“El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto.”
CHARLES CHAPLIN
Campiña francesa
Como tantas otras madrugadas Lucien Mathieu llegó a la casa que halló en silencio y sombría y se dirigió a su cuarto. Pese a la borrachera pudo hacerlo sin encender las luces, conocía el camino de memoria. Se quitó la ropa que dejó desparramada en el suelo y se metió en la cama.
De repente sintió que no estaba solo y creyó estar soñando. Sentía la presencia de un cuerpo tibio al otro lado del lecho y a tientas deslizó su mano. El alcohol no le impidió percibir la suavidad de una piel femenina y el contorno de una cadera. Su humanidad reaccionó enseguida y giró hacia ella. Volvió a tocarla acariciando el costado, percibiendo unos senos llenos y tibios. Se aproximó y apoyó su pene erecto en las nalgas femeninas. Si era un sueño era demasiado real. La mujer gimió y él se incorporó a medias para besarle el cuello mientras su mano apretaba el pezón erecto. Del cuello a la boca hubo apenas un suspiro y se encontró encima de ese cuerpo turgente y cálido hasta que un grito de terror barrió con su pasión y los restos de alcohol.
Estiró la mano para encender la luz mientras sentía que la persona que estaba en su lecho se removía y se bajaba de la cama vociferando en un idioma que no conocía. Lucien pasó las manos por sus ojos y despejó los cabellos de su frente, nunca una borrachera le había causado alucinaciones.
Frente a sí tenía a una mujer que oscilaba entre el temor y la furia que lo traspasaba con sus ojos negros y se cubría las piernas desnudas con un trozo de sábana. Ostentaba las mejillas rojas y el largo pelo negro alborotado. No era bella pero en conjunto y en ese estado lucía atractiva. Dentro de lo extraño de la situación, Lucien no pudo dominar la erección que se manifestó en su ropa interior y que la mujer captó porque su tono de voz varió y el hombre intuyó que lo estaba insultando.
Con tanto griterío Lulú se asustó e ingresó al cuarto luego de llamar varias veces sin resultado. La escena la obligó a llevarse las manos a la boca y a lanzar una exclamación.
El dueño de casa giró hacia ella hecho una fiera y la interrogó. Ya tenía en claro que no se trataba ni de un sueño ni de una alucinación y que la mujer era bien real.
—Qu’est-ce qu’elle fait dans ma chambre? —bramó con voz aguardentosa.
—Je suis désolée, monsieur… —pero Lucien la interrumpió clavando sus ojos furiosos en la aturdida Naiquen.
—Qui êtes-vous? —gritó, pero ella no comprendía.
Lulú lo tomó del brazo para calmarlo, notaba que su patrón estaba alcoholizado y que la recién llegada tenía miedo.
—Cálmese, señor, la dama no habla francés.
—¡Ya me doy cuenta de eso! —Posó en la doméstica sus ojos enrojecidos—. ¡Explíqueme usted quién es esta mujer y por qué estaba en mi cama!
Lulú estaba en ropa de dormir, no tenía consigo la carta de Gustave, pero resumió sus términos en pocas palabras. A medida que hablaba el rostro de Lucien se iba serenando mientras que Naiquen permanecía refugiada detrás de la sábana y escudriñaba sus gestos sin entender palabra.
Situación aclarada, el hombre la miró. Ya no había restos de violencia en sus ojos, solo lo acompañaba un cansancio atroz. Lulú le había explicado que seguramente la mujer se había equivocado de cuarto y que por eso estaba durmiendo allí.
—Restez-là —dijo señalando la cama.
Sin más palabras tomó su ropa del suelo y salió sin mirarla. Naiquen se desplomó sobre la cama y Lulú fue en su auxilio. Con dulces palabras que no supo entender, pero que interpretó, se dejó arropar por la empleada e intentó dormir.
Su comienzo en el nuevo hogar no había sido bienaventurado.
Cuando Wenceslao llegó a Avignon ni siquiera pudo apreciar la belleza que lo rodeaba. Bajó del transporte y fue hacia el bar que le habían referenciado. No tuvo que andar mucho, el centro de la vida nocturna estaba conformado por apenas un par de calles. En la vidriera del lugar vio el afiche y sus ojos quedaron prendados de la foto donde Libertad posaba en brazos de otro hombre. Una puntada de dolor atravesó el rincón donde se refugian los celos y la desechó de inmediato: ella estaba trabajando en ese país que le era extraño. Era una pose para vender, una publicidad de su arte, pero por mucho que se mentalizara y comprendiera desde la razón, desde la emoción le era imposible no sentir enojo.
Estaba preciosa, con su cabello negro enroscado y volcado hacia un costado, dejando ver su cuello largo y grácil, el mismo sobre el cual tantas veces había depositado sus besos. El vestido negro entallado y corto dejaba ver sus piernas de gacela y tuvo que poner a raya el golpe de recelo. El hombre que la sostenía por la cintura era elegante y lo odió aun sin conocerlo.
Despegó sus ojos del cristal e ingresó al lugar, que a esa hora de la tarde estaba vacío. Detrás del mostrador un mozo limpiaba las copas y los vasos mientras que de fondo sonaban los acordes de una música melódica.
Se aproximó y le preguntó por los bailarines, recibiendo la tan temida noticia: ya habían actuado allí durante tres noches consecutivas y habían abandonado la ciudad.
Wenceslao apretó los puños y elevó los ojos al techo. Pidió un trago que lo ayudara a digerir la información. Estaba cansado y le dolía la cabeza, su cuerpo aún no se reponía, tal vez nunca volviera a sentirse pleno físicamente. Había cruzado medio mundo para hallar a su amada y cada vez que la tenía cerca se le escabullía como agua entre los dedos.
Se consoló pensando que Libertad no sabía que él estaba vivo y menos aún que estaba tras sus pasos. Dicho pensamiento lo llevó hacia el camino de las dudas: si ella lo creía muerto quizás… La horrenda verdad se desplegó frente a su nariz como un volcán a punto de estallar. Tal vez Libertad estaba en pareja con su compañero de baile, o con algún músico, o con cualquiera. Nadie espera a los muertos.
Se bebió la copa de un solo trago y pidió otra. El cantinero, al notar que estaba bebiendo demasiado y que su cuerpo parecía debilitado, le dio algo de comer.
—La casa invita.
Wenceslao agradeció y luego del bocado se sintió más fuerte. Preguntó dónde podía alojarse para pasar esa noche y si conocía el destino de los bailarines.
—Lyon —informó el hombre para pesar de Wen—. C’est pas loin.
—Merci.
Al notar su desazón el cantinero le informó que al día siguiente uno de sus compañeros viajaba a Lyon para ver a su familia.
—Tal vez pueda llevarlo.
—Gracias, amigo, gracias —Wenceslao estrechó su mano con fervor.
Antes de salir del bar pidió permiso para llevarse el afiche que estaba pegado en la vidriera. En el cuarto del hotel recortó la imagen de Libertad, arrancándola de los brazos de Jean-Louis. Durmió con la foto apretada en su pecho y soñó que hacían el amor.
Se levantó temprano y fue hacia el bar donde habían prometido llevarlo hasta Lyon pero el viajero ya había partido y no había rastros del mozo de la noche anterior.
Wenceslao maldijo su mala estrella y volvió sobre sus pasos. En la Gare d’Avignon-Centre le informaron que el próximo tren a Lyon salía dentro de tres horas. Compró el billete y se sentó a esperar.
Su amor por Libertad era genuino e inmenso, pero la duda se iba abriendo camino entre los contratiempos que lo alejaban de ella. ¿Y si eran señales? ¿Señales de que ella había elegido otro destino? Temía haber sido relegado al olvido. Tomó la foto donde ella lucía su máximo esplendor y buceó en sus ojos, fijos en la fotografía. Carecían de vida, como si su presente estuviera congelado, tenía una mirada bella pero inexpresiva. Descubrirla así le dio esperanzas: tal vez ella también estuviera muerta en vida.
Apretó la imagen contra su pecho sin importarle que la gente al pasar lo mirara como si estuviera loco. Luego la besó y volvió a guardarla en el bolsillo de su chaqueta. Aún faltaban dos horas para que el tren a Lyon partiera.
Viajó en el tiempo y recordó cuando eran felices, cuando pasaban horas en la cama amándose como adolescentes, inconscientes del real peligro que significaba militar. Wenceslao jamás había creído que aquella desgracia se abatiera sobre el país, si alguien lo hubiera prevenido tal vez sus decisiones hubieran sido otras. Pero nadie tenía el diario del día siguiente.
Se preguntó si sus convicciones eran tan firmes como para echarse atrás de haber adivinado el futuro, y se respondió que no, que por sobre todas las cosas privilegiaba la vida. Extrañaba el refugio familiar, su casa paterna, sus hermanos, el almuerzo de los domingos y el cariño de su madre. Hacía tiempo que lo cotidiano había pasado a ser un recuerdo, su presente estaba formado por fotos viejas y añoranzas. Nada tenía. Corría detrás de los pasos de Libertad con la ilusión de alcanzarla sin saber si aún lo recibiría en su corazón. Él estaba muerto para ella y esa daga clavada en su alma, esa incertidumbre lacerante, lo hería mortalmente una vez más.
Un grito lastimero lo arrancó de sus pensamientos. Provenía de la izquierda y hacia allí dirigió sus ojos tristes. Un niño lloraba a lágrima viva mientras se tomaba con fuerza una de sus piernas. Estaba sentado en el piso y no había ningún adulto a su alrededor. Wenceslao se puso de pie y acudió en su auxilio.
—Qu’est-ce que tu as? —preguntó.
El pequeño quitó la mano que cubría la herida y Wenceslao divisó una mordedura profunda de la cual salía una gran cantidad de sangre.
—Où est-que qu’elle es ta maman?
Pero el niño no respondió y continuó gimiendo por su lastimadura. La gente a su alrededor seguía apurada mirando el reloj y los andenes. Nadie se conmovía por ese jovencito que había sido víctima de un perro furioso.
Wenceslao lo ayudó a ponerse de pie pero el dolor y la impresión hicieron que el pequeño se desvaneciera en sus brazos. Aún faltaba una hora para la salida de su tren, trató de apurarse para llevar al herido a que lo atendieran.
Un guardia de la estación lo interceptó y le brindó ayuda. Había un médico cerca, sería más rápido que ir al hospital. Creyendo que Wenceslao era el padre de la criatura lo condujo hacia el consultorio del doctor; estaba atendiendo, debían esperar.
Wenceslao veía que los minutos pasaban y que perdería su viaje. Intentó convencer al guardia para que se quedara con el niño pero este le dijo que debía volver a su puesto. El alma noble y solidaria que dirigía su vida impidió que partiera tras su sueño y se quedó allí, sentado en la sala de espera con un desconocido inerte entre sus brazos.
La secretaria del doctor le trajo alcohol y el niño abrió los ojos. Lucía dolorido y asustado, la palidez ocupaba todo su rostro.
—Comment tu t’appelles? —inquirió la mujer.
—Pierre —musitó con voz de pájaro herido.
—Bien, Pierre —repitió la dama con dulzura—, ¿quieres un dulce? —El niño aceptó—. ¿Dónde está tu mamá?
—Estaba con mis hermanitos… fue a comprar unos billetes.
La secretaria posó sus ojos en Wenceslao y dijo:
—Debe haber una mamá en los andenes buscando a su hijo.
—Seguramente. —El hombre miró su reloj por enésima vez: su tren partiría en diez minutos. Bajó los ojos en señal de desconsuelo y reprimió una queja.
—¿Por qué no va a buscarla mientras yo me encargo de Pierre?
Wenceslao se incorporó y una luz de esperanza brilló en sus ojos de cielo. Si se daba prisa podría tomar el tren y tendría la posibilidad de hallar a Libertad. Asintió en silencio, acarició la cabeza del pequeño y partió.
Corrió las calles que lo separaban de la estación con la ilusión de llegar a tiempo. Ingresó a la terminal sudado y con el último aliento, su cuerpo débil no le permitía excesos de energía. Divisó al guardia que lo había conducido hasta lo del médico, venía en compañía de una mujer que cargaba un bebé en brazos y dos pequeñitos más que se tomaban de su falda. La madre tenía el rostro desencajado y con visibles signos de llanto reciente.
El guardia le hizo un gesto para frenarlo en su fugaz carrera. Wenceslao dudó, si se detenía perdería el tren. La visión de esa mujer y esos pequeños fue más fuerte, una madre siempre sufría más que un enamorado.
—¿Cómo está mi hijo? ¡Dígame que está bien! —rogó la mamá cuando lo tuvo en frente.
—Está bien, señora —tomó de la mano a uno de los hijos más chicos y la guió hacia la casa del doctor.
Mientras Wenceslao, pura bondad, se ocupaba de que el chiquillo herido y su familia regresaran a su hogar, Libertad se preparaba para su actuación en un bar de Lyon.
La joven se peinaba el cabello en alto despejando su cuello y pensaba en Wenceslao. Una lágrima rebelde se desprendió de sus ojos arrastrando con ella un poco de alargador de pestañas. Se miró en el espejo y se reconoció triste. Bella pero triste, extraña mezcla. Retocó el maquillaje, se dijo que tenía que dejar el pasado atrás. No podía seguir llorando un imposible por mucho que su corazón se resistiera a enterrar a Wenceslao. Él estaba muerto y los muertos no regresaban.
Frente a sí se desplegaba una nueva posibilidad de ser feliz en brazos de Jean-Louis. Aunque jamás sintiera por él el amor que sentía por su novio, con el tiempo llegaría a quererlo. Su compañero de baile era un hombre inteligente, divertido, lleno de paciencia y ganas para con ella. Tenía que agradecer que la vida le siguiera dando posibilidades. No era feliz, no amaba ni el baile ni el tango, pero con el tiempo… Sin darse cuenta dejaba todo su futuro en manos del tiempo, como si él pudiera devolverle una mínima parte de lo que había perdido.