Pese a su serenidad aparente Jean-Louis bufaba por dentro. Su decisión de acompañar a Libertad había enfadado a sus compañeros y el grupo se había separado. Sabía que debía su lealtad a sus músicos y amigos, pero lo que sentía por la argentina era más poderoso y los abandonó.
—Ustedes pueden realizar su show musical igual, sin bailarines. —Fue su débil excusa que ni a él convencía.
Lejos de sentirse culpable, a Libertad nada le importaba. Solo quería irse de allí sin perder más tiempo, subirse al primer tren que la llevara de nuevo a Lyon y encontrar a Wenceslao. No sería fácil, no sabría dónde buscar, ni siquiera tenía la certeza de que él estuviera aún allí. ¿Y si se había ido a otra ciudad? ¿Y si había tomado un tren a la costa en su búsqueda? De pronto esa idea tomó forma en su cabeza y dudó. Tal vez debiera quedarse en la estación a esperar los próximos vagones que llegaran.
Mientras Jean-Louis discutía con sus compañeros caminó hacia las ventanillas de horarios y con ojos desesperados miró las cartillas. Ese día solo había un transporte que venía de Lyon a la noche, faltaban algunas horas, pero en ese mismo instante tomó su decisión de aguardarlo.
—Vamos —dijo Jean-Louis, sobresaltándola, su cabeza estaba en otra parte, en los ojos claros y furiosos de Wenceslao.
Lo miró sin ver, sin entender qué pretendía y él repitió:
—Vamos, Libertad, el próximo tren está por salir.
—No. —Lo enfrentó. El hombre descubrió su mirada desquiciada.
—¿Qué dices? Ya saqué los pasajes. —Su paciencia oscilaba.
—Que no iré, me voy a quedar acá a esperar. En unas horas llegará un nuevo tren de Lyon, tal vez él venga a buscarme.
Jean-Louis se tomó la cabeza entre las manos y se masajeó las sienes.
—Escucha, Libertad, es una locura. —Aunque si lo pensaba bien no era tan descabellado. El novio bien podía ir tras ella.
—¡No lo es! ¡Andate si querés! —le gritó, fuera de sí, los ojos y toda su postura en llamas—. ¡Andate!
—¡Cálmate! —pidió él tratando de serenarse. Se aproximó y le acarició los hombros—. Tranquilízate, ma chérie, todo se solucionará.
—Jean-Louis, quiero ser clara con vos, amo a Wenceslao. Lo amaré siempre, aun tras su muerte mi corazón no conocerá otro dueño. No quiero involucrarte en esto, dejame sola que yo sabré qué hacer.
—No, ma chérie, prometí acompañarte y ayudarte, y así lo haré. —Había una ilusión oculta en su mirada.
—¿Por qué hacés esto? —inquirió la chica, un poco más tranquila.
—Porque te quiero.
Ella cerró los ojos, le latían las sienes y sentía el estómago revuelto. Quería estar sola, que el mundo entero se esfumara y que ante su rostro apareciera la figura del hombre que amaba y que había creído muerto.
Cuando volvió a enfocar la visión todo estaba como antes: la gente corría para no perder su tren, madres tironeaban del brazo de algún pequeño, vendedores ambulantes de última hora y el sonido sordo y constante de los motores.
—Andá, Jean-Louis, por favor, andate —pidió.
—No te dejaré sola en este estado. —Había resolución en el hombre.
—Estoy bien —afirmó aunque su semblante no era el de una persona entera. Más bien parecía un fantasma agónico: pálida, con los ojos hinchados y la mirada huidiza.
—No te ves bien, Libertad. —La tomó del brazo para alejarla del andén pero ella se resistió y se desprendió de él con violencia.
—¡Andate! —le gritó captando la atención del entorno—. ¡No sos mi dueño! ¡Andate!
Estaba sobresaltada y Jean-Louis supo que no lograría nada mientras no se serenase. Prefirió dejarla sola un rato mientras él iba en busca de algo para que comiera, y si lograba comprar algún tranquilizante mejor.
Al sentirse libre del dominio masculino, Libertad caminó hacia uno de los bancos y se sentó a esperar el próximo tren proveniente de Lyon. Había viajado tanto desde su llegada a Europa que ya no sabía dónde estaba. La constante sensación de orfandad que había escondido detrás del trajín de los shows la asediaba desde hacía un tiempo y crecía como un tumor maligno, ocupando todo su sentir. No tenía un hogar, no tenía familia, estaba sola, irremediablemente sola pese a que en un punto no lejano estuviera su tía Milagros.
Y de repente, por sobre todo ello, una luz de esperanza se esparcía en su alma y ganaba espacio. Wenceslao estaba vivo, Dios había escuchado sus ruegos y lo había puesto frente a ella. Ni por un segundo dudó de que fuera él, podía reconocer su figura en cualquier multitud y aunque su cabello estaba distinto, sus ojos y su mirada eran inconfundibles. No entendía el porqué de la mentira de su amiga pero ya no importaba. Lo único que agitaba su corazón era reencontrarse con él. Seguramente la estaba buscando, no tenía dudas de ello. ¿Qué haría si no Wen justamente en Lyon? Debía haberla rastreado, alguien de su familia habría roto el círculo de silencio. Agradeció infinitamente y sus recuerdos la llevaron a aquella Argentina lejana y sangrante, con sus cárceles clandestinas y sus torturas subterráneas, con sus vuelos de la muerte y su pasión por el fútbol y la novela que todo lo encubrían.
Pensó en sus abuelos y una puntada de dolor recorrió su pecho. Tenía miedo de no volver a verlos, en especial a Vicente cuya salud era endeble. Su abuela Aime era una mujer fuerte pero incluso así los años no habían pasado en vano. Evocó a sus padres y su amor incondicional, ese amor prohibido en sus comienzos que ellos protegieron a capa y espada, ese amor donde no hubo jamás espacio para el conflicto, donde nunca una grieta hizo oscilar las paredes de su hogar. Y su hermano, siempre tan serio y tan responsable, protector y solitario. Deseó que una buena mujer llegara a su vida y le sacudiera un poco la rutina.
Todos estaban lejos, sus afectos habían quedado al otro lado del mar. No añoraba su trabajo ni sus antiguas costumbres, solo necesitaba sentir otra vez el calor de los suyos. Apoyó la cabeza contra la pared y cerró por un instante los ojos. Le dolían de tanto escrutar rostros y cuerpos aun cuando sabía que hasta pasadas unas horas no arribaría otro tren desde Lyon. Pese a ello no había podido relajarse.
Desde lejos Jean-Louis la observaba, no quería acercarse por temor a que aún estuviera exaltada. Aguardaría un rato más y se presentaría con algo para comer.
Así pasaron varios minutos y trenes. La gente pasaba, indiferente y apurada como siempre ocurre en las estaciones. Las luces empezaron a encenderse y Libertad miró su reloj. Faltaba poco para el próximo arribo. Ansiosa se restregó las manos, el frío había aumentado y se hacía sentir. Se dio cuenta de que estaba desabrigada y buscó en la maleta que dormía a su lado sobre el banco. Calzó unos guantes y un gorro que escondió en parte su bello pelo.
Sintió que alguien se aproximaba y descubrió a Jean-Louis portando una bebida caliente y una porción de torta.
—No conseguí otra cosa —dijo señalando un cafetín un poco más allá de la boletería.
Libertad se sintió en falta con él y agradeció. Tomó la comida y bebió el café que le supo a rancio, pero no dijo nada.
—Hace frío, ma chérie —comenzó el hombre—. ¿Por qué no vamos a descansar?
Ella lo fulminó con su mirada de gato rabioso y masticó la frase:
—Te dije que me voy a quedar acá. —Suspiró, conteniendo su verdadero impulso.
De repente sentía que Jean-Louis la molestaba, quería que se fuera para no volver a verlo nunca más. Su presencia le recordaba su desliz, su traición a Wenceslao. Había estado en la cama con él, había compartido su intimidad y eso la asqueaba. No debía haber sucumbido, pero lo hecho ya no podía borrarse. Había engañado al hombre que amaba, el creerlo muerto no la eximía de su culpa.
—Te pedí que te fueras. —Fijó en él su mirada y el hombre advirtió la seriedad de su pedido. No era una solicitud producto de sus emociones encontradas, era un verdadero pedido para que se fuera de su vida.
—Libertad… —no quería perderla, la notaba lejana y con un dejo de odio—. Déjame ayudarte —insistió sabiendo que tenía la batalla perdida.
—Andate —reiteró con firmeza—, esa es la única manera de ayudarme.
Se midieron con la mirada y él admitió la derrota. Se puso de pie y buscó en sus bolsillos. Le extendió unos billetes, casi todos los que llevaba encima, pero ella negó.
—Tómalos, Libertad, estás falta de dinero. ¿Cómo harás para volver?
—¿Volver? ¿A dónde?
—A donde sea. —Su desquicio lo llevaba al límite de su paciencia—. No puedes andar por la vida sin respaldo, Libertad, no seas niña y acepta mi ayuda.
Ella meditó un instante y lo tomó.
—Gracias, te lo devolveré a su tiempo.
—Olvídalo —murmuró Jean-Louis—, no me importa el dinero.
Libertad se puso de pie, al menos le debía un abrazo. Se dejó apretar entre sus brazos y ya no le parecieron agradables ni su calor ni su perfume. Soportó la despedida y sus besos robados en un último intento de retenerla, fría y distante.
—Adiós, ma chérie.
No respondió y lo vio alejarse. Ella se sentó nuevamente en el banco y cual Penélope destejió las horas de su vida en el andén.
La Nochebuena de Wenceslao fue en una de las cantinas donde se reunían los argentinos a la que lo llevó Manuel. En el festejo se vivía una falsa alegría que se evidenciaba en la cuantiosa comida, lo exagerado de la bebida y el cigarrillo. Todos intentaban disfrazar la enorme tristeza que anidaba en sus pechos, la añoranza por la familia, los amigos y las costumbres, pero nadie daría el brazo a torcer reconociéndolo.
Wenceslao no fue ajeno y se sumó a la algarabía del alcohol y la música a pesar de no estar en su natural expresar demasiado ante extraños. Pero el despecho, fresco todavía en su memoria, lo empujaba a actitudes que no le eran propias.
Pasadas las doce y los brindis, los que habían conseguido pareja se fueron abrazados y los que quedaron impares trataron de emparejarse con lo que la noche había dejado: hombres y mujeres solos en busca del refugio de un cuerpo anónimo y acogedor.
Wenceslao había bebido en exceso y como no estaba habituado, terminó vomitando en un rincón, abandonado a su suerte y a sus dolores. La Navidad lo encontró recostado sobre la mesa de la cantina, sucia y vacía. El dueño, sabiéndolo inofensivo, había cerrado dejándole una nota que le indicaba qué hacer cuando despertara.
El dolor de cabeza era superior al del espíritu y la amargura del estómago se reflejaba en su boca. Se puso de pie, miró a su alrededor y la inmensa orfandad lo devoró. Fue hasta un lavatorio, se lavó y se miró al espejo. No se reconocía detrás de esas ojeras por donde se le salía la negrura del alma, ni debajo de ese cabello renegrido donde las raíces, sus raíces, comenzaban a clarear.
Pensó en volver, allí no estaba lo que había ido a buscar, allí todo era soledad y vacío. La mujer que amaba lo había traicionado y ya nada lo retenía en ese país de monumentos e historias. Añoraba su ciudad y sus proyectos, su trabajo con los pobres, la ayuda en la iglesia, sus amigos, sus hermanos, su antigua vida normal. Pero allí era un muerto, oficialmente muerto. Si regresaba nada volvería a ser como antes, debería camuflarse con otro nombre y otro pasado, no podría recuperar nada de lo que había dejado. Estaba solo, irremediablemente solo, más allá de los compañeros exiliados y los nuevos conocidos de su destino.
Tenía que empezar de nuevo, renacer de sus escombros, armarse un porvenir, fijarse un proyecto, pero el ánimo le era esquivo. No tenía ganas de estudiar, de revalidar su título ni de realizar mayores esfuerzos. Solo necesitaba descansar, hallar su eje para volver a vivir.
Leyó la nota y siguió las instrucciones. El sol del mediodía lo recibió en una calle desierta. Era día de festejo, la familia reunida, brindando por el nacimiento de Jesús, ese Jesús al cual él le rezaba desde que tenía uso de razón, ese Jesús al que imploró arrodillado frente a la cruz para que le devolviera a su amada antes de dejar Buenos Aires, ese Jesús que ahora se le presentaba egoísta e indiferente a sus ruegos.
Sus pasos vacilantes lo guiaron hasta el hotel donde pasaba las horas. La esposa del conserje lo recibió en la puerta y lo invitó a compartir la mesa; accedió dudoso. Era una fecha especial para invadir una comida pero ante la insistencia de la mujer no tuvo excusas.
El ambiente familiar le recordó navidades de la infancia, la ansiedad por los regalos, la algarabía de los fuegos de artificio en la noche. Todo era distante y distinto. Papá Noel no existía y no había paquetes para abrir.
Se excusó luego de los postres y se retiró a su cuarto donde, luego de darse un baño para sacudirse las amarguras, se desplomó sobre la cama. Durmió casi un día entero, faltó al trabajo pero no le importó. Ya pondría alguna excusa si le decían algo. Y si lo echaban tampoco importaba. Pero nada de eso ocurrió. Cuando se presentó a cumplir con sus tareas de traductor lo recibieron con preocupación al ver su estado calamitoso.
—Tenés que aumentar de peso —dijo su jefe en un español atravesado—, o te volteará el primer viento.
—Así lo haré —prometió mientras se sentaba tras su escritorio.
Ese día Wenceslao decidió borrar para siempre su pasado. Nada de lo que traía en su memoria lo atormentaría de ahora en más. Se propuso mirar hacia delante e intentar una nueva vida aun cuando tuviera que despellejarse para arrancar a Libertad de su piel.