“Cuando vayan mal las cosas como a veces suelen ir, cuando ofrezca tu camino solo cuestas que subir, cuando tengas mucho haber pero mucho que pagar, y precises sonreír aun teniendo que llorar, cuando ya el dolor te agobie y no puedas ya sufrir, descansar acaso debes pero nunca desistir.”
RUDYARD KIPLING
Luego de todo un día paseando niños con problemas y ayudando en la cuadra, Naiquen llegó a la cama agotada. Durante la cena apenas prestó atención a lo que Pablo le contaba y casi ni reparó en Mauro, más sombrío que nunca.
El llanto la acometió y no la dejó dormir. Se reprochaba todo lo hecho en su vida, sentía que era mala madre. Su hijo mayor sufría de manera espantosa sus limitaciones y ella ni siquiera le hablaba. Aunque cada palabra que decía parecía caer en el vacío de su manga, donde iba acumulando mudas frustraciones.
Mauro no se comunicaba con el resto del mundo, había aprendido a vestirse y realizar las mínimas necesidades con un solo brazo aunque a veces aceptaba la ayuda de su hermano.
El sentimiento de culpa por no haber aguantado a su esposo tal era su deber, se volvía recurrente en Naiquen. En vez de ello estaba al otro lado del mundo, huyendo de un país que rechazaba con sangre a los propios y de la familia que la había recibido con bondad y amor.
Tenía que ayudar a Mauro y no sabía cómo. No comprendía si su lesión en el brazo también le había ocasionado alguna incapacidad psicológica o del habla. Su hijo era como una pared imposible de trepar. Y para peor ella los había conducido a un país extraño donde apenas comprendían el idioma.
Por lo poco que había entendido en ese primer día de trabajo con los caballos, el señor Mathieu ayudaba a esos niños con dificultades por medio de los animales. Se sentía bruta e inculta porque jamás había escuchado algo así y su entendimiento no alcanzaba esos límites.
Lulú tampoco había podido explicarle bien y la mujer se sentía una tonta. Tal vez era algún método moderno utilizado en Europa, quizás había esperanzas para Mauro. Pero… ¿cómo preguntar? ¿Cómo pedir sin siquiera saber de qué se trataba?
Se durmió con la nariz taponada y los ojos hinchados de tanto llorar. A la mañana siguiente Lulú la interceptó en la cocina mientras preparaba el desayuno.
—Pero… ¿qué pasa Naiquen? ¿Por qué esa angustia? —De a poco se iban comprendiendo con ayuda de los gestos y los ojos.
—Nada…
—¿Cómo nada? Mira qué cara traes. ¿El señor Mathieu…? —se interrumpió al pensar que él podría haberse metido a su cuarto. Lo había escuchado llegar de madrugada y era seguro que venía con alcohol.
—No, no —Naiquen negó con las manos—. Es mi hijo.
—Ton fils? —Con gestos le indicó si se refería al que le faltaba un brazo y a la madre se le encogió el alma. Todos reconocían a Mauro por ser el niño manco.
Asintió en silencio mientras las lágrimas rodaban nuevamente por sus mejillas. La otra se aproximó y sintió que esa mujer cargaba sobre su espalda demasiado peso. La abrazó por los hombros y la cobijó como si fuera su hija.
Así las halló Lucien al ingresar a la cocina. Naiquen se sobresaltó y quiso ocultar su tristeza, pero Lulú no le permitió deshacerse del abrazo y enfrentó al patrón con una mirada de advertencia.
El señor Mathieu lucía sobrio aunque su rostro aún tenía signos de una noche de excesos. Sus ojos estaban rojos y su piel más arrugada de lo habitual.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó sin el menor signo de compasión.
Lulú le explicó ante el gesto de incomprensión de Naiquen, que no sabía qué estaba diciendo esa mujer. A medida que el hombre escuchaba sus rasgos se suavizaron, se llevó una mano a la barbilla y pareció meditar. La doméstica debió sugerir algo porque él vaciló y al cabo de un momento respondió. Lo que dijo alegró a Lulú porque lo tomó de las manos y le agradeció.
Lucien salió de la cocina sin siquiera posar sus ojos en Naiquen y esta sintió una mezcla de sentimientos hacia su empleador. Por momentos creía descubrir en él signos de bondad y en otros lo detestaba por soberbio y egoísta.
—Alégrate —consoló Lulú—, el señor Mathieu accedió a que tu hijo tome las sesiones de hipoterapia. —Al ver el desconcierto en los ojos negros añadió—: Es lo que hacen aquí con los caballos… ayudan a los enfermos. —A todo le agregaba gestos y formas con manos, brazos y rostro, y Naiquen no pudo menos que reír ante el esfuerzo que hacía la doméstica para hacerse entender.
La hipoterapia englobaba todo el trabajo que se realizaba con el caballo, desde el cepillado, baño, comida, monta y paseo, siempre teniendo en cuenta los aspectos médicos, psicológicos, sociales y dando especial importancia a las condiciones físicas del paciente.
—El señor Mathieu tiene todo un equipo para ayudar a los niños.
Naiquen creyó comprender parte de lo que le relataba.
—Pero… ¿lo que hacen aquí es medicina?
Si Lulú comprendió no lo supo, porque la mujer siguió hablando mientras limpiaba verduras para la jornada.
—Por lo que me explicó Janelle, la fisioterapeuta, se aprovechan los movimientos del caballo para estimular los músculos y las articulaciones. Además, el calor y el pelo generan una reacción sensitiva en el jinete. —Naiquen la miraba y captaba algunos significados—. Janelle dice que los caballos transmiten impulsos rítmicos y que estos generan respuestas en los niños.
—¿Va a hacer eso con Mauro? —Mezcla de esperanza y temor adornaba su voz.
—Dijo que sí, se va a ocupar él mismo, al mediodía, entre los turnos.
—¡Oh!
—Tú tranquila, le va a hacer bien a tu niño, ya verás.
Luego de desayunar, Naiquen no supo cuál era su trabajo, si debía ayudar a Lulú o si tenía que ir fuera con los caballos.
La entrada ruidosa del dueño de casa buscándola le disipó las dudas. Cepillo en mano esta vez nadie la ayudó con la tarea que de a poco se convertía de su agrado. El calor de los animales, su serenidad y potencia la hacían olvidar por momentos de todas sus preocupaciones.
Al rato llegaron los autos que traían a los pacientes del turno mañana. Los hermanos Jacques y Gérard ya estaban trabajando desde temprano y a ellos se había sumado una hermosa mujer rubia con cara de ángel. No supo por qué pero le molestó su presencia, como si ella quisiera ser la única en medio de los hombres. De inmediato se arrepintió de sus pensamientos, ella no era vanidosa, tampoco tenía con qué.
La joven la divisó y fue a su encuentro.
—Soy Janelle, la fisioterapeuta —dijo en un español gangoso, arrastrando las letras.
Naiquen se sorprendió con agrado, al fin alguien que hablaba su idioma y que podría servir de interlocutor.
—Soy Naiquen. —Se estrecharon las manos.
—Me dijo Luc que tienes un niño con problemas. —No estaba preparada para tanta frontalidad.
—Así es…
—¿Qué clase de problemas? Tal vez pueda ayudarlo —ofreció la muchacha con gesto sincero.
—Él… perdió un brazo —iba a decir “en un tiroteo” pero prefirió omitir el detalle—, hace poco y desde ese hecho no habla.
—Ah… ¿y cómo se desenvuelve en sus tareas cotidianas?
—Bastante bien, es orgulloso y no quiere ayuda de nadie. —Al recordar que a veces su hijo aparecía con la ropa torcida o mal abrochada su voz tembló.
—Es normal —sonrió Janelle—, no desea sentirse diferente al resto. Pero el hecho de que no hable supongo se debe a un problema emocional, más propio del licenciado.
—¿Licenciado?
—El psicólogo, viene los viernes.
—¿Podrías explicarme cómo es que un caballo sirve para sanar a los chicos con dificultades?
—No sé si sanar sea la palabra —respondió la francesa—, pero sí ayuda mucho a mejorar la calidad de vida, aumenta la autoestima.
Al ver la expresión de asombro, Janelle continuó:
—El solo hecho de estar sentado sobre el caballo mientras este anda genera movimientos basculares en la pelvis y el jinete debe realizar un ajuste tónico para regular su equilibrio. Estos hermosos animales —continuó señalando hacia los corrales— tienen un andar totalmente distinto al de cualquier otro: de arriba abajo, de izquierda a derecha y de adelante a atrás. Eso provoca que la cintura pélvica y la escapular se disocien. Mejora también la capacidad respiratoria y regula el ritmo cardíaco.
—¡Es increíble! —acotó Naiquen.
—Pero real —aseguró Janelle—. Hace un tiempo vino una nena que no podía estirar ni los brazos ni las piernas a causa de la rigidez muscular —la argentina sentía que el pecho se le comprimía al imaginar a esa pobre criatura—. No podía usar las manos, se movía poco y en bloque, siempre estaba flexionada.
—¡Oh, qué triste debe haber sido para su madre! ¿Por qué estaba así esa niña?
—Parálisis cerebral y una cirugía negativa. Al principio Renée tenía mucho miedo, ni siquiera quería estar cerca de los caballos, pero Luc logró vencer su resistencia y poco a poco la fue animando. Pasó horas con Renée en brazos dando vueltas en círculo alrededor del ejemplar elegido, ella se debatía y gritaba presa del pánico —una sonrisa de admiración se dibujó en la boca de la fisioterapeuta—, pero él no cejó en sus intentos. Al cabo de unos meses Renée montaba, siempre con Luc, todavía no estaba preparada para hacerlo sola, pero lentamente sus manos empezaron a abrirse y sus piernas a estirarse —los ojos de Naiquen estaban brillantes, debió apretar las mandíbulas para no llorar—. Trabajó mucho con ella, y finalmente nuestra querida muchachita pudo abandonar su silla de ruedas y dar sus primeros pasos con muletas. Ese caso fue para todos nosotros una inyección de esperanza, Naiquen, ¡hubieras visto cómo llegó Renée y cómo avanzó durante el tratamiento!
La morena no podía articular palabra.
—Nos visita de vez en cuando, adora a Luc, tal vez algún día la conozcas.
Lucien las interrumpió con su presencia sombría en esa mañana soleada, pero Janelle supo penetrar en su armadura con una sonrisa que Naiquen odió. ¿Por qué sentía celos de esa mujer que estaba interesada en su niño? “Debo estar enloqueciendo, Dios ayudame a encontrar mi eje.”
Janelle y Mathieu intercambiaron unas palabras, después el hombre se fue para montar con un niño que no podía mantenerse en pie.
—¿Dónde está…?
—Mauro, se llama Mauro.
—¿Por qué no lo buscas y le pedimos que nos ayude con los caballos? Podría comenzar por cepillarlos.
—Eso ya lo hice yo —dijo Naiquen.
—Él no lo sabe. —Su sonrisa angelical le dio a entender lo que quería lograr—. Ve, búscalo.
Al rato sus hijos estaban a su lado. Pablo lucía entusiasmado por los caballos, desde la llegada a esa casa los habían relegado a la cocina y los dormitorios, y la madre les había impuesto estudiar el idioma por sobre todas las cosas.
Al verlos Janelle se acercó y los saludó como si los conociera de siempre. Hizo caso omiso a la manga vacía de Mauro y la madre notó que esa mujercita conocía muy bien su trabajo y cómo tratar a las personas con discapacidades.
Les habló en español, generando empatía en ellos. Les explicó que ese día concurrirían muchos niños enfermos y que para ello era necesario que los caballos estuvieran en condiciones.
—Por eso hay que cepillarlos con esmero, porque a ellos también les hace bien —añadió mientras los llevaba consigo hasta donde habían quedado dos animales amarrados a la espera de sus jinetes especiales.
Naiquen volvió a sus faenas hasta que llegó Cristal para su paseo. Esta vez fue Gérard quien las ayudó a montar y se alejaron al paso.
La mañana transcurrió a su ritmo habitual y el mediodía los reunió en el descanso para almorzar. Pablo lucía contento y relató que había aprendido a “armar” un caballo. Naiquen le explicó que en todo caso se decía ensillar. Mauro seguía ensimismado y ajeno. Ningún signo en él evidenciaba cambio alguno. Janelle notó la desazón de la madre y apartándola le dijo que era muy pronto.
—Tal vez pasen meses hasta que el niño se recupere. No te angusties, espera a que lo vea el psicólogo.
Lucien almorzó solo en el comedor y el resto lo hizo en la cocina. Faltaba aún para el segundo turno, de costumbre Mathieu se encerraba en su escritorio a revisar documentos o se alejaba a caballo por los campos. Pero ese día irrumpió en los dominios femeninos cuando las mujeres limpiaban los platos.
—Où est-ce qu’ils sont, les enfants?
Lulú advirtió la preocupación en los ojos de la madre y la tranquilizó con una mirada.
—En el cuarto —anunció—, iré a buscarlos.
Al quedar solos Naiquen sintió que la cocina empequeñecía ante su presencia. Lucien era un hombre extraño, no podía descifrar si habitaba en él la maldad o escondía una bondad enorme detrás de su seriedad. Sintió que debía agradecerle haberla recibido y ocuparse de su hijo, pero no hallaba la manera de expresarse y que él entendiera.
—Monsieur Mathieu… —Su pronunciación espantosa arrancó una sonrisa involuntaria en el hombre, fue solo un instante y su boca se convirtió de nuevo en una línea recta—. Je vous remercie… —hizo un gesto de impotencia y no pudo continuar.
Él elevó una mano dándole a entender que no era necesario. Se miraron por primera vez al fondo de los ojos y ambos leyeron la injusticia que los había marcado. Sin quererlo ninguno, un lazo de entendimiento los anudó, aun cuando no hablaban el mismo idioma y apenas podían comprenderse. Había algo que los conectaba más allá de las palabras.
Lucien vio a una mujer sufrida tomando de nuevo las riendas de su vida, con un pasado amarrado por las culpas y un porvenir incierto.
Naiquen vio a un hombre atormentado por la traición y el abandono, marcado por algo que aún no podía descifrar y la desconfianza como faro.
El ingreso de los niños seguidos por Lulú interrumpió el mudo estudio del que ambos eran objeto.
Lucien habló y los pequeños lo siguieron. Naiquen hizo un intento para ir con ellos, pero Lulú la detuvo:
—Déjalos… es mejor que el señor se ocupe. Piensa que tal vez a tus hijos les falte la figura paterna.
Naiquen entendió a medias, se quedó en la cocina y terminaron de limpiar. Después se asomó a la galería y divisó a lo lejos las tres figuras que estaban con un caballo en uno de los corrales. Un nudo en la garganta le dificultó la respiración y dio rienda suelta al llanto que tenía acumulado.
Se sentó en el banco y pensó en su familia, en su madre, tan lejos y tan ajena a lo que estaba ocurriendo. ¿Sabría lo que le había pasado a su nieto? ¿Tendría conocimiento de dónde estaban? La imaginó sola en su casita del sur y el corazón gimió. Recordó a su prima Lihuén y la mente la llevó de inmediato a su hijo, Nehuén. Evocó a su sobrino segundo con cariño y pensó que había sido todo una locura. La Argentina toda estaba desquiciada, aún no admitía que habían tenido que salir huyendo cual delincuentes, que el novio de Libertad había sido asesinado y ellas formaban parte de una lista negra.
Pensando en todo ello no se dio cuenta de que Lucien la miraba recostado sobre una de las columnas. Se puso de pie de inmediato, como si estuviera en falta, pero él la detuvo con un gesto de la mano.
—A tus hijos les gustan los caballos —dijo—, tienen permiso para usarlos cuando quieran.
Ella asintió como si entendiera y se dijo que necesariamente tenía que aprender el francés. Ese mismo día comenzaría, se sentía una tonta cada vez que él le hablaba.
El hombre la dejó sola y recibió a los chicos. Pablo le contó todo lo que le había enseñado el dueño de casa, desde colocar el cabezal hasta sujetar la montura.
—Me cuesta un poco por mi altura, mamá, pero puedo usar un banquito, del que usan los otros chicos para subirse.
—Muy bien, qué alegría me das. ¿Y vos, Mauro? —ella continuaba hablándole aunque él no respondiera.
Su hijo mayor se había sentado a su lado y mantenía la vista en el horizonte.
—Mauro también aprendió, mamá, aunque no quiso practicar —dijo Pablo, que en los últimos días se había convertido en su intérprete.
La llegada de los pacientes del turno tarde interrumpió la charla.
—Vamos a recibirlos —dijo la madre—. Tal vez puedan ayudar. —Quería que Mauro viera que había personas con mayores dificultades que las suyas, niños que jamás abandonarían la silla de ruedas o el auxilio de sus padres, personitas marcadas con discapacidades irreversibles que los condenaban para siempre.
El día se les pasó en un suspiro de ayuda a los más necesitados. Luego de la cena los chicos se acostaron, y cuando terminaron de limpiar los trastos y Lulú se retiró a descansar, Naiquen llevó a la cocina los cuadernos y libros que le había dado Milagros para aprender el idioma.
Se preparó un café, extrañaba el mate de su tierra natal, pero allí no había yerba ni bombillas. Lamentó no poder conseguir nada que la acercara a sus costumbres, tendría que adaptarse.
El señor Mathieu había salido luego de cenar, como hacía todas las noches. Nadie sabía a dónde iba ni cómo aguantaba el ritmo del día siguiente, porque volvía cerca de las tres de la mañana, la mayoría de las veces con alcohol en la sangre. Pero a las siete ya estaba en pie, firme y fuerte como un toro.
Naiquen empezó a leer y a escribir palabras y sus significados, fonética y frases usuales. En voz baja las repetía con la intención de grabar su sonido, de acostumbrarse a la dicción pastosa y cerrada del francés. Le gustaba oírlo en boca de otros pero en sus labios sonaba atroz. Pero no cejaría. Era imperioso que aprendiera. Tal vez su reticencia tenía que ver con no arraigarse, con la esperanza de poder volver pronto a su país, de departir con los suyos en su lengua.
El día anterior había escrito en su diario: “Me resisto a este nuevo idioma, a dejar mi lengua materna que es la única auténtica y capaz de expresar lo que siento. Todo me lo despojaron violentamente, lo peor, el brazo de mi hijo. No quiero que también me quiten mi voz. Aunque reconozco que no puedo seguir señalando con el dedo repitiendo “ça”. Me molesta la cara del señor Mathieu cuando escucha mi horrible pronunciación en las pocas palabras que sé, me produce antipatía, yo no elegí estar acá”.
Por momentos el estudio se le hacía insoportable, se le mezclaban las palabras y sus representaciones, necesitaba que alguien la ayudara pero no había nadie que hablara español, excepto Janelle, y no tenía la suficiente confianza con ella para pedírselo.
Se sirvió el tercer café de la noche y continuó escribiendo hasta que el sueño la venció y quedó con la cabeza apoyada sobre las letras. No escuchó cuando Lucien ingresó. El hombre venía de su ronda en el bar y al ver luz en la cocina fue a ver qué pasaba. No estaba ebrio esta vez aunque sí algo encopado.
La imagen de la mujer durmiendo sobre la mesa, con sus cabellos negros alborotados hacia un lado, dejando libre la piel de su cuello, la mano inerte de la cual había resbalado el lápiz y sus labios entreabiertos, le recordaron el día en que la halló en su cama.
Una puntada se evidenció en su ingle y sacudió los restos de alcohol. No quería nada con esa mujer ni con ninguna. Cuando necesitaba sexo sabía dónde buscarlo. No confiaba en las mujeres, después de la traición de Sophie y de su hermano sentía que ellas solo buscaban un bolsillo abultado y una cara atractiva. No era su caso, no tenía ni lo uno ni lo otro, aunque dinero no le faltase a causa de su exclusivo sacrificio.
Se acercó a ver qué leía Naiquen y descubrió clases de francés, frases simples y cotidianas, palabras de uso diario y demás. De alguna manera se enorgulleció de ella. No sabía nada de su historia pero podía presumir su pasado de infortunios.
Con sigilo se agachó y la tomó en brazos apoyándola contra su pecho. Ella murmuró algo en su inconsciencia y se dejó abrazar. Había sido una extensa jornada de trabajo desde temprano, el esfuerzo físico al aire libre y luego las horas de lectura la habían dejado rendida.
Con su carga inerte Lucien se dirigió hacia el cuarto de la mujer cuya puerta estaba abierta. Ingresó y vio que la cama estaba cubierta de cosas: un libro y varias pilas de ropa perfectamente doblaba. Algunas eran de ella y otras de los niños. No había espacio donde acostarla y tampoco tenía la posibilidad, con ella en brazos, de quitar las prendas.
Maldijo en silencio su mala fortuna y caminó hacia su propia habitación. Los otros cuartos no estaban en condiciones y estaba cansado, para él también había sido un día largo. El alcohol bebido lo empujaba al descanso.
Sin importarle las protestas que recibiría al día siguiente depositó a Naiquen sobre su lecho, le quitó los zapatos con sigilo y la cubrió con una manta. Ella suspiró y se acomodó para continuar su sueño. Después se quitó la ropa y se acostó procurando no despertarla.
Se durmió de inmediato, olvidando a la mujer que respiraba cerca de él. Pero la noche y sus deseos fueron más fuertes que la voluntad. Ninguno supo quién se acercó a quién, lo cierto fue que entre fantasías y realidades, ella soñando con ese amor anhelado que nunca tuvo, y él evidenciando sus necesidades carnales, terminaron besándose.
Naiquen abrió los ojos y advirtió que nada era sueño sino que había un hombre de carne y hueso buceando con su lengua en su boca. Se sorprendió de estar abrazándolo ella también y de haber enlazado sus piernas a las masculinas. Sintió el calor que los quemaba y la pasión que urgía sus cuerpos a entregarse. Quiso poner fin a esa locura pero su deseo se impuso. No podía entender por qué sus brazos se cerraban en torno al cuello de Lucien ni por qué su boca buscaba sus labios con la misma ansiedad que la masculina.
En un respiro alcanzó a decir:
—¡No! ¡Basta! —Pero faltaba firmeza a su pedido, todo el cuerpo le pedía otra cosa.
Lucien bajó con su boca hasta su cuello y chupó su piel en el nacimiento de sus senos mientras sus dedos acariciaban sus pezones.
—¡No, no! —repitió intentando quitárselo de encima.
Él advirtió su negativa y se detuvo. En la penumbra del cuarto sus ojos se hallaron. Había miedo en los de ella, pasión en los de él.
—¿Qué hago acá? ¿Por qué? ¿Por qué? —preguntó Naiquen.
Él le explicó de manera simple lo ocurrido, logrando que ella entendiera.
—Lo siento —dijo el hombre.
Ella llevó las manos al rostro, sentía vergüenza. No podía explicarle nada, no podía manifestarse, pero le hubiera gustado hacerle entender que no era una cualquiera aunque su conducta no fuera la adecuada para una mujer. Se reprochó a sí misma el porqué de sus reacciones, nunca había experimentado en la piel ese deseo que él le generaba. Nunca le había ocurrido algo similar, ni siquiera con su marido. Con él solo había cumplido sus deberes de esposa pero jamás había tiritado de excitación.
Él la observaba y no lograba descifrar qué le ocurría a esa desconocida que había llegado a su vida. Quería desentrañar si era una buena actriz que pretendía embaucarlo para no tener necesidad de salir cada tres meses del país y acceder al servicio de salud, o si verdaderamente era una dama que sufría el exilio y el desamparo.
La vio dejar la cama y acomodarse la decencia antes de salir del cuarto sin mirarlo.