“Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.”
INGMAR BERGMAN
Argentina, diciembre 1978
Aime planificaba la cena de la próxima Navidad, Navidad que estaba desprovista de la magia y el entusiasmo de años anteriores. La familia estaba desmembrada, reducida a tres gatos locos que sobrevivían como podían al exilio del resto.
Vicente, cada vez más achacoso y lejano, no sabía bien en qué día vivía y Aime se preparaba para su viaje final. Sabía que tendría que enterrar a su segundo marido, al parecer ese era su destino: sobrevivir a todos los que amaba. Su vida estaba marcada por las pérdidas de aquellos a quienes había querido: Stein, su madre, Fermina, su hermana Fresia… Al menos sus hijas estaban vivas.
Pensó en Milagros, tan lejos, y deseó traerla con el pensamiento para que su padre se despidiera de ella. Recordó a su sobrina Naiquen y rogó que se sintiera fuerte para sostener a su hijo discapacitado de por vida.
Repasó su pasado y llegó a la conclusión de que era como una novela, un drama sin final feliz. No se quejaba, pese a todo su balance era positivo, sin embargo sentía que en la curva final el camino se había vuelto escarpado e incierto. No podía ver qué la esperaba al límite del sendero pero presentía que aún habría infortunios.
Se sabía fuerte, había superado todas las pruebas, ahora solo le quedaba esperar.
Lihuén llegó con el encargo de las compras y se sentaron juntas a tomar mate a la luz de la ventana por donde el sol del mediodía dejaba filtrar su calor.
—¡Qué lindos están los cactus, mamá! —En los últimos tiempos Aime se había obsesionado por las plantas y dedicaba gran cantidad de horas a los canteros y macetas.
—A veces los hombres se dejan llevar por la belleza externa o lo mundano —comenzó Aime— y optan por lo más bello, lo que más brilla o lo que más vale.
Lihuén la miró y temió que su madre estuviera desvariando como solía suceder con Vicente. El gesto de incertidumbre generó una sonrisa de la mayor.
—No te asustes hija, estoy bien —le acarició la mano—. Solo quiero explicarte que a veces elegimos mal. Las flores, por ejemplo, nos deslumbran con sus colores y su perfume, pero a los pocos días se marchitan y mueren. En cambio el cactus, sin importar el tiempo o el clima, seguirá igual, verde y con sus espinas, pero un día dará la flor más hermosa que jamás hayas visto.
—Ay, mamá, ¡te estás poniendo vieja! —bromeó Lihuén, tratando de menguar un poco la melancolía que veía en los ojos de su madre.
Esa noche Lihuén dijo a su marido:
—Mamá está preocupada por tu papá, está cada día más ausente.
—Lo sé —respondió Santiago mientras yacían en la cama momentos antes de dormir—. Le voy a pedir a Nehuén que lo vea.
—Sí, tal vez le hagan falta algunas vitaminas. ¿Cómo te fue hoy en el trabajo?
—Hay mucha preocupación, temen una guerra.
—¿Una guerra? ¿Por las islas? —Lihuén se incorporó a medias, buscando en su rostro alguna señal de broma.
La Argentina había atacado el laudo arbitral de 1977, que había otorgado aguas navegables en el canal de Beagle a Chile y la Argentina y la mayor parte de las islas y derechos oceánicos a Chile, declarándolo nulo.
—Se filtró información de que las Fuerzas Armadas tienen un plan secreto para cortar Chile en varias partes por medio de una invasión —contó a su mujer.
—Pero… eso es una locura —concordó Lihuén—. ¿Vos creés que lo hagan realmente?
—No lo sé, mi amor, estamos gobernados por un grupo de dementes.
Las Fuerzas Armadas estaban realizando maniobras militares y simulacros de batallas a lo largo de la frontera. Y Gendarmería Nacional había cerrado varias veces el paso a Chile, impidiendo el libre tráfico de productos con Brasil.
El país entero olía a guerra.
Al día siguiente Santiago fue al hospital donde trabajaba su hijo para pedirle que revisara de nuevo a Vicente.
—Hoy mismo iré, papá —prometió el joven, que lucía cansado luego de toda una noche de guardia—. Pero no creo que haya mucho que pueda hacer, lo vi la semana pasada. Solo tiene vejez y todo lo que ello implica.
—Lo sé… —sus ojos verdes estaban opacos—, sé que en algún momento se irá, pero me cuesta asumirlo.
Nehuén lo abrazó y prometió llevarle algunas vitaminas para que tuviera más energía.
—¿Vas a cenar con nosotros en Nochebuena?
—Lo dudo… una compañera me pidió un cambio de guardia.
—Pero… —protestó el padre.
—Sé lo que vas a decirme, pero ella tiene marido e hijos, ¿cómo podría negarme a que festeje con su familia?
Santiago sonrió, la bondad de su hijo no tenía límites. Pensó en que ya era tiempo que trajera una novia pero en eso Nehuén era muy reservado. Jamás se le habría ocurrido pensar que estuviera enamorado de su tía segunda.
La cena de Nochebuena fue silenciosa. A la mesa solo estaban Aime, Vicente, Lihuén y Santiago. Lynette había decidido reunirse con amigos y Nehuén, tal como lo había anticipado, tenía guardia en el hospital. Iría al mediodía para almorzar con sus abuelos y celebrar la Navidad.
Comieron como un día más pero con un menú más esmerado aunque no desprovisto de los cuidados necesarios para la dieta de Vicente. A las doce brindaron por los ausentes e intercambiaron abrazos y regalos.
Esa fue la última Navidad de Vicente, quien abandonó la tierra durante un sueño tranquilo al lado de su mujer.
Al amanecer Aime lo despidió a solas, hablándole como lo hacía todas las mañanas. Acarició sus manos con las que tantas veces él la había premiado, besó su boca, esa boca que la había amado sin reservas, y lloró sobre su pecho todas las lágrimas que aún guardaba en su interior.
Dio gracias al cielo haber tenido durante tantos años a ese compañero de hierro, noble y bueno, que la había rescatado de la tristeza y la falta de ilusiones en los años jóvenes de su reciente viudez. Con él había tenido una vida feliz y una hija. Pese a su reticencia y sus errores, sus hijos se habían enamorado y les habían dado nietos. ¿Qué más podía pedirle a la vida? Aime sentía que ya podía irse ella también, que había cumplido su misión en la tierra.
Al día siguiente Nehuén encontró a su abuelo perfectamente vestido de domingo, como si se preparara para una fiesta. Aime lo había arreglado con estoicismo, sola y sin avisar a nadie. Quería que lo vieran bien, atildado y apuesto, como había sido en sus años mozos.
El nieto dio aviso al resto y entre todos organizaron el velatorio.
No había un día en que Lito Napolitano no pensara en Naiquen Battistelli. Todo el tema del conflicto en el sur lo había distraído de su búsqueda, sumado a que su esposa había enfermado y él tuvo que permanecer más tiempo en la casa, compartiendo su cuidado y el de la niña con una señora que había contratado.
Felicia cada día estaba más linda y el padre le consentía todos los gustos y caprichos que a su edad podía tener, aunque le preocupaba que aún no caminara.
La vida familiar le era agradable pero no podía alcanzar la paz interior, sabía que tenía pendiente su venganza, debía borrar a la familia de Abel Battistelli, el hombre que había arruinado su infancia y asesinado a su padre.
Cuando una idea cobró forma en su mente, otro episodio demoró su partida hacia nuevos rumbos: debía ocuparse de una exdiplomática que había sido alejada de la Embajada en París porque venía causando problemas y ya no servía a los intereses del gobierno.
Pasados unos días y cumplido el encargo, Lito Napolitano pudo retomar sus actividades y dedicó los últimos días del año para buscar a su presa: Naiquen. Si la maldecida estaba en la ciudad seguramente se reuniría con su familia, nadie tenía tanta fortaleza como para pasar la Navidad en soledad.
Después de los festejos Naiquen no dio señales de vida, ni siquiera estuvo presente en el velatorio de su tío. Napolitano empezó a extender su red de búsqueda, puso todo su empeño y contactos a disposición de su objetivo. Mintió diciendo que la mujer era cabecilla de una banda, que su liderazgo abarcaba distintas provincias y sectores, pero no halló nada.
Entonces llegó a la conclusión de que Naiquen Battistelli había huido del país. Seguramente lo había hecho junto a su pariente, que figuraba en una lista y también faltaba del hogar. Esa idea fue tomando forma creciendo como un cáncer y su obsesión por vengar su infancia lo llevó a ofrecerse para ir al exterior en busca de subversivos.
La “Operación Cóndor” había corrido de Brasil a los exiliados que habían buscado refugio en el mismo continente, por eso se propuso para ir a Francia. De paso llevaría a su esposa a París, María merecía un cambio de aire, conocer la famosa torre y transitar los puentes tan bonitos que se veían en las fotos. Sí, su intuición le gritaba en odios que su presa estaba en Francia. Y la baja de Astiz tiempo atrás era una buena excusa.
Poco tiempo duraron los preparativos, en menos de veinte días tenían la documentación en regla y alojamiento en uno de los mejores barrios de la ciudad luz. María no entendía bien qué ocurría y por qué ese repentino destino de su esposo, pero como era habitual, no preguntó y se ocupó de preparar las valijas.
—No lleves demasiadas cosas —ordenó Napolitano con una sonrisa— te voy a comprar ropa en las mejores tiendas de París.
Ella agradeció, como siempre, y lo obedeció sin cuestionar.