sentir en el aire.
—Tu es merveilleuse —deslizó sobre su oreja al tiempo que se la chupaba con delicadeza. Ella gimió y en un instinto echó la cabeza hacia atrás. Jean-Louis aprovechó y besó su garganta a la vez que su mano subía a su pecho para pellizcar los pezones enhiestos.
—¡No! —Libertad recuperó la compostura cuando la lengua masculina barrió el vestido y buscó su piel—. ¡No! —reiteró cerrándose el tapado y fulminándolo con sus ojos verdes—. No vuelvas a hacerlo —amenazó.
—No puedo prometerte nada, chérie —respondió con la risa en los ojos—, te electrizas cada vez que te toco. —Le dio un beso en la punta de la nariz y partió rumbo a su cuarto.
Al quedar sola Libertad se desplomó sobre la cama. Sin quererlo se encontró deseando las caricias de Jean-Louis, hacía tanto que no estaba con Wen que su cuerpo experimentaba la carencia. Empezó a tocarse los pechos tal como lo había hecho su compañero de baile, introdujo una mano y se acarició los pezones, primero uno, luego el otro. Con la otra mano bajó hasta su entrepierna y notó que estaba húmeda. Maldijo entre dientes lo que le estaba ocurriendo pero no pudo evitar masturbarse hasta alcanzar el orgasmo. Era un recurso al que recurría siempre que extrañaba a Wenceslao, aunque ahora por su mente vagaban imágenes confusas que la volvían de mal humor.
Extenuada se quitó la ropa y se durmió.
A más de 600 kilómetros Wenceslao llegaba a París en una noche oscura y fría. Cargaba solo un bolso pequeño con lo necesario y una valija enorme llena de ilusiones.
Gracias al plan delineado por su padre junto con los extupamaros que le habían facilitado los documentos falsos, había dejado Buenos Aires a bordo de un barco camino a Colonia, no sin antes “negociar” con el capitán para que le permitiera abordar. Después había viajado a Montevideo donde había esperado una semana un avión que no hiciera escala en Ezeiza ni perteneciera a Aerolíneas Argentinas.
Cuando logró conseguir un vuelo por Iberia no le importó que el trayecto incluyera varias escalas, su destino final lo aguardaba más allá de las estrellas.
Conocía París, había viajado cuando adolescente junto con sus padres y hermanos, y su única ansiedad en ese momento era encontrar a Libertad cuanto antes. Había guardado celosamente todos sus besos y abrazos para mimarla y compensarla por tanta tristeza.
Tomó un taxi y con un perfecto manejo del idioma se hizo conducir hasta Montmartre. No le importaba la hora, despertaría a todo el barrio si fuera necesario, no demoraría su encuentro con su amada hasta el día siguiente.
Se sentía eufórico, pleno pese al largo viaje. La única secuela era un tenue dolor de cabeza que lo acompañaría de por vida, pero estaba vivo y a minutos de reencontrarse con Libertad.
Planeaba afincarse con ella en España, revalidar sus títulos y empezar una nueva etapa, lejos de su querida Argentina que continuaba desangrándose clandestinamente mientras sus habitantes aún festejaban el campeonato de fútbol. Ya no le importaba militar, se sentía defraudado, alguien lo había traicionado y no sabía quién. ¡A la mierda montoneros, JP y demás agrupaciones!
Sabía que a los montoneros no les gustaba el exilio, salvo que fuera para reorganizarse y militar desde afuera. Los que habían tenido que partir, huyendo de las garras de la dictadura, vivían de la organización y continuaban trabajando para ella. Los que se abrían solos debían buscar ayuda en la Cruz Roja y demás organizaciones que se ocupaban de asistir a los perseguidos.
Él se las arreglaría solo, iniciaría una nueva vida lejos de todo, solo con Libertad. La cruda realidad lo había hecho tomar conciencia de lo vivido y aunque le dolía abandonar su lucha por sus ideales no tenía más opción, en vista de lo acontecido, que resguardar sus vidas.
Con pena rememoró la última charla con su padre, quien lo había ayudado a tomar esa decisión. Honorio solo quería a su hijo con vida.
Cuando el taxi lo dejó en la vereda miró su reloj y vio que era la una de la mañana. Pese a ello avanzó buscando el portal con la numeración indicada y tocó el timbre. Al cabo de un rato una voz adormilada preguntó quién era y él dijo que buscaba a Libertad. La voz del otro lado vaciló e interrogó por segunda vez.
—Soy su novio, Wenceslao Quesada, vengo de Argentina —oyó una exclamación a través del portero eléctrico y una mujer le respondió en castellano que ya bajaba.
Milagros apareció en la puerta cubierta por una bata de felpa y pantuflas. Despeinada y con el sueño en el rostro escrutó al insólito visitante buscando la mentira que no pudo hallar en esos ojos de cielo. Le franqueó la entrada y el muchacho avanzó con su equipaje de ilusión.
—Soy Milagros, la tía —explicó mientras se dirigía al departamento con Wenceslao detrás.
En el living los aguardaba Gustave, despabilado y alerta. ¿Quién era ese hombre que se presentaba a esas horas? ¿Y por qué su mujer lo había dejado entrar?
Milagros le explicó ante la mirada ansiosa de Wenceslao que solo deseaba ver a Libertad.
—¿Está acá? —interrumpió. Sentía que el pecho se le escaparía si no la abrazaba pronto.
Poniendo fin a la angustia del joven, Milagros le contó. Fueron testigos de su desmoronamiento, había recorrido miles de kilómetros para hallar a su amada. Wenceslao se sentó sobre el sofá y se tomó la cabeza entre las manos, abatido.
—Lo siento —murmuró Milagros—, pero será solo un mes más y estará de vuelta.
—¿Un mes? Es una eternidad para mí. —Los ojos claros no dejaban resquicio para la duda: ese hombre amaba a Libertad como nunca un hombre había amado.
Resuelto se puso de pie y dijo:
—Tengo que hallarla, mañana mismo partiré en viaje. Necesito conocer los destinos de esa gira —pidió.
—No lo sé con exactitud —Milagros dudó—, tenían una ruta marcada pero se fueron desviando. Es más, ya deberían haber regresado pero les está yendo bien y alargaron la gira.
Wenceslao estaba cansado. El largo viaje y su débil estado físico se hacían sentir. La joven mujer lo advirtió.
—Escuchame, estás agotado. —Se acercó a él con gesto maternal—. ¿Por qué no descansás y mañana nos ponemos en campaña para que vayas a buscarla?
El joven miró a Gustave, que se había sentado en el sillón y escuchaba sin comprender más que los gestos.
—No hay problema con mi marido —sonrió Milagros—, está acostumbrado a este ritmo loco que tenemos los argentinos. —Sus palabras lograron una sonrisa en el recién llegado—. Vení a la cocina, te voy a dar algo de comer, después vamos a descansar. Mañana será otro día.
Mientras engullía, Wenceslao le dio la noticia de la extraña muerte de Fresia. Milagros no la conocía pero aun así sintió pena por su prima Naiquen y también por su abuela Aime.
—Traigo una carta para la señora Naiquen —anunció una vez finalizada su comida.
—Ella no está acá tampoco —explicó Milagros—, está trabajando en la campiña, pero si querés podés dejármela y yo se la envío.
El muchacho buscó entre sus pertenencias y le extendió la misiva que la tía prometió despachar con prontitud.
Esa noche Wenceslao durmió en la cama de Libertad y aunque ella no estaba ahí percibía su esencia, su olor y su magia. Ni bien se refugió entre sus sábanas sintió que su amada había soñado con él, que sobre esa misma almohada habían anidado sus lágrimas. Que toda su piel lo había llamado a gritos, que sus manos habían acariciado el aire evocándolo y que su boca había regado besos y palabras de amor en su nombre. Pese a que no la había encontrado la pudo sentir cerca, tan cerca que se durmió con una sonrisa en los labios.
Tuvo que pasar un día más antes de que Wencesalo pudiera partir en viaje tras su novia. Hubo que ultimar detalles, contactar algunos amigos de los integrantes de la banda para seguir su rastro dado que hacía varios días que no telefoneaban. El último dato que tenían era que estaban en Avignon.
Wenceslao tomó nota de los dos o tres sitios a los que podrían viajar y hacia allí partió, con el alma plena de ilusiones y el corazón en la mano.