Cuatro días estuvo Libertad sentada en la estación de trenes de Niza esperando a Wenceslao. Cuatro días en los cuales apenas comió lo que la gente, apiadándose al verla desamparada y sucia, le dejaba al lado.
Libertad no hablaba con nadie, ni siquiera fijaba la vista en otra cosa que no fueran los viajeros que bajaban de los vagones. Los empleados de trenes y demás habitués se acostumbraron a verla allí y pensaron que estaba loca.
La jovencita solo reaccionaba cuando algún nuevo convoy se acercaba. Durante esos momentos se ponía de pie y sus ojos alertas recorrían los andenes a la par que sus piernas la apuraban para no perderse de nada.
Cuando caía en la cuenta de que ya todos habían descendido y su amado no estaba, volvía a su asiento a esperar.
Usaba los servicios de la estación y había perdido peso y esperanzas. No le molestaba estar sucia y maloliente, de a poco había ido cayendo en la depresión de los que sufren por amor.
Al quinto día un policía fue a buscarla. Una mujer se había quejado de la mala imagen que daba “esa pobre loca que vive en el banco”, frente a sus hijos pequeños que iban a la estación a vender recuerdos y postales para viajeros.
—Además, tiene feo olor —había dicho la madre.
El oficial le explicó que tenía que irse por sus medios.
—Si no obedece tendré que llevarla detenida, mademoiselle. —El hombre sentía pena por esa joven que adivinaba bonita debajo de sus ropas mugrientas y su abandono.
Libertad entendió que no podía permanecer allí y tuvo que aceptar que Wenceslao no arribaría. De haber querido verla se hubiera subido al primer tren que pasó luego de que sus ojos se cruzaron. Pero habían transcurrido cinco días y él no había llegado. De manera que sería ella quien tendría que volver sobre sus pasos.
Se puso de pie y con sus escasas fuerzas se encaminó hacia la boletería. El policía la escoltaba a prudente distancia. La vio sacar los billetes enrollados del fondo de un bolsillo y ofrecérselos al empleado.
Haría el camino inverso, tenía que hallarlo. Wenceslao era la razón de su vida, ya nada le importaba fuera de él. Tenía que recomponerse y dejar la tristeza atrás. Él estaba vivo y eso debería animarla.
El tren a su destino saldría en dos horas, le daba tiempo para adecentarse un poco. No podía llegar a Lyon en ese estado de dejadez, no podía mostrarse así frente al hombre que amaba.
Siempre con su escolta detrás, Libertad se dirigió hacia los sanitarios cargando su equipaje. Allí se miró en el espejo y no se reconoció debajo de la mugre que albergaba su cabello, sus ojeras y su piel seca. Se dio pena y comenzó a llorar desahogando su angustia y sus miedos. Temía que Wenceslao ya no la quisiera, que la odiara por haber confundido la situación. ¿Confundido? No había confusión posible, él la había visto besarse con Jean-Louis. ¿Y si había vuelto a la Argentina? Rogó para que no fuera así, de esa manera su vida correría peligro de nuevo, cualquiera podría reconocerlo en la calle y terminar su cometido.
Una mujer entró al baño e interrumpió su llanto preguntándole si necesitaba algo. Libertad le agradeció.
—Sólo necesito un trozo de jabón —pidió cuando se recompuso.
La viajera salió y regresó al momento.
—No conseguí, pero pedí en la cafetería un poco de detergente —extendió un pocillo con el líquido que la joven agradeció con algo parecido a una sonrisa.
Sin importarle la presencia de la señora, Libertad se despojó de sus ropas y se higienizó el cuerpo y el rostro con esmero. Después tiró sus prendas sucias en un cesto para la basura y se vistió con las que tenía limpias en la valija.
Sus cabellos también los lavó con detergente y agua fría, de repente no los soportaba engrasados y pegados a la frente.
—Si necesitas algo más, solo tienes que decirme —ofreció la mujer que continuaba allí, mirándola intrigada.
—Solo necesito hallar a mi amor.
Cuando salió de los sanitarios estaba irreconocible, tanto que el policía quedó de pie junto a la puerta, aguardando.
Con decisión se encaminó hacia el andén, faltaba menos de una hora para que llegase el tren que la transportaría a Lyon. Un crujido en el estómago le indicó que tenía hambre y decidió comprar algo para comer.
Satisfecha, Libertad sonrió al ver que los vagones se aproximaban ensordeciéndolo todo. Tratando de apartar los temores y la ansiedad abordó junto con el resto del pasaje. Una vez ubicada apoyó la cabeza sobre el asiento y cerró los ojos.
Rememoró todo lo que había ocurrido desde que con Wen habían planeado huir del país. Nada había salido como habían esperado. Pero la suerte, a pesar de todo, estaba de su lado: estaban con vida.
Pensó en su familia y advirtió que estaban a fin de año. ¿O ya habría pasado? El ánimo festivo no se evidenciaba en la estación y ella había perdido la cuenta de los días. Añoró a su padre, siempre comprensivo con ella y sus ausencias, a su madre y a su hermano. Pensó en sus abuelos y supo que no volvería a ver a Vicente. Tenía un presentimiento muy fuerte respecto de él. Sufrió por su abuela Aime, a quien imaginaba enterrando a su segundo marido, y los sentimientos le revolvieron la razón y le aguaron los ojos. Aime era una mujer fuerte y Libertad hubiera querido heredar esa fortaleza, pero a menudo se sentía frágil y dependiente. Ahora tenía la oportunidad de demostrarse a sí misma quién era.
Estaba sola, inmensamente sola al otro lado de su mundo. En un país extraño, sin sostén ni refugio, sola con su alma y sus decisiones. ¿Sería capaz de salir adelante? ¿Sería capaz de sobrevivir si no hallaba a Wenceslao? No deseaba tener que pasar la prueba. Él siempre tenía soluciones para todo. Aun para esa muerte que había querido llevárselo y a la cual se había resistido.
Evocando sus ojos se durmió. Cuando despertó habían dejado atrás Niza, la joya de la costa Azul. Adormilada, luego de tantos días sin verdadero descanso, transitó el resto del viaje hasta llegar a Lyon. Con prisa tomó su escaso equipaje y descendió. Tenía que comenzar por buscar alojamiento, había resuelto no volver a dormir en un banco de andén. Si Wenceslao todavía estaba allí iba a hallarlo.
En los alrededores de la estación había hoteles económicos y se alojó en uno de ellos. Dejó sus cosas encima de la modesta cama sin reparar en la pared a medio pintar ni en las cortinas ajadas y salió a la calle. Hacía frío y el viento helado le dio en pleno rostro, hizo caso omiso y avanzó sin rumbo fijo. ¿Por dónde comenzar a buscar? De repente una idea le arrancó una sonrisa y sus ojos gatunos se iluminaron como si un sol los alumbrara por dentro.
Corrió hasta una cabina telefónica y marcó el número de la operadora. Cuando la atendieron pidió el número de su tía Milagros en París. Discó y aguardó con el corazón todavía agitado.
Al escuchar la voz familiar Libertad dio un gritito de júbilo.
—¡Soy yo! ¡Libertad!
—Ma chérie! —respondió Milagros en francés—. ¿Cómo estás? —No quiso nombrar a Wenceslao por temor a que aún no se hubieran encontrado.
—¡Tía! ¡Wen está con vida! —fue lo único que se le ocurrió decir antes de liberar el llanto.
—Lo sé, querida, lo sé. Estuvo acá y nosotros los guiamos hasta vos. Es un muchacho encantador, Libertad, y se nota que te ama.
Sus palabras la tranquilizaron por unos instantes.
—Tía… —hizo una pausa, las emociones le impedían articular bien las palabras—, estoy tan feliz de que él esté bien, pero por otro lado…
—¿Sucedió algo? —Milagros sintió la voz de alarma de la joven.
—¡Oh, sí! —No quería llorar de nuevo, en cualquier momento se le acababa el crédito para la comunicación—. Es que… nos cruzamos en la estación de trenes…
—¿Y?
—Jean-Louis me besó en el mismo momento en que lo vi. Fue apenas un instante, tía, pero sus ojos me odiaron…
—¿Y dónde están ahora?
—Yo estoy en Lyon…
—¿Lyon? ¿Está tu novio con vos?
—No. El tren partió y él… —como pudo le resumió lo ocurrido entre hipos y lágrimas—. No sé qué hacer, tía, tengo que encontrarlo.
—Volvé a París, Libertad, no podés estar sola en una ciudad extraña. Volvé, yo voy a ayudarte a encontrarlo, pero vení a casa. —No quiso contarle sobre la muerte de Fresia, no deseaba sumar más angustia a la jovencita.
—Pero… ¿Y si él está aquí? ¿Cómo voy a hacer para hallarlo? Es como buscar una lágrima en el mar… —Rompió en sollozos de nuevo. Su estado anímico era muy inestable producto de todo cuanto le había ocurrido.
—Tomaré el primer tren a Lyon —resolvió Milagros de inmediato. Pensó en su hermana Lihuén y supo que no podía abandonar así a su hija.
—¿De verdad harías eso por mí?
—Mañana mismo estaré ahí. —Libertad le dio la dirección del hotel y se despidieron.
Después vagó por las calles y sin darse cuenta llegó hasta la orilla del río Ródano. De pie frente al curso de agua pudo apreciar la belleza del atardecer. Durante todo ese tiempo no se había detenido a observar el maravilloso entorno de los sitios por los que había viajado.
Se sentó sobre un pequeño paredón a mirar las mansas aguas. Aspiró el aire con fuerza y cerró los ojos. Dejó que el viento le diera en la cara y se llevara sus recientes lágrimas. Deseo con todo su pensamiento que Wenceslao estuviera a su lado, imaginó sus manos recorriendo su cintura y acariciando su rostro. Hasta pudo sentir el tibio beso de sus labios.
El graznido de una gaviota la trajo de vuelta a la realidad y al abrir los ojos solo vio cerca un perro que vagaba por la zona. Deshizo el camino de sus pasos y emprendió la vuelta al hotel.
Esa noche Libertad durmió como hacía rato no lo hacía. La tranquilizaba saber que su tía iría por ella. Todo lo acontecido la había dejado desmadejada e insegura. Quería volver a ser la de antes, pero sabía también que ya no había retorno.
Milagros arribó al atardecer del día siguiente. Al verse se abrazaron con emoción y se sentaron sobre la cama para ponerse al día con los relatos.
Como necesitaba descargar todos sus sentimientos, Libertad habló durante casi una hora mientras que Milagros asentía o intercalaba alguna que otra frase. Cuando la joven terminó su relato miró a su tía con ojos implorantes:
—¿Creés que esté enojado conmigo?
Milagros hizo un gesto de indefinición.
—No lo sé, no lo conozco lo suficiente como para saber de sus reacciones.
—Pero… ¿no pensás que debería haberme ido a buscar a Niza? Conocía el rumbo del tren…
—No pienses en eso ahora, Libertad —la tía se acercó y tomó sus manos frías—, tenés que estar feliz de que está vivo. Hasta hace unos pocos días lo creías muerto y ahora sabés que está aquí cerca, que vino tras tus pasos, a buscarte.
Los ojos gatunos se humedecieron.
—Él te ama, Libertad, lo vi en su mirada —tranquilizó Milagros—. Tal vez esté enojado, pero se le pasará, comprenderá la situación, ya verás.
—Dios quiera que sea así, tía.
—Vení, vamos a comer algo. —Milagros se puso de pie y miró a su alrededor con un gesto de desolación—. Acá no hay nada y yo vengo muerta de hambre —añadió a sus palabras una sonrisa.
Mientras caminaban por las calles en busca de un sitio para cenar, Milagros dijo:
—Lyon es la cuna de los chefs más famosos del mundo, seguro que no probaste ninguna de las delicias locales desde que llegaste —trataba de animar un poco a la jovencita.
—No… apenas comí.
—Tenés que engordar un poco, Libertad, sos piel y hueso.
—No te olvides, que en nuestra familia las mujeres son delgadas —aportó Libertad haciendo referencia a su abuela y a su madre.
—Touché —replicó la tía mientras ingresaba en un bodegón—. Aquí parece que hay buena cocina, te voy a hacer probar la sopa de cebolla.
Durante la comida, Milagros le contó las noticias que había traído Wenceslao de la Argentina, entre ellas la muerte de Fresia.
—¿Le avisaste a Naiquen? —quiso saber Libertad.
—Le envié una carta hace unos días, pero con las fiestas de fin de año no debe haberla recibido todavía.
—Pobrecita…
Milagros se quedó en Lyon una semana durante la cual gastaron todo el dinero que la tía había llevado, sin dar con el paradero de Wenceslao. Libertad había querido telefonear a la Argentina para preguntar pero Milagros se lo prohibió.
—Mañana mismo volvemos a París —resolvió la mayor—. Acá no hay nada más que hacer.
Resignada, Libertad asintió y se entregó a su decisión.